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LA BANDA Arpegios de pueblo

Cantantes populares en el mercado Unión

Una noble y antaño bella ciudad fue descastada por tres o cuatro pícaros que la convirtieron en un descascarado y pobre sitio sin alma

A veces extraño La Banda, sobre todo los sábados, cuando Santiago se pone medio aburrido. Es como volver al pasado, a lo que fuimos y ya no volveremos a ser. A todos lados llegaron la modernidad, los nuevos tiempos, los edificios flamantes, el pavimento, la luz, los retoños de arbolitos plantados como sombra del futuro. La Banda quedó atrás, sucia, descuidada, con nada nuevo para mostrar, descascarándose de a poquito.
No hay punto de comparación con otros lugares: quien visite Estación Simbolar, luego de diez o veinte años de ausencia, verá que está cambiada, más linda o al menos más nueva. Clodomira lo mismo y hasta el humilde pueblo de Los Quiroga está distinto. Que a usted le guste cómo y para qué cambiaron, es otra conversación, pero están distintas.
La Banda no.
Como que sus autoridades, su gente, se empacaron en permanecer todos los días un poquito peores. No conservaron ni siquiera sus arboladas veredas y sus jardines son un recuerdo. Si pregunta por los malvones de antaño es posible que un lugareño le pregunte qué son, para qué sirven, con qué se comen. Los bandeños dejaron que les tumbaran un hermoso bosque verde que protegía sus calles del calor, como la España, la Alem, la San Martín, sin soltar un solo “¡carajo, che!, ¡dejen de hacer daño!”, mansos y sumisos como siempre vieron cómo las motosierras de la municipalidad les tumbaban la sombra, les impedían el fresco del verano. Hasta un hermoso olivar entregaron una tarde cualquiera, poniendo de excusa el progreso y todos chitún boca, calladitos.
De a poquito se fueron acostumbrando a la mugre, la dejadez, la incuria, la desmemoria de los que no quieren acordarse de lo que alguna vez fue y no volverá a ser. De ciudad de primera pasaron a pueblo de cuarta, pobre dormitorio de miles que todos los días salen a trabajar en oficinas, comercios y escuelas de Santiago, Vilmer, Fernández, Lugones, Taboada, cualquier parte, menos en su lugar de vivienda.
Para peor, cuando encararon tímidas mejoras, primero se metieron con los pobres que se rebuscaban en el centro vendiendo lo que podían, como si las autoridades del municipio, estas, las anteriores o las anteriores de las anteriores —poco importan los nombres propios si todos hacen lo mismo— hubieran hecho algo para conservar las fuentes de trabajo de antaño —como las desmotadoras, la “fábrica de humo”, entre otras— o crear otras nuevas.
Hasta el museo que se había ido formando, objeto por objeto, cada uno con su descripción patrimonial, conservado cariño, restaurado con pasión, ahora es un pobre depósito de cosas viejas, sin ninguna descripción como para que alguien sepa que eso que está ahí era de sus padres, sus abuelos, sus tíos, los fundadores o primeros habitantes de la ciudad o quiénes.
Qué decir de los cuadros que conservaba la comuna, buenos o malos, pero que eran parte de la ciudad, expuestos durante varios años a la humedad de la fuente de frente a la estación del ferrocarril: hace unos años algunos de ellos eran totalmente irrecuperables, los que quedaban, por supuesto, porque el resto no se sabe a manos habrá ido a parar.
¿Pregunta por qué extraño entonces?, porque es parte de mi propia identidad, dos veces trabajé entre los bandeños como periodista, les pregunté qué pensaban, averigüé sobre sus gustos, sus sueños, sus anhelos más profundos y lo fui volcando en las páginas de un diario escrito primero y de un sitio de internet después. Son gente fantástica, conservan en su ánimo algo de la vieja provincia que sabía ser, sus viejos modales, el “buenos días” bien ofrecido, no como un gruñido entre dientes, sus simpáticas mujeres y ese aire campesino que llevan los finqueros que todavía se proveen en lo que queda de los viejos negocios de antaño.
Ahí conocí también al más bandeño de los santiagueños, Jesús del Carmen Martínez, “Chito”, quién me enseñó lo que había más allá del cliché turístico de la cuna de poetas y cantores. Hay en La Banda un pueblo que no late al compás de las chacareras y que pasa de largo las poesías de sus viejos o nuevos vates, más que eso pretende vivir bien cuando sale de la casa, quiere que sus calles sean menos mugrilas, no le gustan las bandas de perros callejeros, quisiera no inundarse en cada lluvia, y tener autoridades que de vez en cuando, aunque sea mientan que rinden cuentas y despejen las sospechas de que son simples y pobres delegados de quién sabe quiénes.
Tengo dos docenas de buenos amigos en La Banda, con los que uno de estos días me sentaré de nuevo en un café a ver pasar la vida por sus calles, como hacíamos enantes, cuando el mundo era joven, redondo y daba vueltas.
Algunos sábados extraño la música de los barrios que suena en la puerta del mercado Unión, con notas de esperanza y arpegios que tienen nostalgia de la ciudad que pudieron haber sido y dejaron escapar por dejarse llevar por una “bandeñidad” inventada por cuatro pícaros sentados en un escritorio de la comuna, para peor santiagueños.
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. Parece ser que el símbolo de La Banda sólo era el tren, cuando dejó de pasar, se fue muriendo esta hermosa ciudad y tienes razón no hay calles arboladas, no hay patios solariegas ni jardínes con malvones no siquiera mesa familiar

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