Vieja fachada del club, luego demolida |
Una institución cuyo edificio se construyó gracias al juego del ferro y no tuvo nada que ver con el turf, prohibía a desconocidos sentarse en las mesas de su vereda
Queda muy poco, casi nada, del Jockey Club de Santiago de antaño. Una parte es de la Administración Federal de Ingresos Públicos, un piso entero lo alquila el gobierno, otro sector es del gremio de los gastronómicos pues hay mozos que tienen juicios millonarios y van ganando. El frente, el famoso balcón desde el que lanzaban sus candidaturas los populares militantes de la Unión de Centro Democrático, es de un comerciante que puso una venta de ropa de mujeres. Los pisos altos fueron comprados por un tipo, pero nadie sabe quién es y a pocos les importa. Sus socios tienen un promedio de edad de 90 años. De todas maneras, no son muchos, apenas unos 30 tienen la cuota al día. El resto es deudor y para que pague habría que mandar el cobrador a Las Cejas o al Parque de la Paz.Si alguien tuviera el dinero suficiente como para revivir el club, se daría con que es imposible, porque no volverán el piano de cola, cuadros con firmas de pintores famosos, esculturas, los sillones y muchas obras de algún valor, que cayeron en manos de los abogados de los mozos que hicieron juicio. O desaparecieron misteriosamente, sin que nadie sepa dar cuenta de su paradero. Los memoriosos señalan a Este, Ese o Aquel, dando nombres y apellidos (con pelos, marcas y señas particulares) de los responsables, pero si se les pone un grabador al frente se harán los tontos y nadie sabrá nada. Ya se sabe, pueblo chico, infierno grande, pero todo en secreto.Hay que decirlo, en cierto sentido era una institución popular. Al menos más popular que los otros Jockey Club, el de Buenos Aires y el de Tucumán, por citar sólo dos, venían del tiempo de la “belle epoque”, de la Argentina. Los socios de aquellos eran casi todos grandes estancieros de la pampa húmeda, propietarios de ingenios de azúcar de la vecina provincia y dueños del hipódromo, del cual, el club era un apéndice. Estaban integrados, para decirlo en palabras sencillas, por la “crème de la creme” de aquellas provincias. En Santiago en cambio, cualquiera podía ser socio, no era necesario ni siquiera que pronunciara caballo correctamente, de hecho, algunos no podían hacerlo. De todas maneras, conservó el empaque de los otros, como que la “bolilla negra” fue también en el de aquí una institución que se usó hasta casi sus últimos tiempos, cuando se destino era convertirse en una sombra del desamparo más cruel, que es el olvido. Para quienes no lo sepan, para hacerse socio se debía pasar el escrutinio de la Comisión Directiva, si uno se oponía, le sacaba una “bolilla negra” y el resto tampoco lo aceptaba. Algunas viejas enemistades que todavía hoy perduran entre los protagonistas, sus hijos o sus nietos, se explican por este hecho. Imagine usted a uno que no había elegido el marido de la hija ni la mujer del hijo. Ni siquiera tenía cómo oponerse al amante de su mujer, pero había un lugar en el que le daban la posibilidad de decir a cualquiera: “Vos no vas a entrar porque yo no quiero”. Para muchos era una tentación muy grande y no la iban a desaprovechar así nomás, no señor.
Foto tomada de Facebook |
Era casi un deporte para el innombrable de doble apellido y clavel en el ojal, que provocó que las puteadas contra Santiago del Estero resonaran en varios rincones del mundo. Imaginesé lo que sería para un alemán que, de pedo había llegado a Santiago, que lo corrieran de un lugar público por no ser socio. Todavía debe estar hablando mal de esos sudacas que se creían As de Espadas y no les daba el piné ni para ser una carta de la baraja. Y capaz que nos recuerda como “verhungern” (muertos de hambre) santiagueños. Si es que se acuerda, claro.
