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Una misteriosa mujer pasea casi de madrugada, rondando los bares de la calle Roca, quienes la han abordado vivieron una experiencia que les cambió la vida
La primera parte de esta historia anda circulando en la ciudad de boca en boca, como suelen caminar casi todas las que importan a la gente. La casualidad hizo que un amigo me develara su resolución, pero me hizo prometer por todos los dioses habidos y por haber en el universo, que no develaría su nombre. Le pondremos Arnaldo Martínez, si bien en su documento no está consignado así, se le parece tanto que muchos adivinarán al toque, de quién se trata y yo habré complido la promesa.Dicen los que andan de noche, que muy tarde, pero siempre antes de que rompa el día, una misteriosa mujer pasea cerca de las confiterías y bares más conocidos de la calle Roca, caminando despacito, como invitando a que se le acerquen. ¿Cómo es? El conocido de un amigo que la ha cruzado cerca de la Roca y Libertad, vereda de San Valentín, dice que es una morocha bellísima, pero no pudo observarla bien porque justo iba con la novia y no correspondía que anduviera mirando otros jardines.La leyenda urbana también afirma que es simpática, cuando alguno se le acerca, siempre responde amablemente, no se hace la linda, tiene buena conversación y si le preguntan qué hace a esa hora, solita por una calle que después de cierta hora suele estar abandonada de las almas humanas, responde que salió de su casa a estirar las piernas. ¿Edad? Entre 30 y 40, por ahí. Nadie sabe cómo se llama, pero los mozos de los bares la llaman “La Dama de Noche”. Hasta aquí la leyenda.
Mi amigo Arnaldo, viejo conocedor de la farándula santiagueña, dice que conversar con ella puede convertirse en una experiencia terriblemente estimulante. Le pregunté si alguien había muerto por abordarla y respondió que hasta ahora nadie crepó estando con ella, pero todos salieron cambiados después de unas horas en su compañía.
—¿Es un hombre disfrazado de mujer? — pregunté.
—Es mujer, bien mujer, pero al menos a mí, la desilusión y el mundo que descubrió ante mis ojos vino por otro lado —respondió.
“¡Epa, epa!, era más interesante de lo que supuse”, me dije. Y lo animé:
—Contá, contá.
—Fue hace unos tres meses, una noche que habíamos tomando unos whiskies en el bar La Roca, con unos amigos. Salgo y la veo, venía como de la Mitre, cuando nos cruzamos le dije algo así como “buenas noches, preciosa" y me respondió con un “buenas noches”, seco, pero amistoso. ¡Para qué!, ahí nomás empecé a ir para el otro lado para acompañarla. Te digo, si la ves te encandila de tan bella, caminamos hasta la 9 de Julio, pero despacito, como alargando el momento. No vas a creer, pero empezamos una linda conversación. Eran las mil quinientas, igual le pregunté si quería tomar algo, pero me respondió que mejor fuéramos a su casa.—Rápida como petiso con colitis —acoté.
—Ahá. Me dijo que vivía cerca, podíamos ir caminando. Imaginate, a esa altura estaba más encendido que parlante de pastor evangelista. Le quise hacer un mimo en el camino, no lo permitió. Suave, pero firme. A punto estuve de arrepentirme, estaba pensando en una excusa, no sé, decirle que tenía algo que hacer, cuando llegamos a su casa.
—¡Qué momento!
—Para peor, en el camino me había ido dando cuenta de que era una mujer culta, como que algo no cuadraba entre el oficio que sospechaba que tenía y la elegante manera de expresarse. Uno siempre espera que sean mujeres que no han tenido la oportunidad de cultivarse, pobres chicas de la calle, como se dice. Pero ya estaba en el baile y me dije: “Que sea lo que Dios quiera”.
—¿Dónde vive?
—En la 25 de Mayo, a la vuelta de la Roca. Es una casa antigua, con muebles pasados de moda, pero no viejos y una enorme biblioteca. En el camino, como al pasar, me había dicho que viviríamos una experiencia única, inolvidable y muy íntima, lo que me puso, ¿sabe qué?, hecho un fuego. Me dejó en una sala enorme, rodeado de libros, se metió en una habitación y me pidió que la esperara. Pensé que ahí estaba la trampa y me preparé.—¿Qué pensabas?
