El Purgatorio del Dante, de Gustavo Doré |
Se cuenta lo que pasó al autor de esta nota la vez que se murió y lo que hizo después cuando andaba en el Purgatorio de las ánimas
Era picarito ese Pedro al bromear. Decía “Cuando me muera…” y agregaba cualquier cosa, como “vete al cine a ver una de Olmedo y Porcel, en mi recuerdo”. Báh, no siempre, pero en el último tiempo era cosa de todos los días. Íbamos a un café y volvía a la carga: “Si me muero vas a venir cada dos por tres a pedir tu cortado con medialunas”.Yo atendía las cosas que me hablaba como quien oye una broma sin importancia. Una de las últimas veces que nos vimos, me anunció que después de muerto iba a enviar una señal desde la otra vida. Le pedí por favor que no lo hiciera, porque en ese tiempo sentía temor de las historias de aparecidos, fantasmas, espantos. “No te hagas drama, lo voy a hacer de manera suave”, anunció.Pero, no va a creer amigo, como si fuera una maldición, al poco tiempo me morí. Una tarde, iba caminando por la Independencia, me sentí mal, me agarró un dolor muy grande en el pecho y caí al piso, rotundamente y definitivamente finado. Con decir que cuando llegaron los primeros curiosos, se preguntaban por qué no había puesto las manos al caer. Respuesta, porque mientras iba en el aire ya era fiambre.Luego, lo de siempre, la ambulancia, los teléfonos pidiendo que venga un médico, la gente arremolinándose primero y abriendo cancha después para que no le faltara el aire al tipo, según decían. Y después los médicos moviendo la cabeza de un lado para el otro, el traslado casi de compromiso al hospital y la postrera constatación del fin.
¿Y qué le sucedió luego?, preguntará el astuto lector. Bueno, como suelen hacer las ánimas, los primeros días flotaba, iba de un lado a otro: de la viuda al cajón, del cajón a la cocina, de la cocina a la calle, de la calle a la casa de los vecinos. Luego me asenté y empecé a volver más esporádicamente, sobre todo porque hay que sacar permiso, hacer muchos trámites para que lo dejen ver lo que pasa en este plano, digamos
Le cuento, cada vez que vuelvo a un lugar, ya ha pasado un tiempo largo. La primera vez que volví, mi señora estaba casada con un tipo que no conocía, mis hijos eran grandes y ya no vivían con ella, los amigos estaban mucho más viejos. Y aquel que embromaba: “Cuando me muera”, siguió vivito y coleando varios años más.
No nos es dado hacer muchas chanzas aquí, en este sitio que, más que nada por comodidad, llaman Purgatorio, pero es un infierno atenuado, atendido por los rezos y oraciones de los vivos. Luego de insistir logré que me dejaran volver para decirle algo al amigo aquel. Una vez que iba en el Chumillero —repleto —a su casa, empecé a hablarle. Cada vez que se daba vuelta, no me veía, porque las almas somos invisibles para el ojo humano.
Le decía “Pedro, Pedro, aquí estoy, soy yo”. Y se ponía incómodo, sudaba. Hasta que no aguantó más y se apeó del colectivo en la próxima parada. Eso que todavía estaba a diez cuadras de su casa.
Mientras me reía, pensaba: “Miralo al picarito”.
Juan Manuel Aragón
©Ramírez de Velasco
Se invirtió la dialéctica de la señal. Medio borgeano el cuento.
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