Todavía no había llegado Carlos Menem al poder y ellos ya tenían la vereda privatizada. Para qué si querías traspasar sus puertas, el empleado de la puerta te miraba de arriba abajo, igual que los ñatos de la puerta de los boliches. Si no tenías los zapatos lustrados no entrabas, aunque fueras Carlos Pellegrini en persona.
Un abogado de apellido conocido, una noche se desvistió, quedó de calzoncillos y se durmió en un sillón del club. Al día siguiente, cuando se levantó, espantó a las mujeres que a media mañana se habían juntado a tomar un café. Dicen que estaba borracho, pero quien sabe.
Todos los días compraban La Nación y La Prensa para que leyeran los socios, Clarín no, era muy para zurdos y Página/12 una herejía lisa y llana. Como los socios los robaban y los llevaban a la casa, les empezaron a poner un sello, para que les diera vergüenza. Imaginesé, todo un doctor, un funcionario un tipo con apellido que venía desde la Colonia, llegando a la casa con un diario hurtado del Jockey, no daba. Pero, mire usté igual se los choreaban. Entonces los empezaron a atornillar entre dos maderas para que quedaran en el club.
Nota publicada en el diario El Liberal |
Todos los 9 de julio había una gran cena de gala a la que no faltaba nadie que tuviera plata en Santiago. Era una tradición que actuaran los hermanos Ábalos. Pero había socios que se indignaban porque “encima que les permitimos actuar para nosotros, nos cobren. Creían que, porque actuaban para ellos, debían hacerlo gratis. Esto no me lo contaron, lo oí con las dos orejas que tengo.
El golpe de gracia fue cuando les prohibieron los juegos de azar, loba, truco, póquer y quién sabe cuántos más, que se practicaban de manera no muy discreta en el último piso. En realidad, los garitos clandestinos, si se permite el oxímoron, siempre habían estado prohibidos en Santiago, sólo que, al último, el dueño del juego legal fue más fuerte que ellos y los obligó a cerrar.
Una historia verdadera cuenta que en Tribunales sometieron a un magistrado a juicio político, acusado, entre otras cosas, de jugar por dinero, algo que los jueces tienen expresamente prohibido. El hábil e inteligente abogado defensor llevó a un mozo del Jockey como testigo. Cuando subió al estrado le preguntó, señalando al acusado:
—¿Conoce a ese señor?
—Sí, lo conozco.
—¿De dónde lo conoce?
—De las salas de juego del Jockey Club.
Entonces el abogado se dio vuelta y señalando a un juez del tribunal, volvió a preguntar:
—¿Y al señor lo conoce?
—También lo conozco.
—¿De dónde lo conoce?
—De las salas de juego del Jockey Club.
Señaló al otro juez y repitió interrogatorio:
—¿Y al señor lo conoce?
—También lo conozco.
—¿De dónde lo conoce?
—De las salas de juego del Jockey Club.
Volvió a la carga con el tercer juez:
—¿Y al señor lo conoce?
—También lo conozco.
—¿De dónde lo conoce?
—De las salas de juego del Jockey Club.
Resulta que todos, jueces y acusado eran socios y jugaban por plata.
El club guarda recuerdos y secretos de infinidad de familias santiagueñas, algunas risueñas, otras no tanto. Si alguno de sus socios remanentes quisiera escribir un libro con ellas, le faltarían hojas de papel para contarlas, todas forjadas entre fiestas, retrucos, amoríos clandestinos, borracheras y un tufo que le venía desde el tiempo del “ferro”, el juego con el que se levantó el edificio, en la cuadra más cara de la ciudad.
Entre los lectores de este blog hay al menos dos otres que fueron o siguen siendo socios del Jockey. Estaría bueno que escriban alguna anécdota abajo, en la parte de los comentarios o que me insulten, ya que están, si ofendí, aunque sea de refilón a sus abuelitos.
Cachi no paga.
Juan Manuel Aragón
A 17 de enero del 2025, en el Trust. Pidiéndole un café a Buddy.
Ramírez de Velasco®
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