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ENSAYO Introducción al Martín Fierro

Autor y personaje

Por Roque Raúl Aragón


El poema y su autor
El Martín Fierro fue un poema concebido y lanzado como libelo político. Por lo menos, su primera parte, que precedió en varios años a la otra.
Su autor, José Hernández, procedía de dos familias que, sin ser antiguas, formaban la aristocracia burguesa de Buenos Aires y se hallaban ubicadas en los polos opuestos de los fuertes antagonismos políticos de su tiempo, con sus alternancias de guerra civil –complicada, para peor, con ataques colonizadores venidos de Europa.
Por el lado de su padre, la familia era federal acérrima, entusiasta del gobernador Juan Manuel de Rosas. Por su madre llevaba el apellido Pueyrredón, que bastaba para definirlo al partido opuesto, el unitario.
Estos nombres, federal y unitario, poco o nada tenían que ver con los sistemas así denominados. Unos habían invocado la federación para sustraerse al dominio de Buenos Aires, que estaba en poder de sus adversarios; los otros habían sostenido desde el principio la hegemonía del puerto como puente por el cual habría de introducirse la civilización hacia el bárbaro país interior. Estos representaban, un poco anacrónicamente, el espíritu de la Ilustración y consideraban benéfica la influencia europea en realidad inglesa y francesa sobre nuestras costumbres, demasiado americanas y todavía españolas, en el mal sentido de la palabra. No les repugnaba que nos pusiéramos bajo cierta tutela de una gran potencia –cuyos intermediarios serían ellos si esto nos aseguraba una elevación cultural, el orden garantizado por la fuerza y la riqueza que debía sobrevenir a la libertad de comercio. Los federales, al contrario, hacían hincapié en la independencia. Desconfiaban de Europa, en la que veían un poder rapaz y un ejemplo pernicioso con respecto a las costumbres tradicionales. Eran americanistas y católicos (religión o muerte fue la divisa de unos de sus caudillos armados) y acusaban a sus enemigos de masones o logistas o salvajes (es decir, impíos).
Hernández nació en una quinta de los Pueyrredón a fines de 1834, cuando uno de sus tíos paternos acompañaba al general Rosas en el regreso triunfal de su campaña contra las tribus indígenas que merodeaban alrededor de los asentamientos cristianos en el Sur. A los seis años fue llevado a lo de su abuelo paterno (español peninsular), casa llena de tíos, ubicada en Barracas, al sur de la ciudad, sobre el Riachuelo, barrio de quintas bien puestas. Entonces inició sus estudios primarios. Debe suponérselo un alumno aventajado, ya que había aprendido a leer antes de llegar a la escuela y tenía el don de la memoria en grado excepcional, que en adulto llegaría a exhibir con pruebas espectaculares. Pero parece que su salud requería aires campesinos y debió dejar la ciudad (su padre estaba siempre viajando, en tareas rurales). Entre su llegada y su salida de allí hay un período para nosotros oscuro –cuatro o cinco años que en la biografía escrita por su hermano se presenta como de compenetración con las tareas rurales, si bien en forma vaga y con ánimo laudatorio. Probablemente viajó a veces con su padre, que solía hacer grandes arreos de ganado; conoció a los campesinos, domésticos o hirsutos, los admiró por su nobleza y sencillez, su ingenio, su valentía, su arte de realizar con soltura trabajos difíciles y arriesgados, su buen humor y su gracia para el diálogo, el baile y el canto.
Su aparición en la vida pública, en 1852, fue consecuencia de la derrota de Rosas en Caseros. Él se unió a las tropas rosistas destacadas en la frontera con el indio al mando del coronel Pedro Rosas y Belgrano cuando marchaban a sostener a Buenos Aires contra las fuerzas de Urquiza. Desde antes de cumplir los 18 años, pues, estuvo volcado a la política y lo estaría en adelante sin cesar, hasta el preciso momento de su muerte. Su estreno fue un combate de resultado adverso. Después se ajustó a la disciplina militar a las órdenes del general Hornos y en dos años advirtió que estaba equivocado, luchando por los unitarios (a título de antiurquicismo) contra los federales, incluso los rosistas porteños que emigraban en masa a Paraná y se ponían a las órdenes de Urquiza, el vencedor de Rosas, a quien las circunstancias habían convertido en su heredero.
En Paraná comenzó su tarea periodística. Primero fue corresponsal de La Reforma Pacífica, diario federal que aparecía en Buenos Aires; después colaborador de El Nacional Argentino, órgano oficial del gobierno entrerriano, y por fin director de El Argentino, diario de Urquiza. Más tarde, cuando participó como funcionario en el gobierno de Corrientes (1867), compró una imprenta y publicó un diario propio, El Eco de Corrientes, y vuelto a Buenos Aires, en 1869, fundó El Río de la Plata. Parecería, por esto, que tuviera vocación hacia el periodismo. Y no era así. Pronto lo abandonaría para siempre, salvo colaboraciones esporádicas en periódicos ajenos y su refugio en La Patria, de Montevideo. Tenía aptitudes de periodista, como, llegado el caso, las tuvo de orador. Pero su vocación estaba en la política. La sirvió como escritor panfletario, como soldado, como magistrado y legislador y, en un pasaje crucial de su vida, como poeta.
Retomemos el hilo en Paraná. No encajó bien José Hernández en la corte de Urquiza. Quizás actuaba con más independencia que la que podía permitirse un emigrado porteño. No estuvo en la batalla de Cepeda. No se sabe si estuvo en la de Pavón. Su hecho de armas más cierto fue salvarse de la matanza de Cañada de Gómez, donde un grupo de fugitivos fue sorprendido mientras dormía. Al parecer, Urquiza desconfiaba de su rosismo. Algunos intermediarios oficiosos –entre ellos su tío Mariano Pueyrredón, con buena foja antirrosista, y uno de los hijos de Urquiza debieron de interceder por él. Urquiza acabó poniéndolo, a sueldo, a cargo de El Argentino, desde donde Hernández se permitiría darle directivas con un desenfado que no debió caerle muy bien. Urquiza no quería encabezar la reacción de las provincias contra Buenos Aires como éstas esperaban y como se lo pedían sus aliados porteños y sus propios partidarios entrerrianos. ¿Era sensualidad, desconfianza de sus fuerzas, miedo de meterse en un atolladero revanchista, sensación de volver al punto de partida y confesar que su gloria no pasaba de un error, compromiso de logia? Todo esto se ha dicho y es verosímil. Lo cierto es que no se definía claramente y daba largas. Cuando Hernández se convenció de que por ese lado no ocurría nada, se fue a Corrientes, donde ocupó cargos públicos, entre ellos, al final, el de ministro de Evaristo López, federal neto, también descontento de Urquiza. Con anuencia de éste, el gobierno nacional, lanzado a la dominación de las provincias, lo eliminó. Era una anomalía en el régimen que se había impuesto al país. Hernández regresó a Buenos Aires, después de diez años de ausencia, con mujer y tres hijos. Tenía 35 años.
