Cementerio de La Guanaca, Jiménez, foto de archivo |
“Los otros andaban casa por casa, entropados, diciendo que harían caminos, puentes, un nuevo edificio para el hospital, pavimento para las calles, fábricas de esto y aquello”
Cada vez que ganaban una elección hacían una caravana de autos por el pueblo, atronando con las bocinas. Adelante, la camioneta del comunal y por detrás, los vehículos de los compañeros. No importaba si en la provincia o en la Argentina habían perdido como en la guerra, tampoco si habían ganado raspando, por media docena de votos o habían sacado veinte cuerpos de ventaja. “Ganar es ganar”, decían.Fue así durante mucho tiempo. Acuerdesé de que cada dos años hay elecciones para diputados y senadores nacionales, cada cuatro para comisionado, gobernador y Presidente de la Nación. Festejaban todas con caravana, llueva o truene. La contra se quedaba, mascando bronca y los chicos bochincheros más algunos grandes salían a ver y a saludar desde la puerta de la casa.Cuando se murió el caudillejo aquel, la gente empezó a votar al hijo. Estaban siempre con el gobierno —estuviera quien estuviera de gobernador, era lo de menos— siempre con el mismo imbatible sistema para ganar las elecciones.Los otros andaban casa por casa, entropados, diciendo que harían caminos, puentes, un nuevo edificio para el hospital, pavimento para las calles, fábricas de esto y aquello, darían ayuda a las pequeñas empresas, conseguirían trabajo para todo el mundo, levantarían una nueva escuela secundaria con orientación rural, agrandarían la comisaría, harían el arco de entrada y una rotonda, conseguirían un subsidio para construir un asilo de ancianos y un montón de otras promesas.
Desde un tiempo antes los otros traían gente de otras partes que les trabajaban para ellos. Los ingenieros sacaban sus teodolitos y se hacían los de medir las calles, los abogados recibían las quejas jurídicas de la gente, grupos de maestras daban clases de apoyo a los chicos, los médicos revisaban a todo el mundo, regalaban aspirinas, tomaban la presión a las viejas, ponían inyecciones, entregaban anteojos de receta, sacaban muelas.
El pueblo era un hervidero de la oposición desde unos seis meses antes de las elecciones. Pero el comunal ni se calentaba, seguía en lo suyo, tranquilo. A la tardecita se sentaba a tomar mate en la puerta de la casa y miraba pasar las camionetas de la contra. Por ahí alguno le gritaba algo, pongalé: “¡Viva Alfonsín!”, o “Se van a cagar cuando gane Angeloz!”. El los saludaba, siempre amable, tranquilo. Ni se mosqueaba.
Cuando faltaba un mes para las elecciones recién empezaba a moverse. Iba solito, sencillito, vestido así nomás, como todos los días, sin hacer ruido, casa por casa. En el pago, la gente, amable como siempre, lo dejaba pasar, le cebaba mate con tortilla y todo. A veces llegaba a lo de uno que al parecer había pegado una tumba cabeza y estaba con los otros, no le importaba.
Pero en un momento de la charla, se largaba:
—Qué necesitas.
El otro empezaba con el pavimento de la calle, el foco de la esquina. Entonces lo trancaba:
—No te he preguntado eso, sino qué necesitas vos.
No fallaba, se iluminaba la cara del paisano.
—Necesito dos metros de arena y cuatro bolsas de porlan para terminar el piso de la casa.
—¿Y qué más?
—Alguito de mercadería para llegar a fin de mes. Y si puede, un colchón.
Anotaba en un cuaderno, decía:
—Hecho.
Y se iba a la casa del vecino. Ahí le pedían un pasaje de ida y vuelta para Buenos Aires, una mesa y seis sillas para el chango, que ahora vivía con la mujer. En la siguiente anotaba seis chapas y una garrafa. Y se iba nomás, anotando pedidos.
