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“Cuando la tarde empezó a morir, me recosté en un alambrado mirando el gentío que, a esa hora, se empezaba a dispersar”
En una riña de los Galván gané dos mil pesos, apostados a un gallo giro de mi compadre Eudoro. Diga que no lo levantó cuando lo llevaban mal, porque en un final de bandera verde, de dónde sacaría fuerzas, no sé, pero le tiró un puazo al otro, le atravesó un ojo y lo dejó tendido, aleteando en el piso. Ni para sopa serviría.Cosas que pasan, a veces se gana, a veces se pierde. A pesar de que había agarrado buena plata, a la postre salí empatado. Eran dos mil pesos de hace diez años, cuando la plata valía.Ese día los ojos se me querían escapar detrás de una morocha, hija de un hermano de Galván, el organizador: la anduve relojeando desde temprano. Según colegí, estaba sola, no tenía novio ni marido dando vueltas ni anillo que lo denunciara.
La observé atareada todo el día, primero al otro lado de la casa pues ahí se arremolinaban el mujerío preparando las empanadas y el guiso de charqui que servirían a la concurrencia. Temprano nomás, cuando fui a saludar a la dueña de casa, la juné de arriba abajo como para que se diera cuenta.
Y se percató nomás.
Después, todo el día anduvo dando vueltas entre los reñideros, llevando y trayendo fuentes, acarreando vino y cerveza para la concurrencia. Por ahí, cuando la estaba vichando, uno le tiró un piropo, se sonrió y en una mirada refulgente, meteórica y secretamente fugaz, se dio vuelta para donde yo estaba haciéndome el otro. Me hice el de no darme cuenta. No éramos nada. No iba a meterme en asuntos ajenos.
Cuando la tarde empezó a morir, me recosté en un alambrado mirando el gentío que, a esa hora, se empezaba a dispersar. Siempre me ha gustado participar de toda clase de fiestas, pero mirando el asunto desde afuera, como en un no estar estando. Si se acercan los amigos a conversar, les presto amable atención, sin interrumpirlos y dándoles la razón en todo. Al final quedan satisfechos y se mandan a mudar, dejándome con la mente en blanco, observando los alrededores.
En eso estaba, ¿no?, cuando de repente observé que por el otro lado del alambrado en el que estaba apoyado, se acercaba ella, la chica Galván, la chica que le cuento.
Diga que salí empatado porque gané esos dos mil pesos, si no, todavía estaría pagando en cuotas aquella noche.
Un fuego la morocha, le digo.
Juan Manuel Aragón
A 8 de febrero del 2025, en Las Termas (sector El Alto). Vendiendo canastos.
Ramírez de Velasco®
Después, todo el día anduvo dando vueltas entre los reñideros, llevando y trayendo fuentes, acarreando vino y cerveza para la concurrencia. Por ahí, cuando la estaba vichando, uno le tiró un piropo, se sonrió y en una mirada refulgente, meteórica y secretamente fugaz, se dio vuelta para donde yo estaba haciéndome el otro. Me hice el de no darme cuenta. No éramos nada. No iba a meterme en asuntos ajenos.
Cuando la tarde empezó a morir, me recosté en un alambrado mirando el gentío que, a esa hora, se empezaba a dispersar. Siempre me ha gustado participar de toda clase de fiestas, pero mirando el asunto desde afuera, como en un no estar estando. Si se acercan los amigos a conversar, les presto amable atención, sin interrumpirlos y dándoles la razón en todo. Al final quedan satisfechos y se mandan a mudar, dejándome con la mente en blanco, observando los alrededores.
En eso estaba, ¿no?, cuando de repente observé que por el otro lado del alambrado en el que estaba apoyado, se acercaba ella, la chica Galván, la chica que le cuento.
Diga que salí empatado porque gané esos dos mil pesos, si no, todavía estaría pagando en cuotas aquella noche.
Un fuego la morocha, le digo.
Juan Manuel Aragón
A 8 de febrero del 2025, en Las Termas (sector El Alto). Vendiendo canastos.
Ramírez de Velasco®
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