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Una tarde, cuando desgranábamos maíz en el patio de su casa, me dijo que todos los días, uno por uno, había extrañado a la Palmira. Al despertarse tocaba el otro lado de la cama esperando hallarla en el hueco vacío, y si bien no sufría tanto su ausencia, la seguía extrañando. No la había vuelto a nombrar en público, siempre le decía “la Finada”, y es que quizás el sonido de su nombre le hería el alma o algo.A los seis meses de su muerte, lo visitaron las hermanas de ella. Era la primera vez que iban a su casa desde el velorio y se sorprendieron de hallar el sitio de la casa bien barrido, pispearon para adentro y los dormitorios estaban en orden, el aro de Lorenzo tenía una lata de picadillo con el agua limpia. En fin, todo bien puesto y prolijo, como había sido ella.Les impresionó que sacara el mismo repasador que usaba la Palmira para ponérselo sobre las piernas y cebar mate, impecable. Hablaron de los tiempos de antes, lo hicieron reír recordando viejas anécdotas del pago, le preguntaron de su vida, de sus hijos y él contó que Libia, la mayor, lo había hecho abuelo y cuando pudiera iría a conocer al changuito o vendría ella, de paso también sabía cómo era la cara de su yerno.Cuando cambió la yerba por tercera vez, las mujeres se miraron y una de ellas le dijo que ya estaba bien, que ellas la habían querido mucho como hermana, a la Palmira, pero la vida seguía siendo la vida y los muertos estaban todos en el cementerio. Le avisaron que ninguna se enojaría si él conseguía una mujer para asegurarse una vejez en compañía. “Nosotras entendemos que los hombres tienen sus necesidades”, le indicaron mientras lo miraban fijo. Y él respondió: “Y sí”.
Era uno de esos inviernos tibios el de esa tarde que le cuento, temprano entraba el sol en el pago mientras me contaba que había conocido a la Palmira siendo chico de escuela, desde entonces supo que sería su mujer y ella también se dio cuenta de que él iba a ser su hombre. Se fueron conociendo en los recreos, hasta que llegó el último día de séptimo grado y se dieron con que sería más difícil verse. Volvieron a toparse a los 16 o 17 años en los bailes en los que más que mirarse a los ojos no podían hacer: los padres vigilaban de cerca y pedían que haya luz entre los bailarines. Al regresar del servicio militar arreglaron para huir juntos. Ella se escaparía de la casa para esperar el ómnibus en la parada y juntos irían a la cosecha de caña, en Tucumán.
Hay una hora, después de la oración, cuando calla el pago y se encienden los mecheros; quizás sea el momento de la confesión, de abrir el corazón al amigo de siempre. Entonces, como quien no quería decir nada, me contó:
—Yo me hice hombre con la Palmira y ella se terminó de formar mujer conmigo, ¿entiendes?
—Creo que sí— dije, sin saber si quería que siguiera contando.
—Las primeras noches fuimos como dos animalitos conociendo otro cuerpo por primera vez. Entre los dos descubrimos que el amor era infinitamente más hermoso que solamente tocarnos con la punta de los dedos, mirarnos y decirnos que nos amaríamos para siempre.
Sobre el saladillo de la infancia, besando los jumes, asomó una luna colorada como manzana deliciosa, mientras me contaba que cuando descubrieron la aventura del amor carnal, se dieron a la tarea con mucho énfasis, digo ahora, pero él usó otras palabras mucho más delicadas para contar su cariño por la Palmira y sus siete hijos.
Con el tiempo se hicieron ´amichos´, la vida de uno no estaba completa sin la otra y viceversa. Ella supo de la falta de amor que él había sufrido en la infancia, criado por una madre soltera, vuelta a juntar con otro hombre que, si bien nunca lo trató mal, el cariño era para los otros hijos, sus medio hermanos. Una tarde, mientras tomaban mate, ella le empezó a acariciar el lóbulo de la oreja y él supo que era para remediar su falta. Él regaló un yerbero hecho de cajones de manzana, para que cupiera justito sobre sus regordetas faldas.
El Chagas, que la venía persiguiendo desde niña, un día la alcanzó para no soltarla. Es un mal silencioso y oculto, ni siquiera se muestra en el momento de la muerte, llega como ataque al corazón fulminante de una enfermedad contra la que hay poca pelea para ofrecer.
Más tarde, cuando orillaban los grillos por la casa, pusimos una pierna de corzuela a asar a las brasas y en mi honor encendió la Radiosol, aproveché para leer una novela mientras él daba vueltas por ahí, ordenando sus cosas, acomodando el lugar en que instalaría mi catre para dormir. Y en un momento, me contó:
—¿Sabes por qué no busco otra mujer ni permito que se me acerquen?
—No, contame.
—Con la Finada bromeábamos y decía que, si ella se moría primero, le tenía que prometer que nunca buscaría otra. No por celos ni por nada, sino porque ninguna otra iba a aguantar el olor de mis calzoncillos.
—Mirá vos— dije serio.
—Nosotros nos reíamos, pero no sabía y sigo sin saber si todas las mujeres son iguales, conocí el amor con ella y lo descubrí todos los días mientras vivimos juntos. No quiero averiguar cómo es con otras, no me gustaría que arruinen mi recuerdo, ¿entiendes?
—Entiendo— respondí.
Para el lado del monte grande, lejos, muy lejos, cantó el kakuy, la luna redonda y blanca alumbraba el pago y sostenía esa noche como un recuerdo que nunca más se me borró. Y me prometí que algún día, más adelante, cuando el mundo dejara de ser niño, contaría esta sencilla historia de amor.
©Juan Manuel Aragón
Huaico Hondo, 9 de diciembre del 2022
Amichu, voz cacana que posiblemente signifique "juntos".
Muy bueno Juan. Cuando tus cuentos se sitúan en el pago, lo haces con un vuelo impresionante, que disfruto y admiro. Abrazo
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