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GÉNERO La guerra de las palabras

Niño nacido

"El embarazo, la preñez, la gravidez, no se interrumpen, simplemente porque una vez que se mató al niño en el vientre de la madre, luego no se reanuda su vida”


La guerra de las palabras es la más importante de todas, antecede a las de verdad, que luego se desarrollarán ya sea con más palabras, balas o con bisturíes. No importa cuánta importancia se otorgue a esta contienda, una vez que se la ha perdido o se ha claudicado, el resto es pan comido para los enemigos de la humanidad. Que existen, son muchos y tienen la forma del demonio.
La nunca probada doctrina que impone el género en reemplazo de la naturaleza llegó para subvertir valores que eran intrínsecos al hombre y pretende destruir con la fuerza de las palabras, leyes fundamentales. Afirmar que no existen el hombre y la mujer como tales, es lo mismo que creer que con un decreto es posible abolir la ley de la gravedad.
Desde Aristóteles para aquí, una silla es una silla, no importa que a usted le parezca un avión, su vecino crea que es un sombrero de copa o el gobierno establezca que es un arado mancera o una galocha. Las leyes positivas se basan en la realidad para establecer penas al que matare o asignar impuestos para solventar gastos. Recién en los últimos cien años, los legisladores se atrevieron a instaurar lo que no era, a intervenir en la vida de los súbditos para autorizarlos a matar impunemente en tiempos de paz.
La matanza de inocentes no se logra si primero no se subvierten las palabras para indicar que el cuerpo humano es un objeto solamente destinado a dar placer a su dueño, sin ninguna consecuencia ulterior. La ideología de género, que llega de la mano con el concepto de placer ilimitado como máxima aspiración, conlleva liberarse de “la cosa”, de “eso”, que impide a la mujer disfrutar plenamente de su vida. Entendido, por supuesto, que “la cosa” y “eso”, para el naturalismo y la mayoría de las religiones es un niño. Según esa ideología, un hijo es un impedimento. Por eso imponen que no es aborto sino simple interrupción, como si se apagara durante unos días la luz del placer, del “disfrute”, para seguir luego en la misma senda.
Las mujeres tienen hijos porque está en la naturaleza humana que así sea. Si se las toma como genéricas, pasan a revistar en la categoría de seres que tienen la capacidad, por sí mismos, de determinar la esencia que les ha sido dada para cambiarla a voluntad, algo biológicamente imposible. Creen, a pies juntillas, en que no existe aquello que no se ve. Si un hombre es atacado por malandras y como consecuencia pierde un brazo, ¿para remediarlo se cortará también el otro? Algo similar sucede con el aborto, si una mujer es violada, ¿para enmendar el delito debe matar al hijo?
Según cualquier diccionario interrumpir es “hacer que una cosa empezada pero no acabada no continúe definitivamente o por un tiempo limitado”. Quien es interrumpido en una conversación, casi siempre continúa después. Etimológicamente es romper en pedazos y poner un espacio entre ellos. Todos lo sabemos, pero nos hacemos los sotas cuando lo sentimos, lo leemos o lo dicen por la televisión, la radio o en cualquier otra parte.
El embarazo, la preñez, la gravidez, no se interrumpen, simplemente porque una vez que se mató al niño en el vientre de la madre, luego no se reanuda su vida. Ya está, se murió, caput, fínish. Nunca más va a existir más que como cadáver, pero no tendrá oportunidad de ir al jardín de infantes, a la escuela, no tendrá amigos, no leerá esta nota ni ninguna otra, no jugará, no vivirá sus recuerdos, no tendrá amigos, su futuro habrá perdido la batalla antes de empezar. Tampoco merecerá cristiana sepultura.
Una vez que los partidarios de la muerte han ganado la batalla de las palabras —que incluyen las teorías del género, la corrección política, la cancelación de quienes piensan distinto como enemigos declarados— el resto llega por añadidura. Es cuestión de un corto tiempo para colarse en las escuelas y corromper las mentes jóvenes.
Revertir la tendencia es posible, pero hay que volverse de una pila de cadáveres de niños. No correrán, no sudarán, no se enfermarán, jamás se reirán, nunca llorarán. Y tampoco podrán venir a este u otro sitio a discutir por sus derechos. Sus madres los masacraron en nombre de la civilización de la muerte.
Demos gracias entonces porque nos parieron. Podríamos haber ido al tacho de basura. Peor que gusanos. Sin embargo, aquí estamos, vivos, gracias a Dios.
Yo quiero la vida.
¿Ý usted?
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. El tema da para mucho, Juan Manuel, y lamento que hoy fue un día muy ocupado, que no me dio tiempo a comentar.
    Me sorprendió que dada la trascendencia del tema, muy bien cubiertos desde tu perspectiva, nadie se le haya animado. Quisiera compartir unos pensamientos al respecto, así que aunque tarde, tal vez mañana me haga un lugar para comentar.

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  2. Muy buen análisis Juan, alguna vez me dijeron, en una discusión institucional, que este tema corresponde tratar en otra instancia, por especialistas o alguien por el estilo; yo contesté que la vida no se discute aquí o allá, sino que como ley fundamental puede plantearse en cualquier sircunstancia y no cambiará porque lo discuta un médico, abogado , plomero, domador de potros, etc. etc. Yo puedo intercambiar estos escritos simplemente porque soy. Y lo soy porque alguien fue perfectamente consciente, en este caso mis padres, y lo hicieron felices además, que lo que tenía mi madre en su vientre era una nueva vida. No sé complicaron con palabras, simplemente esperaron que la naturaleza siga su curso. Con la alegría de ver que una nueva vida crecía dentro del vientre de mi madre primero y fuera después. Se trató de aceptar una ley fundamental y lo que hoy, y siempre, fue el primer derecho: el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural.

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