Sandías modernas |
Fue la última vez que estuvimos todos, cerca de un calicanto celeste con un cielo verde de paraísos a la vuelta
Aquella vez fue la última que comimos una sandía todos juntos, detrás de las cañas huecas, el santuario de la mesa blanca y redonda de la que eternamente colgaba un abridor de cocacolas. Estaba terminando de marchitarse la abuela, queríamos verla fuerte y linda como había sido siempre, pero sabíamos que eso no era posible. Esa última vez agarró una pala para abrir una canaleta que llevara agua hasta las plantas más allá de la pileta de lavar, hizo unos centímetros y un nieto se la quitó, igual quedó feliz: “Todavía estoy fuerte”, dijo. Queríamos creerle y, por supuesto le creímos.Era una siesta como tantas otras, ¿ha visto?, el calor apretaba, pero en casa no hablábamos de esas cosas, no pregunte por qué, porque no lo sé. O sí lo sé, mi padre decía que lo que no se nombra no existe, por eso no andábamos todo el día quejándonos de la temperatura.Era una sandía, de las que llamábamos “Charleston”, inmensas, ya casi no se ven y siempre quedaba cortita para tanta gente. La refrescábamos detrás del tinajón antes de extraerle las vísceras en nuestra ceremonia de casi todos los días.
Después de la siesta mi madre la cortaba y repartía entre los hermanos, los primos y algún amigo que anduviera cerca. Ese sitio, pienso ahora debería ser declarado sagrado por los siglos de los siglos, aunque sea en la memoria de quienes lo compartimos.
Recuerdo que cuando el filo entró por la verde piel, se sintió un crujido, estaba en su justo momento. Una porción del corazón, antaño le correspondía al abuelo. Es, como lo sabe cualquiera, la parte más rica, caramelo en sazón, exquisitez que ya quisieran haber probado alguna vez los magnates más poderosos de la tierra.
Por entre los algarrobos cercanos comenzó a cantar un solitario coyuyo. El calicanto esperaba, repleto, que llegara el primero de los hermanos o los primos a refrescarse bajo su techo de chapas, su verde cielo de paraísos y un mustio bananero que apenas sobrevivía.
Y no va a creer, a pesar de su perfecto dulzor, aquella tarde la sandía tuvo algo como descentrado, chanfleado, que la volvió distinta. Nadie quiso decir lo que sospechábamos: era la última vez que estaríamos juntos, sin faltar ni uno, en ese exacto lugar del universo, el oasis del verano que mi abuelo y el agua surgente habían construido para nosotros.
Hay técnicas para comer sandía. Unos lo hacen con cuchillo, a otros les gusta más la cuchara. Hay quienes se ponen todo el bocado y escupen las semillas con disimulo, otros las extraen primero para después masticarla más tranquilos. Prefiero la cuchara. Después de aquella siesta no he vuelto, nunca más, a comerla hasta entrada la parte blanquita, amarga, como que no quiero repetir aquella experiencia.
Alrededor las gallinas picoteaban las semillas despreocupadas, una urpila voló rauda hacia la represa cercana. La tarde se desvanecía en medio de una lágrima de sol. Febrero daba su adiós. De repente el coyuyo calló su guitarra. Sabíamos que el aire tintineaba un adiós definitivo.
©Juan Manuel Aragón
(Publicado en Feibu hace unos años, vuelvo a mostrarlo porque, como dice Mirtha, el público se renueva, ¿vio?).
Que bien descritas esas tardes donde comíamos sandía. Muy lindos recuerdos
ResponderEliminarMe ha gustado mucho. Lo he compartido con amistades.
ResponderEliminarSoy Pilpinto Santos y no tengo que contarte sobre tu escrito. Para , pará ya lo tengo: Te lo haré corto así leas sin aburrirte y de paso aprendes. Mi tío solia conservar las sandías hasta el mes de septiembre ¿como? te cuento_ Como vos dices , le raspaba la piel verde y la untaba en su totalidad con bosta de vaca , luego las cubría con varro y pasto , las dejaba secar y luego las llevaba al tipil y las cubría con chacras secas . Eso si , el era el unico que entraba a sacar sandías para invitarnos.
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