Tío Nico, sabor santiagueño |
Breve ensayo para pensar en las fanáticas que se tiran e los pelos y berrean cada vez que sus cantantes favoritos vienen a la Argentina, qué zoncera, carajo
A veces pienso en esos divos de la música que cuando van a otro país tienen antojos carísimos como condición previa para cantar: sábanas de hilo, velas aromáticas, agua embotellada de tal marca, topísimas chicas rubias para elegir, comida vegana, tomates cultivados en su salsa, autos de tal marca para que lo lleven hasta el teatro, sushi preparado por cocineros japoneses, televisores inmensos para verse a sí mismos todo el día. Pienso que son cosas que hacen de puro orilleros nomás que son.Si fuera igual de ordinario que esos Luismis o Rickis pediría para bañarme una piscina llena con agua del río Dulce y no extrañar las zambullidas con los changos, que no falte el matecocido ni el chipaco, mecheros a querosén en el camarín y a la noche que pongan grabaciones de cantos de ranas a coro y sapos represeros en la habitación. Rubias no pediría, porque iría con mi mujer: si me acompañó en las bravas, justo es que en las buenas también la conserve a mi lado.En serio che, me parece una vergüenza que un tipo exija que le cumplan sus caprichitos de niño por cantar algo que todo el mundo tiene grabado en el teléfono. Más vergonzoso es hacer filas de varias horas para sacar una entrada para verlo. Oiga, si va a cantar, es decir percibiré su arte con mis oídos, ¿para qué quiero verlo?, ¿para comprobar que él es el que vocaliza y no otro?
Solía haber en el mundo fanatismos por personalidades del arte, el deporte, la ciencia, la política. Pero eran delirios moderados. Es casi seguro que Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa o Los Fronterizos habrían salido huyendo si los hubiera estado esperando una horda de jovencitas histéricas, llorando a los alaridos, arrancándose los pelos, aullando como perras que han comido vidrio.
El fanatismo de antes llevaba a que alguno, por ahí tuviera todos los discos de su cantante preferido, supiera de su vida y hasta tuviera alguna anécdota de cuando tocó o cantó en su ciudad. Pero no llegaba al extremo de creerlo un semidiós, un prócer intocable, un genio de alturas inalcanzables, che. Era igual a Jaimito, ponele, el vecino, que también tocaba la guitarra, con algo más de talento y suerte.
Pero nada más, che.
Tampoco la pavada.
Para ser un auténtico fanático de alguno en los tiempos que corren, hay que tener todos sus discos, conocer de memoria todas sus canciones, haberlo visto en todos los conciertos (o como quiera que les digan ahora), tener sus figuritas, sus posters, haber intentado sacarse fotos, aunque sea con los “plomos” de sus espectáculos, guardar carpetas con los recortes de diarios y revistas en que lo nombraron, insultar por Feibu a todo el resto del mundo de la música.
Y más.
Leer más: Falacias, nadie esconde la cabeza como el avestruz, porque el avestruz no esconde la cabeza bajo tierra, es mentira
El lastimoso espectáculo de cientos de chicas durmiendo en carpa durante días enteros hace pensar en un concierto del fin del mundo y sin esperanzas de redención, solamente para volver a la casa y contar a los amigos que estuvo a cien metros del ídolo. Pasar frío, calor, cansancio, incomodidad, quizás como no lo harán con los padres enfermos, con un abuelo que los necesita.
Cuando cerró el bar “Odio y Rencor” de los Cabezones Paz, sus amigos salieron por toda la ciudad a buscar otro sitio que ofreciera las mismas incomodidades y no había, eso que buscaron. Era más o menos lo mismo, nada más que en este caso, se intentaba recrear un tiempo mágico de Santiago, con la Rosa en la cocina, el aire acondicionado que empezaba a funcionar cuando la temperatura marcaba 60 grados a la sombra, los cubitos de hielo que te quedaban debiendo y Santiago Carrillo, eternamente sentado, aguardando a los amigos en una mesa central, mirando al frente, sin pedir ni un cortado.