El panorama político cambiaba. Los rosistas que habían rodeado a Urquiza regresaban paulatinamente mientras se les desvanecía la ilusión de que éste contuviera la expansión unitaria sobre el Interior. Unos se incorporaron al régimen, como Lucio Mansilla; otros se propusieron combatirlo desde adentro, y entre ellos estuvo José Hernández. Entretanto, el descontento cundía en las propias filas del caudillo entrerriano, hasta que uno de sus adláteres – Ricardo López Jordán se levantó en armas contra él, que cayó muerto en el confuso episodio de ser aprehendido. La Legislatura dio forma legal a la asonada eligiendo gobernador a su jefe; pero el presidente Sarmiento decretó la intervención a la provincia, apoyando la medida con el envío de fuerza militar. Se violaba así la Constitución, ya violada otras veces en sus primeros 16 años. Hernández cerró su diario –para el que no podía esperar seguridad en Buenos Aires y se dirigió a Entre Ríos, resuelto a incorporarse a las fuerzas jordanistas que resistían al ejército nacional. Llegó en el momento de la derrota y no le quedó más remedio que encaminarse al destierro con los jefes vencidos. Se instalaron en Santa Ana, población del Brasil sobre la frontera con el Uruguay. Allí fue concebido el Martín Fierro.
Se trataba de recapitular una polémica que en cierto modo involucraba la interpretación del país. La nueva generación unitaria instalada en el poder quería transformarlo en el sentido europeo, que ya no significaba sólo cultura, racionalismo y buenas maneras, como treinta o cuarenta años atrás, sino progreso material, posibilidad de un bienestar antes desconocido, deslumbrante. El programa exigía la redención del gaucho por la educación o su extinción lisa y llana, con el consiguiente reemplazo por braceros europeos. Parece absurdo que se quiera elevar una nación suprimiendo a su pueblo, pero los mitos seculares del progreso y la libertad no se detienen en razones. Los ejércitos de Buenos Aires asolaron las provincias renuentes al dominio liberal y en la política se justificó cualquier exceso con el vilipendio que se quería imponer por encima de toda discusión. El gaucho era, por un sino fatal, un tipo inservible o nocivo: levantisco, pendenciero, insociable, holgazán, borracho, jugador, vagabundo, cuatrero y, en la guerra, desertor o aliado del indio.
Hernández estaba en abierta disidencia. No negaba la existencia de esos caracteres espurios, pero no los creía intrínsecos sino consecuencia de los atropellos infligidos por el Gobierno, y así lo dijo insistentemente en El Río de la Plata. Compartía la opinión de los federales sobrevivientes de que no era justo cargar la guerra al indio sobre los habitantes de la campaña, como si el efecto de los malones no alcanzara a los puebleros; que había que terminar con las levas indiscriminadas, que con el pretexto de la vagancia imponían la decisión arbitraria de los jueces de paz y que, de hecho, recaían sobre los ciudadanos más pacíficos, los buenos padres de familia que aguardaban mansamente a la partida policial enviada en busca de maleantes, la cual los tomaba a cambio de los prófugos. La mujer y los hijos del ciudadano así habido quedaban desamparados, a merced de los desaprensivos representantes de la autoridad, entre la servidumbre y la miseria, mientras él, el ciudadano arrastrado a la Guardia Nacional, sufría los rigores de una guerra desnaturalizada por la incuria, la prepotencia y el dolo de los jefes. Sin vestuario, casi desnudo en tiempos de fríos crueles, sin armamento apropiado, montado en caballos de desecho adquiridos en cínicos escamoteos de los dineros públicos, sin paga o con paga incierta y tardía, sin relevo durante un tiempo tres o cuatro veces más largo que el legal, y haciendo esto contraste con la aparcería de jefes y proveedores con los abusos de poder y el aprovechamiento personal del soldado. Todo lo cual explicaba que éste desertara sin ser cobarde y se diera a la vida de matrero en un conflicto con la autoridad que cada vez lo empujaba más hacia el delito, los escondrijos de malevos, los fondines prostibularios con sus descargas de licor, provocaciones y cuchilladas hasta llegar al punto en que debía optar entre irse a los indios o podrirse en la cárcel, donde el desamparo total se parecía al infierno.
El habitante de la campaña era, pues, un tema que por esos días renovaba la vieja disputa de unitarios y federales. Los descendientes de los unitarios estaban por la corrección violenta. Domingo Sarmiento y Bartolomé Mitre habían sido, respectivamente, el teórico y el práctico de esa política. Juan Bautista Alberdi había propuesto su reemplazo por extranjeros, especialmente europeos nórdicos, con hábitos de trabajo, idóneos para el comercio y la industria, respetuosos del orden civil y libres de la rémora cultural y racial que significaban el catolicismo y España. En esta variante, el práctico sería Hilario Ascasubi, quien había servido al unitarismo con interminables verseadas gauchipolíticas, como se decía, y había terminado descubriendo el aspecto crematístico de la misión de enviar desde Europa mercenarios napolitanos destinados a la guerra contra el indio.
Los representantes de la mentalidad federal adoptaban una actitud opuesta: simpatizaban con el campesino, en quien veían las buenas virtudes habituales y no los desarreglos transitorios o las formas groseras que, aunque existieran, no los caracterizaban. Algunos se oponían, por aprensión conservadora, a los cambios sociales de que venía acompañado el progreso material y miraban con malos ojos lo que fuera extranjero, hombres y cosas. Otros admitían aquello que lo nuevo tuviera de bueno, como las ventajas de un acrecentamiento de la población, aunque censurando lo que en la benevolencia del régimen hacia los recién llegados había de predisposición adversa al criollo. El mismo José Hernández apoyó la política de colonización, siempre que ésta alcanzara al poblador nativo por lo menos en un plano de igualdad con el inmigrante.
