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CUENTO Cara al sol

El himno de la Falange

“La médica seguía viniendo de vez en cuando, sólo que ahora tenía el cabello moro como alpargata de pintor”


A veces pasaban días y no lo veíamos, sabíamos que estaba porque a la madrugada venía a comer lo que le dejaba mi madre en un plato cubierto con un repasador, sobre la mesa de la cocina. Otras ocasiones alguno llegaba tarde de la farra, a la noche, y lo topaba saliendo de su piecita, en el fondo, recién despertado.
Algunos vecinos lo veían llegar de vuelta, a la mañana tempranito, comentaban que tenía un aire antiguo, sería por la ropa que, según decía la tía Martita, era del tiempo de Perón, pero no cuando volvió de España sino cuando lo largaron de Martín García.
Para los chicos no era extraño tener un tío viviendo en una piecita en el fondo de la casa, que siempre, pero siempre, siempre, estaba con la puerta cerrada. Cuando nacieron ya estaba instalado ahí. Si los compañeros de escuela o los vecinos le preguntaban por él, no sabían por qué tanta curiosidad morbosa. “¿No vive nadie en el fondo de tu casa?”, le preguntó una vez mi hermano Eufemiano a un amigo, mientras jugaban a los soldaditos.
De vez en cuando solía venir con una misteriosa mujer de cabello azabache, una morena de dadivosas caderas y una risa cantarina que llenaba la pieza del fondo  de pajaritos y otras cosas raras apenas entraban. Alguien averiguó que era médica y trabajaba en el hospital.
Nunca la quiso presentar a la familia, mi madre y las tías cambiaban de tema si las vecinas aveiguaban. El abuelo se preguntaba de dónde sacaba plata para semejante gasto, pero nunca nadie le preguntó quién era, cómo la había conocido, de qué barrio venía o, algo que nos estaba empezando a dar curiosidad a los varones, cuál era su especialidad.
Mi madre nos decía que nos quedemos despiertos hasta tarde en la noche, esperando que se levante, para que nos explicase alguna lección de historia o geografía, que eran las que más entendía. A Eufemiano una vez le enseñó una materia que por aquel entonces se llamaba Educación Democrática y al día siguiente casi lo corren de la escuela por la apología que hizo del régimen corporativo de gobierno, con alabanzas a Francisco Franco y la entonación del “Cara al sol” en medio de la clase. Por si fuera poco, hizo el saludo romano, explicó de qué se trataba, alabó a los pretores llevando los fasces y espantó sobremanera a la profesora, que llamó urgente a mi padre a que diera explicaciones de tamaña insolencia.
“Ya va a ver ese”, le dijo mi padre. Y no solamente no le dijo nada, sino que se desternillaba de risa, cada vez que contaba la anécdota. “Cantar ´Cara al sol´ en clase, nunca se me habría ocurrido”, dijo ese medio
día, durante el almuerzo, en medio de carcajadas de alegría.
Pero la noche siguiente media docena de compañeros de Eufemiano fueron a que el tío también les diera clases de aquello tan distinto, tan lleno de vida y tan interesante que habían oído en la escuela. Mucho tiempo estuvo hablándoles del asunto, cada vez venían más chicos, hasta que una noche, eran tantos, metían tanta bulla, que mi madre los corrió. Entonces lo esperaban en la plazoleta de la esquina, para oír viejas doctrinas, que guardaban en sí mismas, la fascinación por lo antiguamente siempre nuevo.
Hasta que ya no les quiso hablar más del asunto. Uno de sus, digamos alumnos, comprendió que se había dado cuenta de que era inútil. “Supongamos que ustedes convencen cada uno, a otro más de estas ideas, si se sigue de esa manera, en poco tiempo habrá muchísimos adeptos, ¿no?”, recordó que les dijo. Luego agregó: “El problema es que afuera de esta burbuja —abrió los brazos abarcándolos— el mundo hace propaganda de lo contrario de una manera feroz y despiadada y, a pesar de que, desde 1789 es así, siempre muestra a sus propios seguidores como revolucionarios, que han descubierto algo que les parece una novedad”. Y remató: “Las ideas que en la actualidad dan vueltas por el mundo, son tan viejas que cuando nacieron ya estaban arrugadas, pero tienen propagandistas tan fenomenales que, una vez tras otra hallan incautos para engañar con sus burdos maquillajes”.
Varios de aquellos muchachos luego abjuraron de las doctrinas que les había inculcado noche tras noche durante un buen tiempo, otros quedaron aleccionados para siempre, convencidos por aquellas charlas del tío. ¿Pregunta si al sobrinaje le quedaron algo de las charlas? No, amigo, no fuimos a ninguna, las sabíamos desde antes, por mi padre. Eso sí, como suele suceder en estos casos, las mujeres de la familia eran las que tenían ideas más firmes y buen puestas. Eran nacionalistas de pelo en pecho, calculaba mi  madre.
Muchos años después de aquello  varios no vivían en la casa, murieron mi tía Marta, mi papá y varios vecinos que todos los días iban de visita, Eufemiano también se casó y se mudó. 
Mi madre, ya vieja, chancleteaba lento del dormitorio a la cocina y el tío seguía en su piecita, más firme que patada de allanamiento. La médica seguía viniendo de vez en cuando, sólo que ahora tenía el cabello moro como alpargata de pintor y él seguía pasando por la casa, cada noche, silencioso y cada vez más invisible.
Una noche que estábamos festejando un cumpleaños de no me acuerdo quién, se presentó en la mesa y todos creímos que era su espectro: flaco, desaliñado, gris, con la ropa que, ahora sí todos nos dábamos cuenta de que era de antes, pero de antes de todos los antes que daban vueltas en el barrio. Se sentó con nosotros, pero nadie notó que estaba, a pesar que no compartía nada en familia desde hacía más de cuarenta años. Comió, hizo algún comentario, del tipo: “Qué rica que está la ensalada rusa” Y antes de salir a la calle hizo una reverencia.
Al día siguiente mi madre despertó a una de mis hermanas y le dijo que llamara a la funeraria para que trajeran el cajón porque el tío había crepado: “¿Cómo sabe, mamá?”, le preguntó la otra. “Porque tiene la puerta de la piecita abierta, algo que él no haría ni ebrio ni dormido”. Más tarde, cuando llegaron los de negro, me mandaron a acompañarlos. Estaba caído al lado de la cama, seco, muerto, como había predicho la vieja.
Al velorio vino poca gente, más que nada porque casi todos sus amigos eran canillitas, mozos, despachadores de combustible, prostitutas, toda gente que trabaja de noche y no se enteraron. También estuvo la médica, vino con tres niños, dos varoncitos y una chica, todos parecidos a él. Pero nadie preguntó nada. No correspondía.
En el velorio, un rayo de luz entró por la claraboya de la cocina y le dio directamente en el rostro. Los hermanos nos miramos y después supimos que en ese instante habíamos pensado lo mismo: “Cara al sol”, por supuesto, justo a él que era tan luminoso, a pesar de que siempre vivió de noche.
©Juan Manuel Aragón
Barrio Huaico Hondo, 6 de noviembre del 2022

Comentarios

  1. Cristian Ramón Verduc6 de noviembre de 2022, 8:48

    ¡Qué bueno! Muy bueno.

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  2. Muy cierto 👍 y muy bueno Juan
    Es tal cual !! La descripción es perfecta
    Toda la razón de eso no se habla!!
    Arq lopez ramos

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  3. Muy bueno, Juan Manuel!!👏👏👏

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