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Padre e hijo |
Una crónica en la que su autor conversa con un muerto, posiblemente su padre y le pregunta una cuestión fundamental de la vida
A veces me olvido de que estás muerto y te quiero preguntar qué se siente justo en ese momento —en un sanatorio de nombre olvidable en una calle desconocida de una ciudad que no existe más que en pesadillas atroces— cuando te percatas de que te vas y nunca más vas a volver a estar en el mundo de los vivos. Y empiezas a percibir lo que hay del otro lado, cómo es eso de morir con los ojos abiertos, un tubo por la nariz, una aguja en el brazo, las lucecitas que titilan en un impersonal tablero, los quejidos de los innominados pacientes que te rodean y de repente el médico primerizo que hace guardia a esas altas horas de la madrugada que se alarma por uno, ¡vos!, porque has entrado en el círculo del que no vas a salir nunca más, nunca más, ¡nunca más!, ¿entiendes?Has muerto y no me lo vas a decir ni a mí ni a nadie. O tal vez sí, en una de esas me lo estás explicando, desde allá arriba, Cielo, Paraíso, Edén, Olimpo, o como sea que se llame, si es que tiene un cartel indicador y una flecha que señala: “Es por allá”.Hay una teoría de un cura, que no sé si la sacó de otro o la inventó él solito, aunque me temo que la robó de algún libro y la anda repitiendo como si hubiera descubierto la cuadratura de la sotana. Sostiene que, si el Cielo es una eternidad sin fin ni principio, entonces tampoco tiene pasado, presente ni futuro, porque el tiempo es una categoría mundana, con divisiones hechas por el hombre, para medir algo que no existe. De ser así, mi alma ya conversa con la tuya y con la de mi abuelo y el padre de mi abuelo y mi bisabuelo y todos los demás hasta llegar al Hombre de Cromañón. Y también estoy allá con el alma de mis hijos, compartiendo ese otro, vamos a llamarle espacio, que no tiene relojes, no se mide por edades, tampoco tiene tamaño y es y no es, qué complicado, ¡pucha!
Me pregunto qué estaremos diciendo, en este mismo momento, pero en la Eternidad de las sombras o de la luz, vaya uno a saber, sobre lo que ocurre ahora. Vos sabes, los dramas que nos alarmaban como síntomas de que lo que ocurría eran más graves de lo que pensábamos: el idioma manejado a su antojo por analfabetos que suponen que el remedio para paliar los males de la educación es acentuar la falta de buenas lecturas y cierto palurdismo pseudo intelectual que se instaló cual moda chistosa en ámbitos que solían ser más serios.
Aunque capaz que no es verdad que existe un Cielo, pienso con angustia. Porque en ese momento, cuando el sonido de los relojitos de la sala de terapia intensiva se comienza a hacer cada vez más y más tenue, antes de que el universo se ponga definitivamente negro, es posible que te des cuenta de que no había nada del otro lado de la puerta. ¡Absolutamente nada!, ¿oyes?
Y qué angustia, ¿no?
Entonces pienso: “Llamen al cura ese, el de la teoría de la eternidad, devuélvanme el Cielo, no aguanto la insensatez de no tener uno, aunque sea para pensar en él, pero si no hubiera, al menos déjenme en el Purgatorio”.
Otras veces pienso otras cosas. Pero dudo que le importen a alguien.
Juan Manuel Aragón
A 13 de agosto del 2024, en Guanaco Sombreana. Poniéndome el sombrero.
Ramírez de Velasco®
Hay tantas teorias y ninguna tesis comprobada, pero también debemos pensar que seria un trabajo excesivo para el que nos impulsó a tener tronco y cabeza para que la ley considere una persona, si esa mentalidad no figurará en otras cavidades que algunos nos atrevemos a creer que habría siete ( el número biblico) iguales en caracteres para encontrar en ese mismo espacio y tiempo mundial para no ser más grande los egos de estar solos
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