—Ahora vuelve con un tipo, me matan, me violan o me hacen algo. Con decirte que me quedé de pie, y vestido, por las dudas. Al rato volvió, de pantuflas y con ropa más holgada, como de entrecasa, con un libro entre las manos. Lo abrió en una mesa y me contó que el abuelo, había vivido en Buenos Aires, y fue amigo de Jorge Luis Borges, quien le había regalado el único ejemplar existente de la mítica novela que había escrito a los 16 años.
— ¿Vos sabías que Borges no ha publicado ninguna novela? —me preguntó Arnaldo.
—Por supuesto.
—Bueno, yo no.
—¿Entonces?
—Me hizo sentar en un sillón y me comenzó a leer la novela inédita, así le decía, con voz pausada y firme, haciendo silencios en los momentos precisos. Yo quería que terminara rápido y fuéramos a los bifes. Pero más leía ella y más curiosidad me daba el libro. Hablaba de un hombre que vivía en el sur de Buenos Aires, donde terminaba la ciudad aquellos años, imagínate, y planteaba que estaba enamorado de una mujer, pero no era correspondido.
—¿Eso nomás?
—Sí, bueno, no, en el medio hay un muerto, es el padre del tipo y él sospecha que es ella la que lo ha matado. También tiene unos vecinos que pelean todo el día por macanas, y uno sospecha que más adelante se van a mezclar en la trama. Está tan bellamente contado que, te aseguro que, a vos, con lo te gusta la literatura y esas cosas, lo habrías disfrutado mucho más.
—¿Y después?
—Cuando terminó de leer el primer capítulo, por las ventanas entraba la luz del día, se incorporó y me avisó que debía irme. Ya me había olvidado de que había ido a otra cosa. Pero le respondí que quería saber cómo seguía la novela. Ella me dijo que quizás otro día, si se daba, quizás podríamos continuar, pero que ahora debía marcharme porque tenía cosas que hacer. Me despidió desde adentro, sin acercarse a la puerta. Al salir fue como si el sol de la mañana me golpeara, eran cerca de las diez del lunes y seguramente ya me habrían puesto falta en el trabajo.
—Ahá, muy bien.
—¡Qué momento!
—Para peor, en el camino me había ido dando cuenta de que era una mujer culta, como que algo no cuadraba entre el oficio que sospechaba que tenía y la elegante manera de expresarse. Uno siempre espera que sean mujeres que no han tenido la oportunidad de cultivarse, pobres chicas de la calle, como se dice. Pero ya estaba en el baile y me dije: “Que sea lo que Dios quiera”.
—¿Dónde vive?
—En la 25 de Mayo, a la vuelta de la Roca. Es una casa antigua, con muebles pasados de moda, pero no viejos y una enorme biblioteca. En el camino, como al pasar, me había dicho que viviríamos una experiencia única, inolvidable y muy íntima, lo que me puso, ¿sabe qué?, hecho un fuego. Me dejó en una sala enorme, rodeado de libros, se metió en una habitación y me pidió que la esperara. Pensé que ahí estaba la trampa y me preparé.—¿Qué pensabas?
—Ahora vuelve con un tipo, me matan, me violan o me hacen algo. Con decirte que me quedé de pie, y vestido, por las dudas. Al rato volvió, de pantuflas y con ropa más holgada, como de entrecasa, con un libro entre las manos. Lo abrió en una mesa y me contó que el abuelo, había vivido en Buenos Aires, y fue amigo de Jorge Luis Borges, quien le había regalado el único ejemplar existente de la mítica novela que había escrito a los 16 años.
— ¿Vos sabías que Borges no ha publicado ninguna novela? —me preguntó Arnaldo.
—Por supuesto.
—Bueno, yo no.
—¿Entonces?
—Me hizo sentar en un sillón y me comenzó a leer la novela inédita, así le decía, con voz pausada y firme, haciendo silencios en los momentos precisos. Yo quería que terminara rápido y fuéramos a los bifes. Pero más leía ella y más curiosidad me daba el libro. Hablaba de un hombre que vivía en el sur de Buenos Aires, donde terminaba la ciudad aquellos años, imagínate, y planteaba que estaba enamorado de una mujer, pero no era correspondido.
—¿Eso nomás?