Este era, a grandes rasgos, el contenido polémico en que escribió la primera parte del poema. Un poema permite a su autor decir más que lo que puede explicar y hasta más que lo que sabe. Así sucedió en este caso, la interpretación de la realidad excedió los términos del debate al cual se destinaba y alcanzó para figurar toda una época de nuestro país (la de los gobiernos discrecionales), todo un aspecto de nuestro tiempo (el conflicto del hombre clásico con las formas modernas) y cierta dimensión humana universal (la resistencia a un destino que parece adverso por circunstancias fortuitas), lo que le da vigencia todavía y se la asegura para el futuro.
La actualidad del poema fue una de las cualidades que le valieron una difusión inmediata; sucesivas reediciones, ediciones clandestinas, reproducción en periódicos, repetición por cantores y recitadores que llevaban extensos pasajes en la memoria. Pero esa misma actualidad anecdótica pronto quedó atrás y lo dejó como trunco, como necesitado de un desenlace que recogiera los hechos nuevos. El público, antes que el autor, empezó a hablar de la segunda parte, de la vuelta del héroe que se había ido sin triunfar de sus enemigos ni ser destruido por ellos. Hernández aceptó valerosamente el compromiso de reanudar su historia, a sabiendas de que ya no le quedaba espacio para hazañas imponentes. La segunda parte se halla dominada por la idea de estar de vuelta, de envejecer, de avenirse, de reflexionar. Literariamente, es bellísima, por la descripción de las tolderías; de un patético combate entre un gaucho y un indio, con el despojo de una criatura inocente a sus pies y una mujer angustiada pendiente del desenlace; por la etopeya de Vizcacha, secreción morbosa del régimen alojada en el lado sombrío de la vida campesina; por la demarcación de esa frontera entre la dureza de arriba y la truhanería de abajo, representada por Picardía; por la formidable payada con el Negro; por los consejos formados con sentencias inmemoriales. Pero, moralmente, esta segunda parte tiene el aspecto de una aflojada, si no de una defección. Y podría ser, pero no es una explicación forzosa. Si Martín Fierro no es el mismo de antes, tampoco la situación que enfrenta es la misma. De Mitre y Sarmiento –dos monstruos para el Hernández polemista a Avellaneda y Roca –dos conciliadores, la política había variado, aunque no pudiera decirse lo mismo de la ineptitud y el dolo: jefes valientes que llevan sus tropas al triunfo en un clima de heroísmo verdaderamente fundacional y son, a su vez, víctimas de nuevas matufias. Pero eso ya es asunto de crónica, debate parlamentario o alegato. Martín Fierro, para nosotros, ya había cambiado de nombre. Hernández, sí, estaba vencido; los federales no habían podido recuperarse; buscó atenuantes y escapatorias a su derrota; al fin, la muerte le dio una salida tangencial. Pero el poema que dejó era una afirmación de la patria capaz de sobrevivir a las contingencias adversas de la política, en las que él procuró sobrenadar hasta donde le fuera posible.
Fue diputado y senador. Tuvo otras funciones públicas. Escribió un libro sobre administración de estancias. Murió en 1886, sin saber que, en la tercera parte del poema, que tenía prevista, el héroe sería él mismo, bajo el patrocinio de su madrina de bautismo, la Virgen de la Merced.

El lenguaje, el verso, la estrofa
El Martín Fierro es la relación que un gaucho hace de su propia historia. Debía decirse, necesariamente, en el lenguaje propio de los campesinos y con versos octosilábicos, como son los que usan ellos para sus compuestos.
El castellano rural de esa época era el de los conquistadores, remansado en América, matizado con términos indígenas o afrobrasileños e influido por el de las ciudades, que seguía la evolución de la lejana Corte de Madrid. Era un castellano de entrecasa, más o menos compartido por todas las clases sociales, mal visto en la vida pública y en la escritura, reprimido en el ambiente familiar de la gente decente, pero entendido por todos.
En tiempos del Rey, la vida en esta parte de América tuvo cierta autonomía cultural, como todo lugar aislado que se abastece a sí mismo de lo principal. No estábamos más desconectados de Europa como se imaginan quienes se hacen una idea sombría del monopolio, del Consejo de Indias, de la Inquisición. Simplemente, nuestra sociabilidad –maneras, saberes, conductas, artes, artesanías se valía por las suyas y se beneficiaba con la irradiación de Lima y otros modelos. La carencia de imprentas ha sido causa de que las artes menos cultivadas fuesen las literarias (o las que dejaron menos rastros). Pero se leía bastante literatura religiosa, profana y aún prohibida. Los sacerdotes comunicaban desde el púlpito y el confesionario conocimientos esclarecedores y, a falta de prosa, que no servía más que para la correspondencia y los trámites administrativos, se escribían versos: fábulas, ditirambos, elegías, comedias cuando tenían cierta pretensión artística y, si no, esquelas de invitación, saludo o felicitación; adivinanzas, sátiras, bromas, epitafios, oraciones, jaculatorias, epigramas, avisos, ayuda memorias, chirigotas y zafadurías de inscripción mural, juegos de palabra o de rima, como el de contestar un mensaje en verso con otros versos que terminen igual; o las glosas, serie de cuartetas o décimas cuyo último verso repetía, sucesivamente, los de una cuarteta previamente dada; o las coplas encadenadas, cuya última palabra es la primera de la siguiente; o las coplas de pies atados, en las cuales es el verso final de cada una el que se repite en la que sigue, o tantas otras destrezas que aún se encuentran en los cancioneros. Se puede decir, exagerando apenas, que nadie ignoraba el arte del verso, por lo menos en sus formas rudimentarias o en las combinaciones comunes; las del endecasílabo, el pie quebrado, la seguidilla. Estos artificios ingeniosos, por lo mismo que eran frecuentes, tenían una distribución restringida y una duración efímera. Se los recordaba, cuando mucho, por una generación y desaparecían con el recuerdo de los personajes que les habían dado origen. A veces resucitaban aplicados a situaciones nuevas.
