![]() |
Mercedes Aragonés de Juárez |
“No dejé registrados los diálogos que tuvimos en infinitas tenidas de té de las cinco en punto con muchos de ellos, sentados en la residencia, haciéndose los chiquitos”
Ellos me rodean, un enjambre, muchos, miles, no los conozco, no sé quiénes son, de dónde vienen, qué hacen, cómo es su casa, qué comen, por qué tantos. Saben, aunque sea lejana o equivocadamente, quién soy yo. Aunque sea de nombre la mayoría me conoce. Tuve que ser lo que no deseaba por defender el amor de mi hombre, hacer cosas que no debí haber hecho, ser testigo de lo que no quería saber. Por él.Esta era una provincia inmanejable, repleta de odios lugareños profundos, tradiciones superficiales, folklore insustancial y un carácter totalmente mediocre. Quizás nos equivocamos al montarnos sobre lo que ya existía, en vez de hacer el intento de crear algo nuevo. Pero así venían dadas las cosas, preferimos conservar el orden que nos había legado la historia, antes que rumbear detrás de nuevos horizontes.Al final, sacando todo lo que pasó en el medio, nos condenaron sólo por pretender la subsistencia de lo que ya era. No nos dimos cuenta de que el mundo había cambiado, no entendimos para qué lado iba y nos aferramos al viejo orden como si hubiera sido la última tabla que flotaba en el ancho mar de la Argentina.
Lo veía en los ojos de las que me escoltaron durante el último tiempo en la cima: no entendían de qué les hablaba cuando les contaba de mis viejas batallas, guerras perdidas y ganadas en un mar de tiburones embravecidos peleando por un trozo de poder. Limitadas, pobres mujeres, hacían visar los discursos repletos de ditirambos y falsas lisonjas que lanzaban hacia la única líder y conductora, que alguien había preparado para ellas y que deletrearían en la Legislatura con lágrimas en los ojos.
Separamos a los varones de las mujeres, no por algún prejuicio machista como se dijo por ahí, sino simplemente porque era más fácil manejarlos de esa manera, tenerlos a raya, hacerles saber quién mandaba. Sobreactuamos los escándalos de polleras de algunos sólo para advertir al resto que no nos importaba sacrificar un peón para seguir con vida.
Siempre supimos que todos estaban con nosotros por puro interés económico, bueno, todos no, pero eso sería otra historia. En ellos reconocí siempre la sonrisa interesada: querían desde una casa hasta un puesto en una escuela, desde un juzgado hasta la concesión de un servicio público, desde el nombramiento como agente de policía hasta un banco, desde un puestito de peón de patio de escuela hasta un código de descuentos para alzarse impunemente con el sueldo de los empleados públicos.
A muchos no les conocí la cara y, apenas caímos, nos dieron la espalda, los otros tendrían que haber venido a lamerme las manos todos los días del resto de sus vidas. No lo hicieron, qué me importa, al final nos pudriremos todos de la misma manera.
La diferencia es que yo me sentaba todos los días en un café a sentirlos hablar. Tranquila, porque sabía que muchos de los de más abajo, en el fondo me respetaban y no habrían dudado si les hubiera pedido que me siguieran en una hipotética, última, imposible batalla, aunque lo perdieran todo en el intento.
A los otros, que me debían lo que tienen, ya los estaba viendo, despreciándome con el mismo odio que sienten por todos los que —paradójicamente— no supieron ponerse a mi lado para conseguir las canonjías que gozan hasta hoy.
No dejé registrados los diálogos que tuvimos en infinitas tenidas de té de las cinco en punto con muchos de ellos, sentados en la residencia, haciéndose los chiquitos. Tampoco quiero recordar las interminables mañanas que pasé con otros, en mi despacho de gobernadora, cuando se apilaban expedientes esperando que los firmara. Hoy son anécdotas en el viento de las palabras de los que creyeron conocerme.
Esta mañana cuando dieron la noticia en la radio, en medio de la indiferencia de un Santiago que no es el mismo, sé que hubo un campesino que se enderezó al oirla, quedó pensando un rato y quizás se haya ido a un rincón, sola su alma, a derramar una sincera lágrima en mi memoria. Por ese santiagueño dimos todas las batallas que había que dar junto a mi hombre, por él sufrí la cárcel de mis enemigos, la ignominia de los exiliados, la traición de los canallas interesados, la indiferencia de los beneficiarios de sólidas prerrogativas que, repito, aún hoy siguen vivitas y facturando.
En este último tiempo de dolor ausente y retiro deliberado, creí ver a ese campesino, a lo lejos, en la equina de Belgrano y Libertad, detrás de mis anteojos oscuros, atisbándome como si no creyera lo que decían sus sentidos o parado en la vidriera del café al que iba a hacerme la de leer el diario.
En verdad sólo quería oir el ruido de la gente en las conversaciones de las mesas vecinas, el clamor de los bocinazos en las calles, el runrún constante de una ciudad que un día cualquiera me dio la espalda para siempre jamás.
Si hay Cielo, Purgatorio, Infierno, no me interesa. Lo único que espero es que, del otro lado, esté el que fuera el único, desesperado y loco amor que tuve en mis 96 años. Si es que existe la otra vida, estoy segura de que habrá hecho los arreglos necesarios para aguaitarme con los brazos abiertos y con esa masculina voz, ronca y tonante que bien conocían los santiagueños, decirme simplemente:
— ¡Ninita!
©Juan Manuel Aragón
Excelente, Juan Manuel.
ResponderEliminarCuentan que con su cartera arregló a varios dándoles por la cabeza y sin piedad . Muchos perdieron el pelo por los golpes pero prefirieron eso que salir con sus bolsillos flacos, aunque sin dignidad.
ResponderEliminarMuy bueno juan manuel...el sabado lo leo en la radio
ResponderEliminarAdiós Señora Nina, el vulgo la llora, los traidores hoy la desconocen, esos que ayer "daban" la vida por Usted y el Doctor hoy tienen su 4x4 y ya nada los conmueve solo piensan en el dinero malhabido, pero en el fondo son sólo, unos serviles infelices.
ResponderEliminarNo todo fué para nada Usted, ha dejado huella.
Qué descanse en paz.
Política dedicada, pero carente de talento , con una pobre oratoria, y variable carácter, demasiado, quizás cerca de la bipolaridad; sin duda era nada sin su marido, Carlos A. Juárez, derrotado por los nuevos tiempos políticos y por la edad fundamentalmente. Traicionó a Duhalde y a Kirchner, jugando a dos puntas, pues creyó que Menem podía ganar, allí lo intervinieron, y ya no tenía edad para luchar, no hubiera podido tampoco.
ResponderEliminarQue pluma!! Papaluu
ResponderEliminarHermoso tu relato, amigo.
ResponderEliminarNina fue y será símbolo de lo que ahora se llama "empoderamiento" feminista. Juárez sin Nina, podría ser Juárez. Pero Nina,.sin Juárez, no será nada. Co gobernó, con puño de hierro tanto a opositores como para adeptos. Una "zarina" no ilustrada. Una mujer que solo conocía como modales el atropello político.
ResponderEliminar