Billetera gordita |
De repente, un momento, en una noche de asado con un amigo que ha venido de lejos, se transforma en una decisión difícil de tomar
De tanto en tanto, Joaquín Alfonso Apesteguy Arenas, que había sido vecino del barrio de toda la vida, volvía al pago —según decía— a tomar un baño de sencillez. Se había ido joven a estudiar a Buenos Aires, a la casa de unas tías, de ahí pasó a los Estados Unidos, España, Francia, y se especializó en algo importante, aunque no sabíamos en qué. Ahora trabajaba de nuevo en la Argentina en una empresa de cuyo difícil nombre nos olvidábamos tres minutos después de que lo pronunciaba.No sé por qué, pero le caíamos bien, no le cantábamos la justa de Santiago porque no la sabíamos ni le pasábamos chismes de los altos jerarcas del gobierno ni sacábamos cuenta de la marcha de la economía de la provincia. Pero lo poníamos al día con lo que sucedía en el barrio: se había muerto la vecina que toda la vida había vivido tapia de por medio con sus padres, los del frente se habían mudado a otro barrio, Ángelo no venía más a reunirse todas las noches en el boliche de Joselito, porque le seguíamos diciendo Narigón, aunque sabíamos que no le gustaba. La última vez, machado, se había enojado, pero lo mismo creíamos que ya volvería: “Porque la cabra el monte tira, ¿ha visto?”.De vez en cuando íbamos a la parrillada de la vuelta a comer unas tiras de asado, cuando alguno cobraba el sueldo y nos invitaba o le pegaba a la tómbola. Pero cuando venía Joaquín era una fiesta: invitaba a todos, feliz y contento.
—Pero, deje doctor, yo pago— decía Enrique cuando traían la cuenta, haciendo un amague como de sacar la billetera del bolsillo de atrás.
Y eran las carcajadas, imaginesé. Ese día pedíamos parrillada completa para cuatro, ensalada mixta, papitas fritas y postre vigilante para todos. “¡Traiga, traiga!”, nomás se oía.
Hace poco Joaquín anduvo por Santiago de nuevo. Fuimos a comer a la parrillada otra vez. A los postres, se levantó para ir al baño y, viendo que el mozo andaba rondándonos para cobrar, dejó la billetera.
—¡Pagale vos!
¡Qué momento!, mire a quién le viene a dejar la cartera bien gordita, llena de billetes de todos los colores, hasta unos verdecitos que conocíamos de la televisión. Los muchachos nos miramos largamente, asustados y confusos, en ese momento cesaron la charla animada, los chistes, los chascarrillos, las burlas, los recuerdos.
Nunca teníamos un peso partido por la mitad, la vida no nos había regalado ni siquiera grandes laburos, sólo changas de ocasión para salir del paso: cortar el césped, descargar un camión, ayudar a un vecino que se mudaba, lavar uno que otro auto de los vecinos pudientes.
Siempre era: “Tomá unos pesitos para que te vayas arreglando”, y lo agradecíamos, por supuesto, porque para un tetra, aunque sea alcanzaba.
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Jamás nadie nos había ofrecido un trabajo hecho y derecho, aunque más no fuera de policía de tránsito municipal, como cualquiera, cartero, chofer de Vialidad, enfermero del Regional, tomero de un canal de riego, como mi compadre Ermindo, que vive pasando Villa Robles.
En eso estábamos, mirándonos encandilados, cuando llegó Pedrito, el mozo. Le pregunté cuánto era y le pagué, sacando los billetes extrayéndolos con aprensión. Me miró con susto, como si estuviera entregándole la guita de la repartija de un asalto a un camión de azúcar, o algo peor.
A continuación, nos quedamos en silencio mirándonos apesadumbrados, miré al resto de los amigos, les hice que no con la cabeza, y un gesto que decía: “Ninguno tiene culo, ¡ninguno tiene culo, carajo!”.
Mientras con el pulgar y el índice de la zurda sostenía a billetera y con la derecha le daba golpecitos para hacerla girar, como si toda mi vida hubiera hecho lo mismo con mi plata, pero sudaba frío, pensaba en las chicas de Cariñito que esa noche podría haber hecho mías, en un locro bien pulsudo al día siguiente, con todo lo que tenía que tener, sin que le falte nada, comprarme una radio para que me hiciera compañía durante las madrugadas porque me costaba dormirme pensando en cosas de la vida.
En eso volvió Joaquín del baño, se la devolví, miró al mozo como para llamarlo, pero le dije que ya había pagado. Y sin contar la plata ni revisar si le faltaba alguna tarjeta, como si todos los días hiciera la misma con una manga de atorrantes a la vuelta, la guardó en el bolsillo tranquilamente. De vuelta a la casa me preguntó:
—¿Le has dejado una buena propina a Pedrito?
—Por supuesto— respondí.
Y eso fue todo.
©Juan Manuel Aragón
Confianza. Gran tesoro.
ResponderEliminarSin los tejos, no hay conejo
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