En la cocina |
Una mujer, cuándo no, protagonista de una bonita historia de Santiago del Estero
La madre de todos los santiagueños un día que el marido cazó un quirquincho, en vez de guisarlo, lo abrió por la panza y lo puso patas para arriba en el rescoldo de la cocina. Descubrió la exquisitez de una carne que viene del tiempo de los mamuts o tal vez de los mismos dinosaurios. La familia la felicitó por el hallazgo.Otro día, al ver que los hijos se aburrían en la merienda por más que a esa hora miraban El Zorro por la televisión, decidió suprimirles las galletitas de agua. Empezó a darles el mate cocido con chipaco. Los chicos descubrieron el nuevo sabor de la tarde y cuando se levantaban de la mesa para ir a jugar a la pelota, se sentían con más fuerza. Abandonaron para siempre las aburridas galletitas, que de criollitas no tienen nada.A la mañana, después de despertar, dar el desayuno a los hijos y el marido y despedirlos cuando salían al trabajo y a la escuela, tendía las camas, limpiaba la casa, iba a la verdulería y hacía las mil y una tareas del hogar. La madre se preocupaba por la familia, por eso salía todos los días a buscar los precios más baratos en los supermercados que le quedaban cerca y conversaba con el verdulero, el carnicero y la señora del kiosco, para saber las noticias del barrio, de Santiago y el mundo.Pero, lo mismo, una preocupación le apretaba el pecho, tenaza prensándole el corazón. A pesar de sus esfuerzos por ponerle onda al asunto, Santiago era una provincia gris, chata, deslucida. Sus siestas eran ventosas y polvorientas y el ruido de las catitas que devolvía el bosque, más que un canto alegre era un alarido de auxilio, el suri no corría, el coco no hacía poner la piel de gallina en las noches y los horneros hacían nidos de tres palitos.
La madre era la que agregaba la alegría a la mesa de todos los días, sin embargo, el marido y los hijos no tenían incentivos para el trabajo, sus compañeros eran gente fea que no conocía el color del sol en los amaneceres, no disfrutaba del repiqueteo de un bombo sonando en la otra cuadra, se trepaba a los ómnibus sin esperanzas, para ir al trabajo.
Endemientras, hacía su magia en la cocina de aquel tiempo joven de Santiago del Estero. Al pastel de anco le agregaba un poquito de harina de maíz, otro de polenta y alguno que otro secretito, a la carne al horno la sazonaba con unas gotas de salsa inglesa, para darle más fuerza a su intrínseco sabor y su dulce de leche rozaba el Cielo cuando, untado en una tostada se deslizaba por la lengua hasta llegar al paladar de los elegidos.
Pero también sentía esa falta que el marido y los hijos comentaban a veces, en las sobremesas de los domingos. Todos los amigos sentían la ausencia de algo que nunca sabían expresar qué era, porque no es posible extrañar lo que nunca ha sido de uno.
Los hijos al final terminaron de crecer, se casaron y, como corresponde, hicieron rancho aparte, aunque no se fueron muy lejos, levantaron su casa en el barrio de toda la vida. Al tiempo empezaron a llegar con los nietos y a la madre se le hizo más ancho el corazón para albergarlos. Pero algo seguía siendo una ausencia, aunque nadie supiera qué.
Una mañana tuvo una idea, puso a hervir maíz blanco en una vieja olla de fierro que había sido de la abuela y, a pura intuición, agregó una pizca de bicarbonato a la preparación y se dedicó a las otras tareas de la casa, cuando veía que se estaba por secar, le agregaba algo de agua y seguía en sus diarios menesteres.
El mediodía de ese domingo, después del asado correspondiente, les sirvió un plato del menjunje. El marido, los hijos, las nueras, los nietos, quedaron encantados. Cuando le preguntaron qué era, dijo que le pondría de nombre “mazamorra”.
Aunque no lo crea, desde esa tarde Santiago fue un lugar luminoso, el canto de los pájaros se hizo alegre, desde la gangosa chuña hasta la gritona charata, el suri se hizo rápida ave corredora, el hornero se conchabó de albañil de su propia casa.
Y los nietos tuvieron un motivo más para recordar las manos de la abuela en la cocina, revolviendo agua y maíz al fuego, la receta más simple y la más difícil, al compás de un sol, que a partir de ese día tuvo un fulgor más intenso, retumbo de chacarera alegrando el pago, quetuví gritón de la madrugada.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno.
ResponderEliminarMUY BUENA HISTORIA
ResponderEliminarNO ES ANONIMO SOY RICHARD
ResponderEliminarLa mejor etapa y que guardan todos en su memoria para tener alegría de vivir: la infancia
ResponderEliminar