Como ocurre en todas partes, la vida militar daba ocasión para canciones estimulantes del arrebato bélico. (El P. Fúrlong calculó en unas doscientas las composiciones motivadas por las invasiones inglesas). Asimismo, la daban las disputas políticas con respecto a la agitación partidaria. También la imitación del habla rústica ha sido un motivo de poesía menor en cualquier época y no es lógico descartar que lo fuera aquí en tiempos en que no había imprentas. Si en cuanto las hubo aparecieron composiciones de ese tipo –mucho menos, naturalmente, que las que circulaban debe suponerse que eran una costumbre. Claro que es una literatura de momento, a la que nunca se dio importancia y que se puede enterrar en la memoria para exhumar en ratos de evocación regocijada. Salvo casos excepcionales, como el de Bartolomé Hidalgo, miliciano oriental del primer ejército patrio con su curriculum burocrático entre los tumbos de la revolución y que, atacado de tuberculosis –enfermedad, por entonces, casi como la lepra pues no tenía cura y ponía distancia con la gente sana, se vio precisado a imprimir sus versos de cuartel y salir a venderlos como manera de no pedir limosna. Tal circunstancia lo hace aparecer ahora como el iniciador de una nueva modalidad poética ya cultivada antes según lo prueban fragmentos que han perdurado por alguna coyuntura casual. Composiciones contemporáneas se perdieron, no obstante estar impresas, algunas de las cuales fueron rescatadas por la buena fortuna de un investigador que dio con ellas. Es el caso del folleto que un año después de muerto Hidalgo, en 1823, hace dialogar a sus personajes, Chano y Contreras;tema renovado en 1825 con una composición de 1.000 versos extendidos en un folleto. Y también con otras. En 1829 aparecía en Buenos Aires un semanario escrito integramente en verso de lenguaje rural, cuyo autor parece haber sido el tucumano Luis Pérez: El Torito de los Muchachos. Hoy no se conserva ninguna colección completa. Para editarla facsimilarmente hubo que reunir números sueltos en diversos repositorios públicos y particulares. Salió a enfrentarlo El Coracero, en Mendoza, obra del poeta unitario Juan Gualberto Godoy. En 1830 se editaba en buenos Aires El Gaucho, también salvado por una edición facsimilar, al que siguió La Gaucha. Tan poca importancia se les dio que ni siquiera ha perdurado el nombre de sus autores. Se conservaron las composiciones del “mulato Ascasubi”, como llamaban pese a sus motas castañas a un cordobés ambulante, con abolengo de libertos, que hizo plata en el nuevo sitio de Troya y siguió haciéndola por sucesivas gratificaciones de los vencedores de Caseros. Cuando estuvo en París, mandó editar lujosamente los intransitables monólogos rimados en los que hoy se internan intrépidos eruditos que sólo los más aguerridos –Tiscornia, Azeves, Becco, quizá Pagés Larraya han recorrido hasta el final.
A las perdigonadas verbales de Aniceto el Gallo que era Ascasubi sumó las suyas en el pasquinismo porteño antiurquicista Anastasio el Pollo, que era Estanislao del Campo, su admirador por fuerza del sectarismo político pero versificador muy superior. Del Campo insistió en esas parodias que él llamó gauchescas, hasta que se le ocurrió una variante ajena a la polémica banderiza: figurarse cómo referiría un espectador zafio la ópera de Gounod sobre el Fausto de Goethe. Era enfrentar el máximo gigante con un enano mínimo: un chiste. Pero un chiste demasiado largo, de esos que, a falta de risa, obtienen una mueca. Él no pretendía más, había querido pasar el rato (que duró una noche). Como poeta serio fue autor de otras piezas poco satisfactorias, pero esa le dio inesperada notoriedad. Los campesinos oían leer esos versos sin entenderlos más celebrando que el rudo lenguaje de ellos apareciera en letras de molde.
Esa fue la literatura gauchesca, a la que más tarde Ricardo Rojas, entre cándido y prolijo, erigió en un género, como si todos los géneros no pudieran convertirse en gauchescos con sólo transcribirlos en la jerga rural. Es más basta que lo que se cree, aún sin calcular lo que no llegó a imprimirse, y es también de un valor muy inferior al que se le atribuye. Fue, por regla general, instrumento del humorismo o la diatriba ligera, sobre todo en los versílocuos unitarios, como Godoy, Ascasubi y del Campo.
José Hernández adoptó una actitud diferente. Quiso poner la defensa del gaucho en boca de un gaucho, como si fuera él mismo, con su criterio, su lenguaje, su modo de cantar, quien daba sus propias razones, aún confesando sus errores y flaquezas. Para esto eligió una estrofa propia y popular a la vez; lo uno, porque era un invento suyo; lo otro, porque en Río Grande –donde a la sazón residía se cantaba una estrofa de seis versos con cuyas frases musicales podía coincidir distribuyéndolos en el juego de rimas de la décima (sacados los cuatro que forman la redondilla inicial), con lo que obtenía la reproducción de su movimiento rítmico recitativo, ya se la cantara por estilo, por cifra o por milonga, como los payadores, pero en una forma más aliviada, que facilitaba la narración extensa.
Para hacer de payador debía apelar a las expresiones comunes del habla popular, sobre todo las del cancionero y el refranero acumulados por él, sin duda, en su memoria garrafal. La originalidad, para los primitivos, es una desviación excéntrica, sin interés. El mérito de un poeta se mide por la capacidad de dar nueva forma a la materia conocida. La compenetración con el folklore igual cuando se sabe recibir de él y cuando se puede aportarle lo propio es el verdadero mérito de un poeta popular, lo que lo empina sobre su auditorio, presente o posible.
Es cierto que el Martín Fierro se ha folklorizado en buena medida; tan cierto como que se ha nutrido del folklore o que y éste es un detalle de su gloria ha servido para transmitir al pueblo, reelaborado, lo que había tomado de él. Ezequiel Martínez Estrada, que estudió con sagacidad la estrofa del poema, observó que ésta, típicamente, está distribuida en tres partes y que “la parte más endeble, el eslabón débil de la estrofa, son los versos centrales. Pero quedan engarzados, ceñidos, por los anteriores y los últimos. Los ripios que pueden encontrarse están en ese lugar”. Rodolfo Borello, quien en este punto lo sigue sin desviarse, dice lo mismo: “La estructura de la estrofa es siempre sólida y la parte más débil queda en el medio”. Horacio Jorge Becco, aun cuando reconoce que el poema en ciertos casos transmite al folklore lo que ha tomado de él, cree que lo general es la difusión y asimilación del texto hernandiano” al reducirse la sexteta a copla “con la desaparición del tercero y cuarto versos”. No es imposible, ya que eran los más flojos, pero, entonces, resulta más fácil pensar que la copla existiera antes, y que ellos, los versos “flojos”, fueron agregados para crear la estrofa hernandiana. En la glosa del texto verá el lector cómo en muchos casos la forma popular es anterior a la del poema (por haber sido registrada antes o hallada en lugares remotos, a donde el libro de Hernández no había llegado). Y hay casos en que puede inferirse la existencia de coplas populares no recogidas por los investigadores y que se descubren con el simple procedimiento de suprimir esos versos presuntamente introducidos por el autor. Por ejemplo:
En el peligro, ¡qué Cristo!
el corazón se me enancha
pues toda la tierra es cancha
y de esto naides se asombre:
el que se tiene por hombre
donde quiera hace pata ancha.

