Kakuy de la plaza de Loreto |
Fantasmas, aparecidos, espectros, espíritus, sombras, preocupados por una época que se acabó
A veces suele venir la Mujer de Blanco, es una de las pocas que quedó con trabajo después de que tumbaran el bosque que antes sabía ser. La última vez contó que laburaba de llorona en la orilla de los pueblos. Espera que se acercaran dos o tres changos, si andan machados mejor. Y se larga a llorar a los alaridos. Con eso suficiente.
La Telesita está vieja para venir a las reuniones, se le aparecía a la gente cuando salía de las fiestas, danzaba en medio del polvaderal y después desaparecía en medio de una chacarera antigua. Pero eso era cuando los bailarines volvían en sulky de los carnavales, ahora andan en moto, en auto, en cuanto quiere salir al cruce para hacer sus malabares ya le han pasado a toda velocidad y debe hacerse a un lado por miedo de que la choquen. Además, le duelen los huesos, poco ve y no tiene plata para los anteojos. Y está grande para seguir dándose aires de mocita.
Todos andamos más o menos igual, la mulita negra que se aparecía en los caminos, el pájaro que volaba delante de los caballos tirando al suelo a los jinetes, el Petiso, que vuelta a vuelta los hacía sonar a los changos, la famosa Almamula, el Perro Familiar que se vino de los ingenios cuando mecanizaron la cosecha y lo despidieron, sin indemnización, esos maulas patrones tucumanos.
Espantos, aparecidos, fantasmas, espectros, quimeras, sombras, espíritus, visiones, duendes, oscuridades y monstruos de todo pelaje, marca y señal hemos quedado de patitas en la calle. Somos peor que nadie, vagando extramuros de los pueblos, aguaitando que regresen los jinetes del vino alegre de las fiestas de fin de año, las parejas buscando oscuridades protectoras, las madres acompañando a las hijas luego del baile.
Los puebleros de ahora pasan en sus rodados a toda velocidad, ni siquiera miran por las ventanillas, oyen música o vaya a saber qué cantos del averno con esos cosos que tienen todo el día en la oreja. Y cuando el abuelo les cuenta de ese otro mundo que había antes de que nacieran, dicen que es mentira. Dejá de hablar macanas, viejo, le responden.
Qué nos van a respetar a nosotros, humo de humo en el devenir de los pueblos, si ni siquiera acatan lo que les narran los viejos de las propias familias. Tumbaron los bosques que habitábamos, cerraron los bailes de antaño, dejaron las casas y se olvidaron del aljibe, la represa, el corral de los terneros, las gallinas, el mortero, la alegre mesa del mediodía y el silbo de la perdiz. Cuando se estaban yendo del todo, tiraron a la banquina los pelos de la cola de vaca que usaban para colgar los peines, sólo porque no era de plástico.
En el pueblo los esperaba el barrio, el amontonamiento de vivir uno al lado del otro, el calor del pavimento, el ruido a toda hora, el ómnibus como vehículo cotidiano, el sueldo que no les alcanza ni para comprar un alfiler, el préstamo con un usurero, pero eso sí con aire acondicionado, entre otros males cotidianos. Ahora tienen todos los leones, tigres, jirafas y elefantes que quieren, pero en la televisión, porque en vivo y en directo como miraban antes las catitas, las urpilas, las acatancas, las cabras del chiquero, la lechuza y la mula del sulky, ya nunca más.
Por ahí un cansado remisero se detiene en un semáforo y aprovecha para pensar un ratito en el pago, lejano en lo lindo que sería volver un día de estos. Tal vez recuerda las noches de invierno, regresando a la casa montado en su mula, sintiendo el frío sudor del miedo porque el animal levantó las orejas y mira algo en la oscuridad sin luna de esos montes. Pero le dan el verde, y tiene que seguir.
Somos cascajos de un tiempo que necesariamente había de terminar.
Y se acabó.
