Familia unida |
Todos sabíamos que el mundo era de los grandes y a nadie lo frustraba saberlo
Amanecidos en la vereda de la casa, con las reposeras mirando pasar las primeras horas del 2022, recordamos con mi mujer los tiempos de antes, las Navidades de hace mil años, cuando vivían los abuelos, los tíos que ahora son viejos eran solteros todavía, y varias familias de hermanos, tíos, conocidos y amigos, se unían en la misma mesa a festejar.
Comían los grandes en una mesa y los chicos en otra. Uno a veces no simpatizaba con algunos primos, con otros se veía cada muerte de obispo y en muchas ocasiones se armaban unas hermosas trifulcas. Los primos grandes siempre eran aprovechadores, nos miraban con una semi sonrisa de desdén mientras nos quitaban la pierna de pollo sin piedad, esos malditos. Si reclamábamos a las madres, ellas decían: “¡Chicos, chicos, por favor!, portensén bien”, y seguían en lo suyo. Alguna comentaba: “Parece que se están matando”, pero nadie se iba a meter, eran cosas de niños.
Los grandes, a veces habían largado a la mañana, brindando en el trabajo, la habían seguido en la casa de un amigo o un bodegón y terminaban en la mesa familiar en estado de uva total. Y aprovechaban para discutir con el cuñado: a) de política, b) de fútbol, c) de religión o d) de cualquier cosa. Las mujeres pateaban a los maridos por debajo de la mesa hasta dejarles los tobillos morados.
Siempre había un tío piola que, a la hora de los cohetes se acercaba al chicaje, cigarrillo colgando por el costado de la boca, para mostrar cómo tiraba las cañitas voladoras con la mano, apuntando para el lado de los vecinos: “Y que me vengan a reclamar si son machos”, se envalentonaba. Los abuelos lo retaban porque los chicos lo íbamos a copiar. Y lo copiábamos.
Si no había lechón, cabrito, pollo, empanadas, sánguches, quipi, pizza y canilla libre de gaseosas, no era Año Nuevo. Los bichitos se asaban en el horno de barro del fondo o se mandaban a la panadería de la vuelta que, por unos pesos o gratis nomás, a las tres horas lo devolvían una galleta, espectacular, listo para llevar a la mesa.
A la hora del brindis siempre algún grande nos dejaba probar un poquito de sidra, no nos gustaba mucho —a mí sigue sin gustarme— pero la tomábamos para sentirnos un poco grandes también. Está claro, el mundo aquel era de la gente adulta, los chicos éramos solamente el apéndice que un día los reemplazaría. No era como ahora, que todos tienen en la casa un Messi, un Einstein, un Favaloro, guardia con tocarlos porque se pueden frustrar y después te van a echar la culpa toda la vida. “Este no llegó a nada porque un tío viejo cuando era chico le dijo ´tonto´ y luego tuvimos que llevarlo al psicólogo tres años para que le saque las fobias”.
A la tarde los abuelos le habían mingado a un pariente con auto que vaya al mercado a comprar una barra de hielo para tener la bebida fresca. Cuando llegaba, se la picaba en la pileta de lavar la ropa, ponían las botellas y las tapaban con una lona para que no se escape el frío. Pensar, ¿no? Ahora hasta el cartonero más infeliz tiene freezer tamaño baño y si no tiene, lo lamento, porque tampoco está la fábrica de hielo del mercado.
Después venían a saludar los parientes lejanos, a veces llegaban las novias de los tíos jóvenes y nosotros nos imaginábamos cosas, porque con esas minifaldas en la punta del viento, eran de una belleza como nunca habíamos visto en la vida. Lo que son las cosas, las volvíamos a ver tres años después, ya casadas con los tíos, venían con uno o dos críos en los brazos y no las reconocíamos. Era la primera constatación de los estragos de los años. Pero, tiempo al tiempo, ya nos sucedería a nosotros también.
