Empanadas |
Se trata de una comida o tentempié que figura en casi todas las celebraciones, tanto de los ricos como de los pobres de la Argentina
La empanada sabía ser la más bella y saborida de todas las comidas del pago y de muchos otros lugares. Siempre se sabía acordar de que tenía parientes en todas las provincias. Su esencia era justamente, ser empanada: carne de vaca, de gallina, de bagre, de cualquier cosa, pero cubierta con masa de tortilla o pan. Nada la afectaba, duró mucho dando vueltas de un lugar a otro, adaptándose a los cambios que le propuso el mundo.Cuando en todas las casas había una parra, llevaba pasas de uva, luego la gente pasó a vivir en departamentos o casas diminutas y aceptó la discusión sobre si debía llevarlas en su vientre o ir sin ellas. Cuando el horno de barro era el único, le gustaba su mismo ser siendo, cuando pasó a existir el de gas, con gusto se cambió al gas, ¿tiene o no huevo?, ¿cuánto de cebolla?, ¿jugosa o más bien seca?, ¿es permitida la aceituna?, ¿y cebolla de verdeo debe llevar?, ¿comino sí o comino no? ¿con ají picante o sin?, ¿qué decir de los trozos de papa que le agregan los pobres para amucharlas? Son discusiones que todavía hoy siguen con alegría, quienes la tienen por una comida rica, quizás la más exquisita de entre todas las que dejaron los conquistadores españoles en estos pagos.Ha pasado por las mesas de poderosos y adinerados empresarios y estaba todos los días también en mostradores de madera, en las tablas de un taller mecánico, sin oropeles, en alejados y paupérrimos barrios de las ciudades. Es tentempié de grandes celebraciones en palacetes de lujo, figuraba en el menú de los saraos de embajadas argentinas alrededor del globo, y acompaña las fiestas que se organizan en patios de tierra humildes y sin pretensiones de grandeza, porque era de todos y para todos. Se trataba de uno de los bocadillos para comer a mano omás, más republicanos de entre los que daban vueltas en fogones y cocinas argentinas.
Además, como una ventaja de su popularidad, en una de esas, era posible que saliese exquisita hecha en un horno de barro calentado con leña, en medio del bosque más alejado de la civilización occidental y cristiana, a la orilla de un rancho cuajado de vinchucas o ser incomible la de un lujoso salón con arañas de cristal tintineando por el viento llegando de un verde prado, servida en bandejas de plata por elegantes mozos de guantes, y zapatos charol y espejo.
Lo bueno que tenía es que ninguna buena cocinera había alcanzado una receta definitiva y todas la tenían. Su corte y confección, necesariamente a mano, le otorgaba, en los hogares en los que era pitanza de fiesta de guardar, el sabor a madre que necesariamente la hacía más fina y delicada, más familiar, siempre con gusto a feliz niñez con pantalón corto y abuelos, tíos, padres, hermanos, primos padrinos, reunidos felices un domingo, una Navidad o un fin de año de hace mil siglos, en la casa aquella que bien se recuerda y que el abandonado viento del olvido demolió para siempre.
A su alrededor se sellaron promesas de amor eterno, se discutieron políticas que llevaron a la felicidad o al infortunio de muchos pueblos, hubo risas y llantos, por sobre sus repulgues los novios se cruzaron miradas y los enemigos sellaron un pacto, después de ella hubo reconciliaciones o amores contrariados que jamás volvieron a cruzar sus vidas.
También fue comprada y vendida, cómo no. Hizo famosos algunos lugares que la servían caliente, recién salida del horno y arruinó reputaciones de quienes, por no conocer su verdadero valor, no la supieron cuidar y la entregaron fría y mustia, con la grasa cuajada y el repulgue sin su necesaria y primigenia crocantez. De todo tuvo en su historia, alegres frituras que la dejaron morocha y feliz y hornos de infierno que la hicieron salir con el lomo chamuscado, señal patente de su justa medida y su exacto tiempo de ardiente sabor criollo.
Cuando llegó a Buenos Aires, que otrora supo ser la capital de los argentinos, otros sabores y otros gustos la volvieron más cosmopolita e internacional. Y se hizo de jamón y queso, de verdura, de extraños pescados de mar y de los mil y un sabores que la cocina actual reserva para la recreación de las grandes tradiciones culinarias universales. No se ofenden los napolitanos si la pizza toma formas y gustos diversos en todos los bordes del chato mundo, tampoco los mejicanos hacen cuestión si los tacos no son en Santiago del Estero iguales a los de Michoacán y los japoneses se resignaron a que cualquier pescado crudo, un atrevido que nunca se subió a un barco nipón, le diga sushi.
La empanada tampoco se ofendía, pues llegó a España transportada por los árabes a lomo de camello por grandes desiertos. Los árabes a su vez la habían tomado de los persas y ellos quién sabe a qué pueblos más lejanos aún la habrían copiado. La España conquistadora de mundos la hizo cruzar el mar, la afincó en América y en estos pagos se hizo más argentina que el dulce de leche, más norteña que el duro guayacán de negro corazón y amable sombra.
Pero ahora, vea usté, un mal de la modernidad la acecha detrás de una ideología extraña, autodestructiva, fatalmente estéril. Dicen que la quieren volver vegana, hecha con harinas especiales, fabricadas con certificados que cuestan un ojo de la cara, verduras implantadas en huertas con tierra sin ningún fertilizante artificial, de cebolla y lechuga llevada a la cocina en las manos de quienes las deben preparar, todo lo cual la volverá un bocadillo de super lujo para unas cuantas mojigatas (más gatas que otra cosa), que gustan de lo exótico, lo nuevo, lo que está de moda, lo que no sirve para nada. Hay más, dicen que, una vez impuesto su gusto, prohibirán la otra, la anterior, la criolla, la hecha en horno de barro, pues también es posible que la coman cruda para no usar combustibles, fósiles, vegetales, animales ni de ninguna clase.
De todo le ha sucedido a la empanada en su caliente exitencia, pero ha dicho a sus compañeros de toda la vida, el asado, el lechón, el cabrito, la pizza, los sanguchitos de miga, el quipi, que solamente contra la estupidez no va a pelear. Que, si la quieren dejar de lado para siempre, que la dejen nomás, ella se banca ser un recuerdo de una especie extinta bajo las garras de la modernidad más furiosa, que es la de los apasionados de quimeras vacías, fanáticos de la esterilidad y la frigidez de la vida con sabor a aire, a nada.
Las futuras generaciones no sabrán lo que se han perdido.
Juan Manuel Aragón
A 4 de agosto del 2024, en la Invernada. Pelando una gallina.
Ramírez de Velasco®
Por las dudas, hoy hay que comer, aunque sea, una empanada.
ResponderEliminarMe gustaría comerlas en este mismo instante, pero la hiciste muy larga , grande y jugosa que ya no le sentiría el sabor .
ResponderEliminarUd dice que las chiquitas son mejores? . Comparto con ud. aunque sean jugosas.
ResponderEliminarY que pasa si no se colocó el gorro y tiene pelos ?
ResponderEliminarLa que tiene paps no es empanada. Es pastel y se hace frito.
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