La esposa del más nombrado de los innombrables |
Increíbles cuentos con que los abuelos sazonan la imaginación de los nietos
Perdida en una nube de recuerdos difusos, quizás se le confunde entre la tarde que dijo “no tengo entorno ni contorno”, y el expatriado aquel, cuyo nombre estaba prohibido pronunciar en su país, y a quien las vueltas de la historia dejarían de nuevo en la Argentina, sólo para ver cómo se le iba de las manos la organización que había soñado perfecta 18 años atrás, pero hace cuarenta años ya era un amontonamiento de ideas desvencijadas.
Flotaba en el aire una pesadilla de entrar a la Casa Rosada, un día de esos, ametralladora en mano, rosa roja en la boca y habanos para festejar, a sentarse en el sillón de Iguiri—Iguiri, como llamaban en la televisión al general Cangallo.
Dicen que sonríe cada vez que se acuerda del patán de patillas, oriundo de su misma provincia, que una vez cruzó el mar, desde su país, sólo para llevarle un enorme ramo de flores y tomarse una fotografía, pobre infeliz. Dama de otra época, a pesar de todo, sabe que ese tiempo no fue suyo sino una argamasa hábilmente mezclada por las manos del Innombrable más nombrado de todos los tiempos, cuya difusa sombra seguirá persiguiendo a su pueblo durante cien años más, por lo menos, mientras continúen vigentes los sueños imperiales de una nación de arena. barro y fantasías.
Firmó con la segura mano derecha, un decreto que años después quisieron borrar los patanes de la izquierda y sus gritones movimientos de furia y consignas viejas e irrealizables. Pretendían escribir de nuevo una historia, la propia de ella. Desmentiría con toda la rabia de la que alguna vez fue capaz, todos esos infundios que la hicieron, a la postre y de mentira, cómplice de aquellos a quienes pretendía aniquilar. A punta de pistola pretendían tomar el poder esos tres pendejos del diablo, para enlutar el país con un millón de muertos, hasta que el último de los argentinos entendiera de qué iba la cosa. Al final se conformaron con unos pesos y aceptaron que les tasaran a tanto el muerto.
Sobrevive en un barrio de Madrid, lejos de los recuerdos de aquella Puerta de Hierro que, si hubiera sido por ella, no habría dejado jamás. Nadie sabe si la acompañan tres perritos de mano o un mastín protector con rostro de patovica brutal, a nadie le interesa. Hace mucho fue dejada de lado por la historia del presente, que ni siquiera tiene la amabilidad de convidarla a mirar de lejos los fastos del liberalismo hecho carne en los comicios, sus celebraciones, sus luces de artificio, sus plácemes y felicitaciones por las victorias de papel.
Firmó con la segura mano derecha, un decreto que años después quisieron borrar los patanes de la izquierda y sus gritones movimientos de furia y consignas viejas e irrealizables. Pretendían escribir de nuevo una historia, la propia de ella. Desmentiría con toda la rabia de la que alguna vez fue capaz, todos esos infundios que la hicieron, a la postre y de mentira, cómplice de aquellos a quienes pretendía aniquilar. A punta de pistola pretendían tomar el poder esos tres pendejos del diablo, para enlutar el país con un millón de muertos, hasta que el último de los argentinos entendiera de qué iba la cosa. Al final se conformaron con unos pesos y aceptaron que les tasaran a tanto el muerto.
Sobrevive en un barrio de Madrid, lejos de los recuerdos de aquella Puerta de Hierro que, si hubiera sido por ella, no habría dejado jamás. Nadie sabe si la acompañan tres perritos de mano o un mastín protector con rostro de patovica brutal, a nadie le interesa. Hace mucho fue dejada de lado por la historia del presente, que ni siquiera tiene la amabilidad de convidarla a mirar de lejos los fastos del liberalismo hecho carne en los comicios, sus celebraciones, sus luces de artificio, sus plácemes y felicitaciones por las victorias de papel.
Si fuera por ella, borraría todas y cada una de las páginas de los diarios que repasan, desde los archivos amarillos y polvorientos, sus días en la Argentina, luego de que regresó siendo una antigua bailarina de un grupo de segunda, actuando en países de tercera, recibiendo un trato de cuarta. Hasta que se topó con el hombre de la guayabera y los ojos alertas, con el que finalmente llegó a Madrid.
Luego, en su hora, fue sombra de la sombra de un brujo, apremió el destino marcado en una sota de espadas, siguiendo paso a paso las instrucciones de sus mentores. Hasta quedar sola frente a la historia, para peor completamente abatatada. Todo un país se estremeció la noche en que el helicóptero hizo temblar las ventanas de la Casa de Gobierno, mientras un militar santiagueño le ordenaba: “Vamos, señora”.
De cuando en cuando, a estas tierras atrasadas, polvorientas, borradas de la memoria, llegan su nombre, su apodo y el recuerdo de su difunto esposo, repetido por los ancianos de los barrios más humildes, narrando a sus nietos los increíbles y verdaderos cuentos de la cándida Chabela, que un buen día, cuando la deportaron definitivamente, decidió que ya estaba, basta por favor, no quería más, suficiente. Y se dedicó a vivir lo que le restaba de existencia con la recuperada dignidad de la dama que no había sido.
©Juan Manuel Aragón
Luego, en su hora, fue sombra de la sombra de un brujo, apremió el destino marcado en una sota de espadas, siguiendo paso a paso las instrucciones de sus mentores. Hasta quedar sola frente a la historia, para peor completamente abatatada. Todo un país se estremeció la noche en que el helicóptero hizo temblar las ventanas de la Casa de Gobierno, mientras un militar santiagueño le ordenaba: “Vamos, señora”.
De cuando en cuando, a estas tierras atrasadas, polvorientas, borradas de la memoria, llegan su nombre, su apodo y el recuerdo de su difunto esposo, repetido por los ancianos de los barrios más humildes, narrando a sus nietos los increíbles y verdaderos cuentos de la cándida Chabela, que un buen día, cuando la deportaron definitivamente, decidió que ya estaba, basta por favor, no quería más, suficiente. Y se dedicó a vivir lo que le restaba de existencia con la recuperada dignidad de la dama que no había sido.
©Juan Manuel Aragón
Evita Perón?
ResponderEliminarEtapa que no vale la pena recordar.
ResponderEliminarIsabel Martínez de Perón
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