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INSTRUCCIONES Cómo salvar una crónica con un quetuví

Quetuví, qué querí

“Antes que el alba se saque la pereza, ya andan agitando al vecindario, anunciando que la hora del sueño ha terminado…”

Cuando mi mujer lo halla en el patio, lo echa, le dice “fuera de aquí, bicho”. Él se escapa raudo, vuela hasta la mora del vecino y se queda mirando, curioso, lo que sucede en casa. Es un amigo el quetuví, hasta le puse de sobrenombre “Sombrita”. Y capaz que le llama la atención esta dualidad. Mientras uno le pone —secretamente— miguitas de pan en el alféizar de la ventana de la cocina, la otra lo corre sin piedad.
—Me imagino que no estarás apañando a ese pájaro del diablo, que ensucia la ropa que dejo colgada en la soga, ¿no? —reclama mi media naranja. Y yo siempre niego poniendo cara de “no entiendo de qué hablas, chica”.
A la madrugada, cuando me siento en la máquina a preparar estas notitas que irán a parar a Ramírez de Velasco y a los otros lugares de internet que suelo frecuentar, aparece a ver qué le he dejado para comer, qué hay en el tacho de la basura. Por suerte es él quien me visita y no los odiosos gorriones y sus unánimes chillidos madrugadores: ladrones de comida, intrusos en nidos ajenos, usurpadores de identidad. Antes que el alba se saque la pereza, ya andan agitando al vecindario, anunciando que la hora del sueño ha terminado. Qué van a ser como mi “Sombrita” que, a media mañana le grita a mi chango:
—¡Quetuví!
Y él responde con una sonrisa:
—¡Que querí!
Y es como si el hermano Tucumán y sus cerros cupieran en ese diálogo, aunque esto sea territorio irreductiblemente santiagueño. Oir al quetuví es sentir a mi abuelo, allá lejos y hace tiempo: cuando cantaba mandaba a los muchachos de la casa que lo hondeáramos. Siempre le preguntábamos por qué. Y siempre la seca respuesta:
—Anuncia visitas.


Yo me decía:
—Qué va a ser.
Porque todos los días, a la misma hora, se posa en la misma rama del paraíso y lanza su alarido de guerra. Pero a la tarde, cuando las visitas pegaban el grito en la puerta:
—¡Avemaría Purísima!
Mi abuelo nos miraba con cara de “yo les ha dicho”.
A esta misma hora, qué casualidad, usté no va a creer, las 10 de la mañana del 21 de octubre del 2024, mientras termino de redactar este pobre informe, me observa curioso desde debajo de la mesa de la cocina, bicho atrevido, quién le ha dado permiso para entrar a la casa. Quizás me quiere hacer acordar de que olvidé entregarle sus miguitas de pan. Luego alza vuelo.
Le digo:
—Chau viejo.
Sombrita volvió a salvar mi crónica diaria. Si no fuera por él, hoy habría tenido que hablar quién sabe de qué.
Juan Manuel Aragón
A 22 de octubre del 2024, en la Balcarce al fondo. Pedaleando.
Ramírez de Velasco®

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