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Hugo
Argañarás: "Tapera en Pampa Pozo”, departamento Pellegrini, acrílico sobre fibrofacil |
“Usted se va y al tiempito todo empieza a cambiar, la Josefa tuvo un hijo, dicen que era de Luisito, el hijo de los Gutiérrez”
Después muchas vidas, una tarde que andaba cerca, volví al pago que había sido de la infancia, al viejo rincón que había sabido ser de los abuelos. La casa se había convertido en una triste y oscura tapera con rastros de animales, olor a meada de gatos e inscripciones obscenas, garabateadas con carbón en las paredes, que seguramente pintó algún linyera que se quedó a dormir y dejó rastros de una fogata en el corredor, quizás la única parte con techo seguro que quedaba.El abuelo de mi abuelo, quizás su padre o su abuelo, había llegado a aquel lugar del norte de Santiago, en ese entonces una pampa de pastos con islas de bosque ralo y desierto de cristianos. Levantó corrales, cavó una represa, construyó la casa, compró hacienda, se hizo de un pequeño capital y cuando le dijeron que no era bueno que el hombre viviera solo, vino a la ciudad, se agenció mujer y dicen que es de esa mujer fina y de familia de profesores de matemáticas, de quien sacamos esa pequeña hendidura que tenemos todos en medio del mentón y la compostura para sentarnos a la mesa.Después de aquella primigenia abuela vinieron los agregados a levantar sus casas en el vecindario, ni tan cerca como para que se junten las gallinas de cada uno con las de cada cual, ni tan lejos como para no ir de una a la otra, de a pie nomás. Cada uno cuidó desde entonces su hogar, su cerco, sus vacas, sus mulas, su aguada, su carro, sus mujeres, sus corrales, sus hijos, su molejón y su machete.Con el tiempo nos fuimos mezclando y volviendo a separar, de tal suerte que más de un siglo después, estábamos seguros de que seguíamos siendo parientes todos con todos, aunque no sabíamos bien cómo ni por qué ni desde cuándo ni cuántas veces. Mi abuelo solía decir que era más bien “todos contra todas”, pero otro día, si viene a cuento, podría explicar ese chiste.
Cuando fuimos muchos, a algunos se nos dio por olfatear el aire cuando traía viento y quisimos irnos para saber qué perfume tenían los otros pagos que estaban más allá del saladillo, detrás del cual pasaba un camino con muchos autos que llevaban a ciudades lejanas. Descubrimos lugares nuevos, nos maravillaron los edificios altos, disfrutamos la luz eléctrica, anduvimos en tren y trabajamos en mil oficios para seguir nuestra vida, mientras a la noche volvíamos en sueños a ser los que antes éramos, allá lejos en el olvido incierto del país de la infancia, el dulce de leche de la abuela, el balido de los cabritos madrugadores y todas las siestas el viento lijando las hojas de los eucaliptos.
Usted se va y al tiempito todo empieza a cambiar, la Josefa tuvo un hijo, dicen que era de Luisito, el hijo de los Gutiérrez chicos que les decíamos, los dueños del almacén, aunque él lo negaba y ella no quiso decir nunca quién la gateaba entre la luna llena saliendo por el cerco grande y el canto de los gallos.
Los otros Gutiérrez, los del sur alambraron un potrero y se armó una batahola entre familias, porque quiénes se creían que eran para trancar el camino que llevaba al Bajo de Tinajeras, ahora habría que dar una vuelta grande por el Rincón de la Virgen del Valle. Luego se murió doña Enriqueta, memoria del lugar y entonces hubo permiso para casarse todos con todas, porque no hubo nadie para recordar los parentescos de los primos cercanos y quiénes podían tener hijos almamulas.
De cuando en cuando me topaba con alguno que había venido de allá y contaba las novedades, pero más pasaba el tiempo y menos iba conociendo. Cuando la Vialidad abrió el camino, también llevaron las últimas novedades y el mundo se empezó a descuajeringar a los que habían quedado, con tantos inventos, el tocadiscos a batería, las galletas de agua, las bicicletas, las heladeras a querosén, las bicicletas, los juguetes de plástico para los chicos y esas porquerías que usan en la ciudad para castear ensillados y perdone la guarangada, pero así es, para qué le voy a decir una cosa por otra.
Por eso demoré la vuelta y esa tarde que le cuento, después de apearme del ómnibus, empecé a recorrer el lugar. Me costó hallar la casa de los viejos porque ahora era una calle con dirección postal y todo. Cuando me fui nada de eso existía. El pueblo hasta tenía un almacén de ramos generales “Viuda de René Gutiérrez & hijos”, decía un orgulloso cartel al frente. Alguien me había contado que ese Gutiérrez, primo tercero mío por parte de padre y sobrino por parte de madre, había muerto joven nomás, así que no lo había conocido a él, menos a su viuda o a su prole.
Había dejado para el último la visita a la vieja casona. Después de unos días, cuando mis ojos se acostumbraron de nuevo al paisaje, empecé a reconocer los rostros de viejos parientes, amigos, gente de antes y tan lindo me agasajaban que hasta pensé en quedarme. Y ahí estaba parado, en lo que había sido el viejo comedor, mesa con mantel de hule que había puesto mi abuela, un perchero hueco para guardar papeles importantes, los cuadros familiares, un sombrero mejicano aludo, una caja chirlera, el aparador de la abuela, el rincón de los tinajones y el imponente escritorio en el que mi abuelo escribía a un señor Arcángel García, de la ciudad, avisándole que tenía una camionada de postes para venderle (todavía hoy recuerdo su airosa caligrafía de antes, con lapicera fuente y papel secante para evitar que las letras se corrieran).
En el lugar nadaba un olor penetrante a humedad, escombros y quizás un animal muerto. En un rincón brillaban unos vidrios, me agaché, era la foto de mi abuelo, amarillenta, raída, con los bordes comidos por las ratas.
Esa tarde agarré un ómnibus tren para huir de aquel lugar que era capaz de un olvido tan atroz para quienes habían sido sus creadores, sus impulsores, los primeros entusiastas. Cuando los amigos, en la ciudad, me preguntan qué significa ese cuadro casi sin rostro en un lugar principal de casa, respondo: “Es un recuerdo del olvido”. Para qué voy a decir otra cosa, si es lo que es nomás.
©Juan Manuel Aragón
Gracias Juan. Tengo algunos de esos recuerdos, o parecidos, a los de tu relato. Tuve que googlear el diccionario para ver el término castear sí, pero me encantó. Por otra parte, gracias por publicar un cuadro de mi amigo Hugo, que me transportan a paisajes conocidos y queridos. Abrazo
ResponderEliminaryo tmbien lo guglie, es una manera elegante de no decir culiar que no?
ResponderEliminarSe puede entender sin usar lenguaje bulgar y creo que es lo que hace magistralmente Juan Manuel en este escrito.
ResponderEliminarHay muchos lugares de Santiago que se han quedado tapera. Lamentablemente la falta de condiciones y de servicios ha hecho que mucha gente abandone sus parajes.
ResponderEliminarSomos de Clodomira, y cuando visito Santiago no me animo a pasar por la casa de la familia porque quiero mantener la imagen de aquellos días de nuestra niñez.
Muy lindo cuadro del "Lungo" Argañaraz, de quién tengo uno aquí en mi casa. También me trajo recuerdos de ese buen amigo de Santiago.