A los dos días llegaba el camión, le descargaban arena, le bajaban cinco bolsas de cemento y no cuatro como había pedido, arroz, fideo, harina, yerba, azúcar como para dos meses, el colchón y los afiches con la cara del líder y del partido político de esa elección. Así le iba dando a cada uno lo suyo, no se molestaba en hablarles de política, la situación del país, el contexto internacional ni pedía que lo ayuden a ganar, para qué, si después la gente iba solita a pedirle los votos. Y arrasaba en cada elección.
Pero, como le dije, un día se murió y empezó a tallar uno de los hijos. Tenía todas las mañas del padre. En el pago fue como si nada hubiera cambiado. Cuando llegaba el tiempo de la política le daba veinte metros de luz a los contrarios, un mes antes les hacía la manganeta mágica y el día de la elección, mientras los otros corrían de aquí para allá, hacían denuncias, hablaban con los máximos líderes del partido, organizaban asados pantagruélicos, él, tranquilo, daba indicaciones a uno u otro que venía a plantearle asuntos menores. A la noche su gente iba a pedir un choripán y su tetra y un encargado entregaba los pedidos. Todo burocrático, como si hubiera sido un trámite más.
Lo único que cambió fue el festejo. Ahora salían en caravana por el pueblo y terminaban dando una vuelta olímpica al cementerio para agradecer al finado, porque les había dado una mano desde el Cielo. Una persona tan buena, que había ayudado a la gente pobre, merecía estar con Tata Dios para siempre jamás.
Como le digo, las elecciones eran acontecimientos recordados, en un pueblo en que casi nunca pasaba nada, siempre lo mismo. Salvo cuando había nacimientos, bailes, muertos, carreras de caballos, riñas de gallos y casamientos.
Un día se corrió la bolilla de que la viuda del comisionado estaba de novia. Había quedado bien parada, dos casas en el pueblo, una en la ciudad, un campito que alquilaba a los santafesinos para soja, el almacén y la distribuidora de bebidas que administraban los hijos, y varias propiedades más, y joyas y viajes que le adjudicaba la gente que, como se sabe, es mala y comenta.
Otro día se anunció que la viuda se estaba por casar, parece que el novio también era viudo, pero pobretón, maestro jubilado y con eso le digo todo. Un sábado a la noche hicieron abrir el templo católico del pueblo, trajeron un cura de la ciudad y se casaron delante de los invitados y de los hijos de ambos. Para no perder la costumbre, después de la ceremonia salieron en caravana por el pueblo, adelante el auto de los novios y por detrás los invitados, meta tocar bocina.
La comadre de mi mama, doña Ambrosina, dijo:
—Capaz que rumbean pal cementerio a agradecerle al finao la lotería que se acaba de sacar este viudo.
Pero, ha visto, ¿no?, la gente es mala y comenta.
©Juan Manuel Aragón
©Juan Manuel Aragón
Fantástico, cuento????
ResponderEliminarL.Latgo...pero ...Interessnte
ResponderEliminarMuy bueno. Me ha gustado. Es así... la Patria se hizo a caballo...
ResponderEliminarHas descripto con asombrosa fidelidad lo que he presenciado en todos los años que trabajé en los pueblos de nuestro interior.
ResponderEliminarComplementaria el relato mencionando que una vez que el funcionario era reelecto, sus gestiones eran exclusivamente orientadas a beneficiar a los partidarios fieles. Con eso se terminaban asegurando de dar un mensaje claro para las elecciones siguientes.
Si venía un programa de cavar represas con tractor y pala provistos por el gobierno, solo se cavaban en las propiedades de los partidarios. Lo mismo con dotación de agua, semilla, y todo lo que le tocará a la región. Y así es como estos programas generalmente venían instruidos desde la gobernación.
Habrá cambiado eso?
Claro que no. Se ha sistematizado e institucionalizado.
EliminarFiel relato de la política.Pero ha no escandalizarse...que los multimillonarios ponen plata también, y mucha...para después recuperarla con creces...hacen al revés que las clases bajas, pero son mucho más corruptos...eso si...rubios y de ojos azules...
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