Quiero saber y lo inoro,
pues en mis libros no está,
y su respuesta vendrá
a servirme de gobierno:
para qué fin el Eterno
ha criado la cantidá


También podría invertirse la prueba, tomando una copla popular y aplicando el procedimiento por el cual se transformaría en sexteta. Veamos una copla conocida:
Los gallos cantan al alba,
yo canto al amanecer,
ellos cantan porque saben,
yo canto por aprender.


Acabo de reconocer la superioridad de los gallos sobre mí; por lo tanto no puedo sentirme celoso cuando los alaban. Esta reflexión debe incorporarse a la copla:
Los gallos cantan al alba,
yo canto al amanecer
qué celos puedo tener,
por mucho que los alaben
ellos cantan porque saben
yo canto por aprender.


Es una estrofa hernandiana. Han entrado dos versos, uno con la rima hacia arriba y el otro hacia abajo. Tomemos otra copla, recogida por Juan Alfonso Carrizo en Jujuy:
¿Para qué han de tener pena,
para qué han de renegar?
Mañana llega la muerte,
todo se ha de terminar.


Conclusión: ¿de qué vale lamentar los tropiezos de la suerte? Digámoslo en la estrofa:
¿Para qué han de tener pena,
para qué han de renegar?
¿De qué vale lamentar los
estragos de la suerte?
Mañana llega la muerte,
todo se ha de terminar.


El lector puede distraerse con el juego. Hallará sextetas muy vistosas, aunque no halle un poema, cuyos instrumentos podrían ser.
Claro que pisamos en el terreno de la conjetura, nunca del todo seguro. Pero no hay otra forma de explicar esa proximidad e interpenetración del poema y el folklore, que el mismo Hernández llama copia, imitación, reproducción, retrato en su carta a Miguens, lo cual, según declara en el prologo de la Vuelta, “hace muy difícil, si no de todo punto de vista imposible, distinguir y separar cuáles son los pensamientos originales del autor y cuáles los que son recogidos de las fuentes populares”.

Escolios y anotaciones
La mejor anotación del Martín Fierro quedó sin escribirse. Iban a hacerla conjuntamente Rafael Hernández, hermano del autor, José S. Álvarez y Martiniano Leguizamón. La muerte de Fray Mocho, en 1903, dejó la empresa en proyecto.
De valor equiparable a esa pudo ser otra, abandonada a mitad de camino. En 1913 Leopoldo Lugones pronunció las célebres conferencias del Teatro Odeón, editadas en libro tres años después con el título de El Payador. No es propiamente un estudio, sino el pretexto para una teoría del hombre argentino en una perspectiva clásica. Sólo dos capítulos siguen de cerca al poema. Lugones sostiene que es una epopeya y que en el protagonista se hallan las virtudes ejemplares de los héroes con respecto a su pueblo. Le sobraban conocimientos (de literatura, de historia y de campo) para hacer un comentario sabroso del texto, pero se quedó en la apología. No obstante sus observaciones y la polémica que suscitaron, sirvieron para orientar la exégesis posterior. En buena medida, enseñó a leer el poema. Lo ubicó en el tiempo y en el espacio y en la jerarquía poética. También por esos días Ricardo Rojas pronunció su encomio magistral. Y, tras ellos, Manuel Gálvez.
En 1919 apareció en Madrid una edición de la primera parte (El Gaucho Martín Fierro) con notas de Ciro Bayo. Ciro Bayo era un madrileño llegado a la Argentina en 1889, de 33 años de edad. Fue maestro rural en Bragado. Publicó un vocabulario criollo en 1910. Las notas de su edición procuran acercar la terminología del poema a un público extraño a él. Tienen más mérito que valor.
Para entonces se iba haciendo necesario un trabajo similar con respecto al público argentino, alejado ya por dos generaciones del ambiente y el lenguaje rurales que recogió Hernández. Esa tarea fue realizada de manera cabal por dos ediciones casi simultáneas: la de Eleuterio Tiscornia (1925) y la de Santiago Lugones (1926). Con estas obras comienza un esfuerzo ordenado de exégesis que se mantiene vivo hoy. Su influencia sobre los comentaristas posteriores ha determinado dos líneas, que son todavía las principales.
Tiscornia sitúa el texto en la literatura hispánica, buscando en escritores antiguos el origen de sus particularidades idiomáticas y en los clásicos del Siglo de Oro probables fuentes de su inspiración. Con respecto a nuestras formas folklóricas, revisó estudios y testimonios que incluían a otros países americanos. Se esforzó en mostrar la amplitud de la connotación cultural del poema y cómo éste podía ser tratado, bajo ciertos aspectos, con el rigor de un clásico. Con el tiempo, su gravitación se hizo dominante. Se erigió en una especie de paradigma, vigente todavía. No sólo por su ejemplo sino también por el encandilamiento que produce en autores que hacen las mismas acotaciones a los mismos pasajes y dan explicaciones iguales –cambiadas las palabras o sin cambiarlas, ya les dejen entre comillas u omitan éstas derechamente dedicándole una referencia cada tanto como para que no vaya a decirse que no lo citan. Continuadores, imitadores y plagiarios se han sentido con derecho a apoderarse de sus ideas o sus datos como quien se sirve de un diccionario. Pocos autores han de haber sido tan franca y extensamente saqueados como él. Casi podría decirse que su relevancia le debe más a las flaquezas ajenas que a las virtudes propias, o que sus parásitos medraron de sus aciertos y le dejaron sus errores, ya que estos también han hecho escuela, de modo que deben tomarse en cuenta al revisar la exégesis del poema. ¿Qué errores? No es cuestión de hacer un inventario, sino de indicar globalmente excesos y defectos.