La mañana del primero de año está siendo movida en Santiago, en algunos boliches se sigue festejando, pasan las chicas por la vereda del frente, los zapatos en la mano, los vestidos chinguiados después de tanto baile, el peinado deshecho, la cara de Año Nuevo. Uno sentado en la reposera, en la puerta de la casa, no sabe si no le ceban porque hace dos horas que el agua del termo está fría o porque la vieja toma sola y se olvidó de uno. Entonces anuncia: “Mi amor, me voy para adentro, tengo que escribir la nota del 2 de enero”. Y en el camino recuerda a la tía Gorda, finada hace dos o tres vidas, que nos pinchaba con los bigotes cada vez que nos besaba.
©Juan Manuel Aragón
Siempre había un tío piola que, a la hora de los cohetes se acercaba al chicaje, cigarrillo colgando por el costado de la boca, para mostrar cómo tiraba las cañitas voladoras con la mano, apuntando para el lado de los vecinos: “Y que me vengan a reclamar si son machos”, se envalentonaba. Los abuelos lo retaban porque los chicos lo íbamos a copiar. Y lo copiábamos.
Si no había lechón, cabrito, pollo, empanadas, sánguches, quipi, pizza y canilla libre de gaseosas, no era Año Nuevo. Los bichitos se asaban en el horno de barro del fondo o se mandaban a la panadería de la vuelta que, por unos pesos o gratis nomás, a las tres horas lo devolvían una galleta, espectacular, listo para llevar a la mesa.
A la hora del brindis siempre algún grande nos dejaba probar un poquito de sidra, no nos gustaba mucho —a mí sigue sin gustarme— pero la tomábamos para sentirnos un poco grandes también. Está claro, el mundo aquel era de la gente adulta, los chicos éramos solamente el apéndice que un día los reemplazaría. No era como ahora, que todos tienen en la casa un Messi, un Einstein, un Favaloro, guardia con tocarlos porque se pueden frustrar y después te van a echar la culpa toda la vida. “Este no llegó a nada porque un tío viejo cuando era chico le dijo ´tonto´ y luego tuvimos que llevarlo al psicólogo tres años para que le saque las fobias”.
A la tarde los abuelos le habían mingado a un pariente con auto que vaya al mercado a comprar una barra de hielo para tener la bebida fresca. Cuando llegaba, se la picaba en la pileta de lavar la ropa, ponían las botellas y las tapaban con una lona para que no se escape el frío. Pensar, ¿no? Ahora hasta el cartonero más infeliz tiene freezer tamaño baño y si no tiene, lo lamento, porque tampoco está la fábrica de hielo del mercado.
Después venían a saludar los parientes lejanos, a veces llegaban las novias de los tíos jóvenes y nosotros nos imaginábamos cosas, porque con esas minifaldas en la punta del viento, eran de una belleza como nunca habíamos visto en la vida. Lo que son las cosas, las volvíamos a ver tres años después, ya casadas con los tíos, venían con uno o dos críos en los brazos y no las reconocíamos. Era la primera constatación de los estragos de los años. Pero, tiempo al tiempo, ya nos sucedería a nosotros también.
La mañana del primero de año está siendo movida en Santiago, en algunos boliches se sigue festejando, pasan las chicas por la vereda del frente, los zapatos en la mano, los vestidos chinguiados después de tanto baile, el peinado deshecho, la cara de Año Nuevo. Uno sentado en la reposera, en la puerta de la casa, no sabe si no le ceban porque hace dos horas que el agua del termo está fría o porque la vieja toma sola y se olvidó de uno. Entonces anuncia: “Mi amor, me voy para adentro, tengo que escribir la nota del 2 de enero”. Y en el camino recuerda a la tía Gorda, finada hace dos o tres vidas, que nos pinchaba con los bigotes cada vez que nos besaba.
©Juan Manuel Aragón
Me hiciste reír, gracias
ResponderEliminarMe has hecho lagrimear. Todo es cierto y gracias a Dios lo tengo en la memoria. Abrazo
ResponderEliminar