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Ilustración del momento de la bomba |
El 4 de mayo de 1886, explotó una bomba en la plaza Haymarket de Chicago cuando estaba repleta de gente
El 4 de mayo de 1886, explotó una bomba en la plaza Haymarket de Chicago cuando estaba repleta de gente. Unas 1.500 personas oían hablar a líderes obreros sobre la jornada de ocho horas. Era de noche. Una llovizna fina caía sobre los adoquines. La policía llegó con 180 agentes pues quería dispersar a la multitud. El ambiente estaba tenso. Nadie esperaba lo que pasó.La bomba llegó de algún lugar entre la gente. Nadie vio quién la lanzó. El artefacto era simple, probablemente dinamita casera y estalló cerca de los policías. Siete murieron. Decenas quedaron heridos. La metralla cortó el aire. Algunos civiles también cayeron. El ruido fue seco y fuerte. El humo se mezcló con la llovizna. La plaza quedó en desorden. Los agentes dispararon después. Las balas alcanzaron a varios en la multitud. No está claro cuántos murieron ahí. Los números varían. Algunos dicen once civiles. Otros, menos.El origen de la bomba quedó en sombras pues nadie reclamó haberla arrojado. No hubo testigos directos, sólo algunos vieron una figura moverse entre la gente antes del estallido. Nadie pudo describirla. La policía buscó pistas, pero encontró poco.
Fragmentos del explosivo quedaron en el suelo. No llevaban a nadie. Las autoridades culparon a los anarquistas. Dijeron que era su estilo. Pero no había pruebas firmes. Los rumores crecieron. Unos hablaban de un hombre con abrigo largo. Otros, de un grupo escondido. Nada se confirmó.
El caos dejó más preguntas. ¿Quién hizo la bomba? No se supo. ¿Cómo llegó a la plaza? Nadie lo explicó. La multitud era grande. Cualquiera pudo haberla llevado. Algunos testigos que hablaron después dijeron cosas vagas. Uno afirmó haber visto una chispa en el aire. Otro, una mano que lanzó algo. Las historias no coincidían. La policía interrogó a muchos. Sacaron confesiones dudosas. Ninguna aclaró el misterio.
Los acusados fueron ocho obreros, Albert Parsons, August Spies, George Engel, Adolph Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, Samuel Fielden y Oscar Neebe. El juicio los señaló, dijeron que planeaban violencia, pero no tenían un vínculo directo con la bomba. Las pruebas eran palabras sueltas, testimonios de segunda mano. De todas maneras los fiscales insistieron. El jurado escuchó. Condenaron a siete a muerte. A Neebe, a prisión. Pero el lanzador real no apareció. Si fue uno de ellos, no se probó. Si fue otro, se perdió en la noche.
La bomba dejó un velo oscuro. La plaza quedó marcada por el sonido. Los muertos fueron contados. Los heridos, atendidos. Pero el quién y el porqué no salieron a la luz. La investigación se cerró sin respuestas. Los diarios hablaron de conspiraciones. La gente susurraba teorías. Un anarquista solitario. Un agente provocador. Un error. Todo quedó en el aire. El 4 de mayo terminó con sangre y silencio. El misterio no tuvo fin. La bomba fue un eco sin fuente. Chicago cargó con la duda, desde ese día y para siempre.
Juan Manuel Aragón
Ramírez de Velasco®
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