Ha abusado de la erudición, extrayendo textos raros de insondables bibliotecas, que servían más para su lucimiento que para ayuda del lector. Se remontó a pasajes de la literatura española que dificilmente conocería Hernández para rescatar alguna nimiedad que poco o nada tenía que ver con el argentinismo o gauchismo en cuestión. A él se refirió Battistessa, aunque sin nombrarlo, cuando habló de “crítica corpuscular”. Su forma viciosa es el fuentismo, o búsqueda obsesiva de rasgos que pueden superponerse a los del poema como si estos procedieran de aquellos. Hay versos o simples vocablos de Hernández que se cotejan con tres, cuatro o cinco tipos distantes del poema y distantes entre sí. Ya no se puede decir desde dónde habrían llegado hasta el poeta, si fuera que alguno le sirvió de modelo. El fuentismo es una cacería de textos, próximos o exóticos. Que termina por posponer la intención del autor o alejarlo del lenguaje corriente del que se abasteció, así él como esos predecesores en cuya dependencia se lo presenta. Y va a parar aún más lejos. En la idea fija de encontrar el primer dato en un antecedente español peninsular, cosa que obliga vuelta a vuelta a forzar el significado para confirmar la hipótesis peregrina del investigador.
Pero su pecado más pernicioso, si no el más grave, fue el tributo rendido a la poesía “gauchesca” poniéndose a marcar los casos en que un dicho, expresió o palabra suelta habían sido usados por Hidalgo, Ascasubi, del Campo o Lussich. ¿Por qué? ¿Por creer que Hernández abrevó allí y que esa referencia sirve para interpretar el poema? ¡Vaya uno a saberlo! Tiscornia despliega una erudición superflua y hasta codifica los textos y locuciones de ese repertorio, de modo que se puedan marcar las desviaciones heterodoxas de quienes no se ajustan a esos modelos. Esto ha redundado en una especie de exégesis oficial un poco grotesca y bastante nociva, ya que el dominio de sus reglas exime a sus secuaces del contacto con la realidad y hasta los habilita para reprobar a la realidad si viene al caso.
Todo esto parece lo más objetable. Lo más valioso es, probablemente, sus advertencias de la relación del poema con la tradición oral de versos, sentencias y giros verbales. Jorge Furt había observado ya en el cancionero local formas comunes con el español recogido por Rodríguez Marín y con ciertos pasajes del Martín Fierro. Tiscornia indagó esa connotación en repositorios similares. Lástima que por entonces la investigación folklórica estaba en sus comienzos. En nuestro país se contaba apenas con las breves colecciones de Ventura Lynch y Ciro Bayo y la extensa, pero aún insuficiente, del mismo Furt. Justamente, desde entonces, iría apareciendo, a lo largo de dos décadas, esa obra monumental que son los cancioneros de Carrizo, Draghi Lucero y Di Lullo, con las múltiples remisiones de Carrizo a sus similares de España y América. Tiscornia no los aprovechó en nuevas ediciones de su libro. De haberlo hecho, habría rectificado quizá su criterio sobre las fuentes literarias. Esa presencia en el poema de la tradición hispánica, que él captó bien y que ya había señalado con énfasis don Miguel de Unamuno, se explicaría por la tradición oral y no por la literaria, ni la formal ni la “gauchesca”. De cualquier modo, Tiscornia tuvo empaque de crítico personal, y aunque su anotación esté repetida por multitud de copistas que la recargan con sus firmas, es un texto todavía necesario. Él puso alrededor del poema un gran aparato que la posteridad podría rectificar.
Sus errores, en especial esa idea fija de buscar el antecedente peninsular, encontraron respuesta, a veces excesiva, pero a menudo justa, en un hispanófobo atrabiliario, informado, sagaz, que durante años publicó los Folletos Lenguaraces, impregnados de su filología personal. Vicente Rossi, a quien omiten casi todos los comentaristas, pero es uno de los cinco autores de la bibliografía consignada por Jorge Luis Borges en su libro dedicado al poema. Estaba empeñado en una negación sistemática y se pasó al otro costal, pues si Tircornia quería hallar un antecedente español a todo, Rossi no admitía que lo tuviera nada y se arreglaba para amañar etimologías araucanas, quichuas o guaraníes de vocablos que conservaban casi sin alteración un pasado arábigo o latino.
Probablemente, cuando apareció la edición de Tiscornia ya estaba terminado y quizás en la imprenta el libro que publicó el año siguiente Santiago Lugones (hermano de Leopoldo), pues en ninguna parte la cita, ni siquiera la menciona. Está escrito con otro propósito: no le interesan los antecedentes literarios ni la fuente de ningún verso ni la ubicación histórica ni forma alguna de crítica o ponderación, salvo las generalidades del prólogo. Su tarea consiste en indicar al lector que no conoce la campaña qué son los objetos nombrados en el texto y el significado de los términos de la jerga rural: qué dice el poema de entrada. Lo hace con gran versación, sobriedad y justeza. Es un técnico –frío y preciso, por lo tanto en algo en lo que Tiscornia es un diletante. Si los comentarios de éste ayudaban a juzgar el poema, los de Lugones son indispensables para entenderlo. En ese aspecto estrictamente informativo, por donde Tiscornia va a tientas, Lugones es un guía seguro y claro. Y si ambos se inhiben de hablar de lo que no saben o no interpretan, las omisiones de Lugones son mucho más escasas. Hoy, a tres cuartos de siglo de revisión y crítica, puede comprobarse que casi no hay error en sus notas. Es verdad que contaba con los vocabularios de Granada, Muñiz, Segovia y Garzón, pero es independiente de ellos y, por lo general, sus definiciones son las mejores, por lo menos con relación al lenguaje del texto, que es lo que importa. Lugones había pasado su infancia entre los campesinos, y en su casa el habla de éstos era familiar. Podría ponérsele el reparo de que esos campesinos fueran de Santiago del Estero y del norte cordobés. Pero en ese caso cabría responder que también conocía de cerca al habitante de los campos porteños y, sobre todo, que en las zonas rurales de las provincias menos transformadas por la inmigración y la industria se conserva mejor un lenguaje que fue común a todas, de modo que aunque cada una tenga sus particularidades bien definidas, en regiones lejanas a Buenos Aires se habla –o se habló hasta su generación un lenguaje más próximo al de los porteños antiguos que el de los porteños contemporáneos. Por otra parte, a la fecha de redactar el poema, Hernández había vivido casi tres lustros en Entre Ríos, Corrientes, Río Grande y la Banda Oriental, lugares donde se mezcló con el pueblo, cuyas costumbres y lenguajes están incorporados al poema en proporción equivalente a Buenos Aires.