Si algún día me contrataran como máxima estrella musical de un mega espectáculo, exigiré tener bagres frescos para comerlos en milanesa, yerba Yi—Yi con la que matearé todo el día, que lleven mi bicicleta doble caño para pasear de incógnito por barrios lejanos, de cualquier lugar del mundo en que me encuentre, igual que en Santiago, que nadie me juna en mis diarios pedaleos. Y, por favor, que a mi mujer no le falten los ingredientes para cocinarme un buen guiso, como los que me hace aquí. Con fideos Tío Nico, por favor. Los mejores.
Después me tiraré en esas camas de tres hectáreas de superficie que tienen los hoteles cinco estrellas según muestran en las películas, Haré zapping degustando moroncitos entre mate y mate. Abajo, en la calle ladrará el chinitaje emocionado. Desde el cuarto saldré a cada rato a saludar y ver cómo se desmayan de la emoción, sudan, se tiran los pelos, tiemblan, pierden el tiempo, ¿no? Si soy un tipo parecido a su tata, a un vecino.
Más feo, también.
Pero, en fin, si quieren pagar para verme, quién soy yo para prohibirlo.
©Juan Manuel Aragón
Cuando cerró el bar “Odio y Rencor” de los Cabezones Paz, sus amigos salieron por toda la ciudad a buscar otro sitio que ofreciera las mismas incomodidades y no había, eso que buscaron. Era más o menos lo mismo, nada más que en este caso, se intentaba recrear un tiempo mágico de Santiago, con la Rosa en la cocina, el aire acondicionado que empezaba a funcionar cuando la temperatura marcaba 60 grados a la sombra, los cubitos de hielo que te quedaban debiendo y Santiago Carrillo, eternamente sentado, aguardando a los amigos en una mesa central, mirando al frente, sin pedir ni un cortado.
Si algún día me contrataran como máxima estrella musical de un mega espectáculo, exigiré tener bagres frescos para comerlos en milanesa, yerba Yi—Yi con la que matearé todo el día, que lleven mi bicicleta doble caño para pasear de incógnito por barrios lejanos, de cualquier lugar del mundo en que me encuentre, igual que en Santiago, que nadie me juna en mis diarios pedaleos. Y, por favor, que a mi mujer no le falten los ingredientes para cocinarme un buen guiso, como los que me hace aquí. Con fideos Tío Nico, por favor. Los mejores.
Después me tiraré en esas camas de tres hectáreas de superficie que tienen los hoteles cinco estrellas según muestran en las películas, Haré zapping degustando moroncitos entre mate y mate. Abajo, en la calle ladrará el chinitaje emocionado. Desde el cuarto saldré a cada rato a saludar y ver cómo se desmayan de la emoción, sudan, se tiran los pelos, tiemblan, pierden el tiempo, ¿no? Si soy un tipo parecido a su tata, a un vecino.
Más feo, también.
Pero, en fin, si quieren pagar para verme, quién soy yo para prohibirlo.
©Juan Manuel Aragón
Es inconmensurable la estupidez humana
ResponderEliminarQue bien retratas la penetración cultural y el consumismo q desgraciadamente ha impuesto la globalización y está bueno q los bajes un poco a la realidad pero no sé cuántos te leerán.Gracias amigo.
ResponderEliminarLeen muchos más de los que se cree. Solo que no ponen comentarios... Un abrazo!
ResponderEliminarNo podría estar más de acuerdo con tus apreciaciones, Juan Manuel. Yo no soy de hacer un análisis simplista y atribuirle el fenómeno de la idolatría a estos personajes y sus repentinos antojos sibaritas al consumismo globalista, porque pienso que está más relacionado con una tergiversación en la escala de valores y normas provocada por una multiplicidad de causas, sobre las que se puede comentar en otro momento.
ResponderEliminarPero no sólo la exaltación y culto a personalidades del espectáculo y deporte es para mí la única distorsión. Una mucho peor es la exaltación y culto a gobernantes, asistiendo a discursos de tarima para idolatrar a un tipo que dice lo que queremos oír, y vivarlo como a un dios, cuando en realidad es alguien que contratamos caro, a riesgo de que termine usando esa autoridad delegada en contra nuestro y para su propio provecho. Jamás entenderé la mentalidad de quien atiende un acto político de esos.
Ah.....y para cuando estés en ese hotel de lujo, pedí también una grabación de coyuyos, no hay nada.mejor para dormir la siesta!!!!