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Recuerdo de una vieja anécdota de Simón de Ponferrada que, si vive, debería andar por los 70 y pico u 80 años
“Los argentinos somos un pueblo particular, pero no busquemos nuestra identidad en las grandes batallas de la historia: tenemos en común asuntos triviales, cosas que pasan todos los días”, dijo una vez Simón de Ponferrada y se quedó callado, fumando, solitario, ensimismado. El resto era parecido, gente que no precisaba muchas palabras para comunicarse, apenas las necesarias, como “el mío sin soda”, “lo que macha es la mezcla”, “no es para pintar”, cosas así.Cuando uno hablaba, los demás quedaban pensando un buen rato. No era un grupo de amigos dicharacheros, tampoco eran gente feliz y contenta al uso moderno, sino viejos amargados, de rostro arrugado y malas ideas.Quienes los conocieron los llamaban “Los Pensarcas”, mitad intelijudos (no les daba el piné para inteligentes), mitad garcas. Viejas crónicas periodísticas en las páginas de Policiales narran con admiración los pedaleos financieros de que eran capaces con una hoja de cheque en la mano, o con la firma de un juez en una sentencia cualquiera y hasta los dedos de un muerto y sus huellas dactilares, y de la habilidad de algunos de sus integrantes para convertirlos en un aire acondicionado ´para la familia, o una noche con Marisa, la curandera del barrio que —gratis —a los enfermos les recetaba agua y a los que no estaban enfermos les solía cobrar.
Se sabían reunir en un barcito de mala muerte de la Avellaneda primera cuadra —vereda de aquel lado —hasta que el patrón del lugar decidió cerrarlo por refacciones: “Para hacerlo más moderno y funcional”, les dijo, creyendo que eso les agradaría. Entonces salieron huyendo del lugar y buscaron otro que ofreciera las mismas incomodidades que todos los anteriores.
Uno de la barra no había ido nunca. ¿Por qué? “Porque se llama Boston”. ¿Y qué hay con eso? “Mirá si me muero justo ahí, qué vergüenza, en un lugar con ese nombre extranjero”. A pesar de que el resto de los contertulios era tan viejo como él, nunca tuvieron ese prurito. Al final el Boston cerró y pusieron ahí una venta de juguetes y ropa de plástico para niños. Después se empezaron a juntar en un tugurio de la Belgrano, pero decirle tugurio era elevarlo de categoría.
“En los pueblos del norte, por más chicos que sean, hay comidas típicas, el tonto del lugar, un viejo maestro para consultarle cualquier cosa, la anécdota que todos saben, un escalafón de chicas lindas, un baile popular en el que varios conocieron a su futura esposa, un equipo de fútbol, un conjunto musical característico, un espanto que todos han visto, un almacenero que el día que cobre lo que le deben no queda nadie”, enumera Simón. “Ahá”, responden los amigos.
“Y también en todos, pero en todos, y miren que hay muchos desperdigados por toda la Argentina, hay un Cacho Gómez”, afirma.
El resto queda pensativo. Quizás al otro día volvieran a cruzar alguna palabra. Pero, quién sabe.
Juan Manuel Aragón
A 26 de abril del 2024, en la Abrita. Haciendo mate cocido.
©Ramírez de Velasco
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