©Juan Manuel Aragón
Espantos, aparecidos, fantasmas, espectros, quimeras, sombras, espíritus, visiones, duendes, oscuridades y monstruos de todo pelaje, marca y señal hemos quedado de patitas en la calle. Somos peor que nadie, vagando extramuros de los pueblos, aguaitando que regresen los jinetes del vino alegre de las fiestas de fin de año, las parejas buscando oscuridades protectoras, las madres acompañando a las hijas luego del baile.
Los puebleros de ahora pasan en sus rodados a toda velocidad, ni siquiera miran por las ventanillas, oyen música o vaya a saber qué cantos del averno con esos cosos que tienen todo el día en la oreja. Y cuando el abuelo les cuenta de ese otro mundo que había antes de que nacieran, dicen que es mentira. Dejá de hablar macanas, viejo, le responden.
Qué nos van a respetar a nosotros, humo de humo en el devenir de los pueblos, si ni siquiera acatan lo que les narran los viejos de las propias familias. Tumbaron los bosques que habitábamos, cerraron los bailes de antaño, dejaron las casas y se olvidaron del aljibe, la represa, el corral de los terneros, las gallinas, el mortero, la alegre mesa del mediodía y el silbo de la perdiz. Cuando se estaban yendo del todo, tiraron a la banquina los pelos de la cola de vaca que usaban para colgar los peines, sólo porque no era de plástico.
En el pueblo los esperaba el barrio, el amontonamiento de vivir uno al lado del otro, el calor del pavimento, el ruido a toda hora, el ómnibus como vehículo cotidiano, el sueldo que no les alcanza ni para comprar un alfiler, el préstamo con un usurero, pero eso sí con aire acondicionado, entre otros males cotidianos. Ahora tienen todos los leones, tigres, jirafas y elefantes que quieren, pero en la televisión, porque en vivo y en directo como miraban antes las catitas, las urpilas, las acatancas, las cabras del chiquero, la lechuza y la mula del sulky, ya nunca más.
Por ahí un cansado remisero se detiene en un semáforo y aprovecha para pensar un ratito en el pago, lejano en lo lindo que sería volver un día de estos. Tal vez recuerda las noches de invierno, regresando a la casa montado en su mula, sintiendo el frío sudor del miedo porque el animal levantó las orejas y mira algo en la oscuridad sin luna de esos montes. Pero le dan el verde, y tiene que seguir.
Somos cascajos de un tiempo que necesariamente había de terminar.
Y se acabó.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno
ResponderEliminarExcelente
EliminarExcelente reflexión!
ResponderEliminarExcelente Juan. Repito excelente!!
ResponderEliminarTAAA BUENOOO
ResponderEliminarMelancólico y si, eran tiempos con más poesía!!!
ResponderEliminarSsi es tal cual. Del monte a los arrabales del conurbano bonaerense a yrabajad en el servicio doméstico o ayudante de albañileria; la típica. Con el tiempo y gran esfuerzo, terrenito y casita precaria, que luego van mejorando, pero volver al rancho del monte, nunca. Y esto me trae a colación a don Asensio cuyas hijas se fueron hace tiempo y lo invitan a visitarlas luego de insistir en varias ocasiones. Don Ascencio va, y ya de vuelta secjunta con un paisano amigo, quien le pregunta como le fue; bien dice el hombre, lo único es que
ResponderEliminar¡ todos los días a bañarse, ni que fuera caballo de carrera!
JUAN MANUEL QUE LINDO, ESTA HERMOSO, TU RELATO Y RECORDACION TANTOS ESPANTOS QUE TENIAMOS NOSOTROS CUANDO ÉRAMOS CHICOS
ResponderEliminarPara nada. En todo final se esconde un comienzo. ¿Qué hay de los nuevos espantos urbanos? El invierno es la época precisa del año cuando salen a merodear en la autopista, aterrorizan a los canas en los móviles, y mueven al miedo a lo largo de la Colón, la Aguirre vieja y en la avenida de circunvalación y aledaños. Atenti.
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