El Martín Fierro de Lugones se ha reeditado una sola vez, veinte años más tarde. Siempre ocupó un lugar lateral en la bibliografía. Los lectores han preferido las perspectivas míticas de la exégesis gauchista, continuamente renovada por la multitud de exégetas complacidos en inventar lo que no saben y explicar lo que no entienden. Él no obtuvo los honores del plagio.
Estos dos estudiosos eminentes suscitaron en los editores interés por la publicación de textos anotados y eso fue un estímulo para nuevos escoliastas más o menos útiles. Un inventario general sería ahora largo y tedioso. Por diversas razones, empero, hay que retener algunos nombres.
Uno es, forzosamente, el de Carlos Alberto Leumann, a causa de su estudio del manuscrito de la Vuelta, desarrollado en una serie de artículos, después reunidos en libro, en los cuales se puede entrever ciertas particularidades estilísticas de su redacción. Más tarde publicó una edición crítica puesta bajo la luz de su propia teoría del gaucho. Si a Tiscornia lo dominaba un prejuicio hispanista y a Rossi un prejuicio indigenista, Leumann fue víctima de otro prejuicio (que estaba un poco en el ambiente y en algunos escritores contemporáneos) para el cual los antecedentes europeos y aborígenes deben mantenerse rigurosamente excluidos a fin de postular la radical originalidad –indemostrable y, por lo tanto, mítica de algo llamado gaucho, que es pero no existe, que está por encima del múltiple sentido que tuvo la palabra y constituiría la esencia de la argentinidad (o la aberración que la tara, según como se mire). Esa edición es insoslayable para el estudioso por las referencias al manuscrito que sólo ese autor pudo examinar; pero su desconocimiento minucioso del campo, substituido por un esquema ideológico, hace peligrosa su lectura para un novato en el tema, y ciertas libertades que se permite con el texto pasan de la raya donde se debe detener un intérprete, aún cuando quiera mejorarlo según lo que, a su juicio, sería la mente del autor.
En 1945 apareció en Tucumán la obra de un residente español que tenía un hueco por llenar en la bibliografía hernandiana: Las voces del Martín Fierro, de Martín Manso. Tales voces se hallan bien ubicadas filologicamente en su estirpe grecolatina, germánica, arábiga, americana de importación (de origen lusoafricano) y americana autóctona, reducida a tres lenguas: quichua, guaraní y araucana, más algún término sobreviviente del aimara y algún otro venido desde el Caribe. El autor domina su materioa y la ordena en un buen dispositivo gramatical. Con eso rindió un servicio innegable. Antes de morir dejó lista una nueva edición, corregida y aumentada, cuyos originales han custodiado sus hijos con tanto celo que no me fue posible echarles un vistazo, lamentablemente.
El trabajo sobre el texto realizado hasta entonces hizo viable la nueva formulación crítica de Ezequiel Martínez Estrada en su Muerte y transfiguración de Martín Fierro, extensa obra que recapitula el tema y lo lanza otra vez, con su código de símbolos y síntomas puestos a consideración de una generación menos próxima a los pormenores históricos y geográficos y al clima político del poema. La independencia intelectual y el talento del autor le permiten en él hasta profundidades no alcanzadas antes por nadie. Esto, en el aspecto literario. En el histórico no sobrepasa el esquema de la versión escolar ni atina a despojarse de su sarmientismo parta juzgar un alegato de sentido contrario y, en el campesino, admite las convenciones sobreentendidas por los gauchistas. Se esfuerza sinceramente por indagar en la obra el carácter nacional, mas usa un colorante psicoanalista con el cual descubre lo único hallable por ese medio: monstruos. Una prosa coruscante, para unánime regodeo del autor y los lectores, y algunos hallazgos felices aligeran su lectura y disimulan errores y extravagancias.
Gran autoridad hay que reconocerle al Vocabulario y frases del Martín Fierro, de Francisco I. Castro. Es una lástima que no se hubiera publicado con el texto del poema, que podría haber sido su auxiliar. Habría ganado muchos lectores que se desviaron de él como si fuese una obra de crítica o de gramática. Es, justamente, una anotación o muy poco menos. Quizás el autor creyó presuntuoso dar a su trabajo más alcance que un informe sobre las voces y locuciones. No lo hace a la manera de Manso, orientada preferentemente hacia el aspecto filológico, sino más bien en la línea de Santiago Lugones, de quien resulta un digno continuador. Ayuda a dar ese paso previo a la ponderación del texto, que es entenderlo. El lector actual no puede situarse por sí mismo en el panorama revelado por los versos. Castro se extiende, pues, en el terreno folklórico y describe los objetos que el narrador va nombrando. Es un comentarista que conoce el campo y se atiene a su observación personal. Algunas precisiones suyas podrían indicarse como aportes hechos al tema, pero más vale caracterizar el conjunto como un cuadro completo de esa realidad, principalmente material pero también moral, en la que se desplazan los personajes.
En cuanto a las ediciones, hay otras con méritos propios. No puede omitirse entre ellas la de Ángel Battistessa. Battistessa se apoya en Tiscornia y Lugones, agrega algunas indicaciones de carácter semántico, que son su contribución a la exégesis. Se cuida de no plagiar y no reiterar. Generalmente lo consigue, pero a costa de omisiones en los pasajes que ya fueron dilucidados por otros o estaban sin dilucidarse correctamente; su declarada aprensión por las minucias críticas lo autoriza a pasar con una ojeada panorámica por detalles en los cuales los lectores requieren la asistencia de guías. Su edición es valiosa y útil, mas como complementaria de las anteriores.
También es útil la de Horacio Jorge Becco, asentada sobre amplios soportes bibliográficos, como que el autor es especialista en la materia (la bibliografía). Sigue a Tiscornia (citándolo a ratos) quizás con excesiva docilidad, pero agrega de su cosecha lo que no existía en aquella época: referencias a numerosos estudios y, sobre todo, el conocimiento de las canciones populares, en las que encuentra nuevos puntos de contacto con el poema. Piensa que en algunos casos Hernández se inspiró en el pueblo y en otros el Martín Fierro se folklorizó; pero no trata de profundizar esa relación y, en cambio, se afana por consignar pasajes y vocablos comunes con los mentados gauchescos anteriores y posteriores. En tal búsqueda alcanzó un punto máximo, que sólo las computadoras podrán superar.