—Sí, bueno, no, en el medio hay un muerto, es el padre del tipo y él sospecha que es ella la que lo ha matado. También tiene unos vecinos que pelean todo el día por macanas, y uno sospecha que más adelante se van a mezclar en la trama. Está tan bellamente contado que, te aseguro que, a vos, con lo te gusta la literatura y esas cosas, lo habrías disfrutado mucho más.
—¿Y después?
—Cuando terminó de leer el primer capítulo, por las ventanas entraba la luz del día, se incorporó y me avisó que debía irme. Ya me había olvidado de que había ido a otra cosa. Pero le respondí que quería saber cómo seguía la novela. Ella me dijo que quizás otro día, si se daba, quizás podríamos continuar, pero que ahora debía marcharme porque tenía cosas que hacer. Me despidió desde adentro, sin acercarse a la puerta. Al salir fue como si el sol de la mañana me golpeara, eran cerca de las diez del lunes y seguramente ya me habrían puesto falta en el trabajo.
—Ahá, muy bien.
A la salida del trabajo me fui a la librería de la 9 de Julio, pasando la Independencia y compré un libro de Borges, “El informe de Brodie”. Cuando lo terminé compré otro y después otro y otro más. Ahora estoy empeñado en leer a todos los clásicos.
—¿No has vuelto a la casa de la morocha?
—Eso es lo más increíble…
—Qué.
—¿Vos sabes que no me acuerdo cuál era la casa?
—No digas, che.
—Te digo. Ni siquiera me acuerdo si era en la 25 de Mayo entre Pellegrini y Avellaneda, entre Avellaneda y 9 de Julio o entre 9 de Julio y Urquiza. ¡No me acuerdo!
—¿La has buscado bien?
—Por supuesto, he pasado varias veces por esa calle, reconstruyendo mis pasos, pero no hay caso, no la encuentro.
—Qué pena, te has perdido la morocha.
—Sí, pero desde esa noche leo mucho más que antes, báh, ahora leo libros de toda clase de autores. El último libro que había leído desde hacía muchos años era el Astolfi de tercer año. Cuando termine Cien años de soledad, tengo reservado uno de Roberto Fontanarrosa y me he dado cuenta de una cosa. Quizás te vas a reír.
—No, decí nomás.
—Ya no sé si quiero hallar a la morocha, aprendí la lección. Antes de eso que te conté andaba como ciego, la televisión, el telefonito, Netflix, son cosas que te embrutecen. Con decirte que después de muchos años, el domingo pasado apagué el teléfono del todo y me dediqué a mis hijos, a mi mujer. Tenía razón ella, ¿cómo le dicen?, La Dama de Noche. Me hizo vivir una experiencia alucinante.
—¿Sí?
—¡Claro!, me cambió la vida.
©Juan Manuel Aragón
—Eso es lo más increíble…
—Qué.
—¿Vos sabes que no me acuerdo cuál era la casa?
—No digas, che.
—Te digo. Ni siquiera me acuerdo si era en la 25 de Mayo entre Pellegrini y Avellaneda, entre Avellaneda y 9 de Julio o entre 9 de Julio y Urquiza. ¡No me acuerdo!
—¿La has buscado bien?
—Por supuesto, he pasado varias veces por esa calle, reconstruyendo mis pasos, pero no hay caso, no la encuentro.
—Qué pena, te has perdido la morocha.
—Sí, pero desde esa noche leo mucho más que antes, báh, ahora leo libros de toda clase de autores. El último libro que había leído desde hacía muchos años era el Astolfi de tercer año. Cuando termine Cien años de soledad, tengo reservado uno de Roberto Fontanarrosa y me he dado cuenta de una cosa. Quizás te vas a reír.
—No, decí nomás.
—Ya no sé si quiero hallar a la morocha, aprendí la lección. Antes de eso que te conté andaba como ciego, la televisión, el telefonito, Netflix, son cosas que te embrutecen. Con decirte que después de muchos años, el domingo pasado apagué el teléfono del todo y me dediqué a mis hijos, a mi mujer. Tenía razón ella, ¿cómo le dicen?, La Dama de Noche. Me hizo vivir una experiencia alucinante.
—¿Sí?
—¡Claro!, me cambió la vida.
©Juan Manuel Aragón
Excelente Juan.
ResponderEliminarMuy bueno, Juan Manuel!
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