Por fin, el linaje de exposiciones iniciado por Tiscornia parece haber alcanzado también su tope natural, en cuanto a las correlaciones eruditas, en la edición de Emilio Carilla, quien las amplía hasta zonas donde Hernández no pudo haber llegado. Ai aún queda algún dato suelto, será alguna insignificancia. El hábito de la enseñanza y la honradez profesional le permiten puntualizar algunas cuestiones un poco vagas todavía; pero en la ignorancia del campo ha superado a todos sus predecesores. En la relación del poema con el cancionero avanza, aún sin tener razón, sobre el indeciso Becco. Éste se contentó con poner en columnas paralelas sextetas y coplas populares, dejando al lector la responsabilidad de dirimir su procedencia. Para Carilla, por regla general, salvo demostración en contrario, el poema ha sido adoptado por los cantores anónimos. Así se expide no sólo en su libro sino, más detalladamente, en un trabajo presentado al simposio de literatura regional reunido en Salta en 1981.
Fermín Chávez, el gran hernandista, se reveló como el matinfierrista que era de prever pues en él concurren los tres saberes: el literario, el histórico y el rural. Sólo es de lamentar lo parco de sus anotaciones. Con puntillosa honestidad indica el sentido de los versos –raramente de los vocablos, cuidando de no afirmar por sí mismo lo que sabe por otros. No es un seguidor de Tiscornia o Lugones y como no los plagia –según la regla sus afirmaciones vienen a ser complementarias de las ya conocidas. En este rasgo está el valor y la debilidad de sus notas; agrega lo suyo, dejando como algo consabido lo que no dice. Hay que deplorar la ocurrencia de haber enviado sus notas a un apéndice final, dispuesto por orden alfabético ¡de versos! Eso se maneja como resolver una charada.
Ultimamente, los críticos peninsulares han intentado emanciparse en materia de exégesis martinfierrista. Están respaldados por los méritos de algunos compatriotas que asistieron a la epifanía y difusión del poema, especialmente dos vascos: Miguel de Unamuno y José María Salaverría. Unamuno, joven profesor por entonces, tuvo la agudeza de descubrir una obra de arte mayor en el pobre folleto de autor ignoto que había llegado a sus manos. Salaverría lo tomó como una pieza de articulación de España y América dentro de un todo cultural llamado más tarde Hispanidad. Pero las consideraciones de ambos recaían sobre el sentido del poema. Su texto siguió siendo patrimonio de los glosadores argentinos. Ahora ya aparecen en España ediciones anotadas allí mismo (como nosotros hacemos jerez y manzanilla de primera) con una bibliografía que hasta hace unos años ni el estudioso argentino hallaba a mano y en nuestros días se puede consultar desde cualquier parte del mundo por el actual sistema de colaboración interbibliotecaria. Entre todos, se destaca Luis Sainz de Medrano, autor de una edición excelente, digna de clasificarse entre las mejores hechas hasta hoy. En la Introducción aparece un crítico de garra, perspicaz, sensato, prosista de garbo, expositor que acierta a orientarse en cuestiones enrevesadas y atina siempre a no pisar en terrenos resbaladizos. La limpieza del texto con respecto a la puntuación y ortografía ha sido hecha con un criterio seguro. Si algo le falta para que se le reconozca la plena autonomía en lo que atañe a la exégesis es romper la dependencia con respecto a los errores que fueron enquistándose en los vocabularios de acá. Aún así, tiene muchos menos que los tolerables y, en cambio, contribuye con una perspectiva de proyección inversa. Por ejemplo, ¿cuántos argentinos saben que el verbo ultimar sólo entre nosotros es usado en el sentido de matar?
Hay que agregar algunos aportes de importancia para la elucidación del texto hechos en estudios no referidos integramente a él sino a algún aspecto particular. Roberto de Laferrere señaló una nueva perspectiva en 1938 con El sentido político del Martín Fierro, reeditado con retoques años después. Era un aspecto que estaba a la vista, pero se había confundido hasta entonces con un alegato de orden social, la protesta contra la injusticia, un trasfondo racista o clasista, la explosión de la naturaleza comprimida por la civilización. De todo eso hay, sin duda, pero viene arrastrado por el debate político del momento, con respecto al cual insinuó una trastienda de símbolos en las entrelíneas, donde podrían, quizás, identificarse las figuras de Sarmiento, Mitre, Alberdi. Hoy, cuando estamos familiarizados con las alegaciones públicas de Hernández, esto resulta obvio, pero nadie lo había advertido antes y los prólogos del autor lo disimulaban. Para decirlo, estaba el poema.
Ángel Héctor Azeves –quien peca a veces de fuentismo, no obstante declarar que la mención de un texto anterior no afirma dependencia exprimió el del poema hasta hallar datos insospechados, algunos muy significativos. Por ejemplo, la identificación de Hilario Ascasubi con el Moreno de la payada es un aporte a la exégesis tan importante, y más segura, que la inferencia de Martínez Estrada por la cual el relato de Picardía pudiera haber sido el primer borrador del poema. También logró ubicar con precisión textos clásicos aludidos por Hernández como fuentes de su inspiración. Volvió de tanto en tanto sobre el poema y siempre con observaciones atinadas.
Menciónese también a Jorge Luis Borges, cuya preocupación por el Martín Fierro desborda ampliamente el librito que le dedicó. Hizo apostillas ingeniosas a ciertos rasgos, a veces nimios, nunca desdeñables, aunque sin dejarse llevar muy lejos por la admiración latente en sus adentros de fino escritor de criollismo ingénito.
Y habría que agregar otros (no muchos), vinculados a aspectos parciales, como la relación del poema con el folklore (Carrizo, Cortazar, Fernández Latour); con la religión (por las referencias explícitas señaladas por Nice Lotus y al P. Compañy o por el símbolo contenido en el episodio de la Cautiva según interpretación del padre Carlos Biestro); con el derecho penal, la flora y la fauna, el indio y el negro, el rosismo, la reforma agraria, la relación con el destino del autor, la familia retórica (epopeya, novela, folletín de valentones), todos interesantes pero cuyo registro es harina de otro costal.
©Ramírez de Velasco y el autor.

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