Ir al contenido principal

CERDOS El que terminó con el machismo

Jim West

“En lo de los abuelos la vida era una fiesta constante mientras la infancia no terminaba de mandarse a mudar”


En un tiempo a mi abuelo se le dio por los cerdos, pero a gran escala. Habíamos cosechado mucho zapallo forrajero y, como no tenía precio (“ni tiene ni tenderá”, decía el viejo), decidió armar la chanchería. Nos pusimos de tarea, porque hasta que no terminaba lo que estaba haciendo, el viejo no se detenía. Un pariente consiguió tres o cuatro camionetas de afrecho de maíz y ya tuvimos para darles de comer. Para los empiezos, al menos.
Arrancamos con dos chanchas preñadas que le cambiamos por un mulo y tres cabritos a un vecino, más un chancho grande que ya estaba engordando en la casa desde antes. Cerca del surgente instalamos un gran corral, bien seguro, con parideras, mucha sombra y, por supuesto, abundante agua.
En lo de los abuelos la vida era una fiesta constante mientras la infancia no terminaba de mandarse a mudar. Cabíamos primos, tíos, amigos en alegre camaradería en esa amplia casona hoy semidestruida, si no es polvo de olvidos abandonados. Los grandes iban y venían sin solución de continuidad, de la ciudad o del pueblo vecino, pero los chicos no los veíamos, no los notábamos. Si ellos estaban enfrascados en la lucha por la supervivencia, nosotros teníamos nuestras propias guerras de policías contra gauchos, de piratas y corsarios pasando del techo del calicanto al paraíso grande, peleando por el amor de una mujer imposible o para salvar del oprobio de la esclavitud a una nación imaginaria.
En el mundo de los adultos, al tiempo nacieron los primeros chanchitos, era fines de abril, el tiempo estaba fresco. Luego un vecino le regaló al abuelo otro cerdo para padre y, nos dimos a la tarea de capar al anterior para hacerlo engordar. Todo un trabajo esos animales de Dios, no vaya a creer. Nos llevó media tarde pillar, manear y tener quieto a ese bicho de unos cien kilos y mucha desesperación. No iba a regalar tan fácil su machismo, digámoslo así.
Dos o tres días lo curamos con Fluido Manchester, para que no se embiche, al principio adelgazó un poco, pero después empezó a engordar como gato de carnicero. Se pasaba quieto todo el día, echado en un rincón, salía sólo para comer con un hambre de piojo de peluca. Las hembras habían dejado hasta de mirarlo. Cuando estuvieron alegres otra vez, el joven se encargó de pisarlas y pasó a ser el Jim West del lugar.
Opinaban los mayores de la casa que el nuevo macho del chiquero tenía otra raza, lo veían medio pariente de los cerdos ibéricos, de esos del jamón de bellotas. Pero nada más era una de esas improbables y lejanas cruzas que se descubren mirando a los animales con bastante cariño y mucha imaginación.
Unos días después de Pascua de Resurrección, el viejo cerdo que durante mucho tiempo había sido bígamo, fue pasado por las armas. Días antes habíamos salido por los alrededores a comprar tripa inflada, la que se usa allá para los embutidos. Y durante dos días mi abuela, mi madre, mis tías y algunas ayudantes, se ocuparon de hacer chorizos de la mañana a la noche. En otro tiempo quizás mi abuelo hubiera vendido el chorizo por cuartas, porque además salió espectacular, pero éramos tantos en la casa que esa vez no alcanzó.
Ese invierno dimos cuenta de varios lechones al horno, carneamos una chancha grande, del primer matrimonio del chancho primigenio, mi abuelo vendió media docena de cachorros y, con mucho tiempo de anticipación empezó a prepararse para la Navidad y el Año Nuevo. Para las Fiestas de Fin de Año vendió, de a uno, más de 70 chanchitos de entre ocho y diez kilos de peso, bien forrajeados con maíz y alfa. Engordó los bolsillos para llevar a la abuela a la ciudad durante dos semanas y regresar cargados de regalos para el huilerío. Toda una fiesta, como sabía ser el pago en aquellos tiempos, vea.
Luego decidió que terminaría con el criadero de cerdos, alguno de mis primos más grandes quiso protestar, entonces le dijo que, si quería criar chanchos, se armara otro corral, bien lejos de la casa, no se oponía, pero ya no aguantaba la hediondez ni el mosquerío que traían esos animalitos de Dios.
Unos meses después, cuando los cerdos eran un recuerdo, una tarde, sentado en el sillón californiano, a la sombra de las cañas huecas en que todas las tardes tomaba mate, cerró el diario que estaba leyendo, se sacó los anteojos como hacía cada vez que estaba por decir algo importante o trascendente, y determinó que sembraría alfalfa para las vacas lecheras porque quería dedicarse a hacer quesos, si se podía, para vender, si no, para el consumo de la casa nomás.
Y empezó otra aventura.
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. Hermoso relato, Juan Manuel. Me trae gratos recuerdos. La gente en la ciudad encuentra los chorizos en un mostrador, sin imaginarse todo lo que involucra el proceso cuando no es industrializado. Tampoco se imagina el esfuerzo que requiere la vida en el campo. En su ignorancia, y ya que mencionaste el machismo, alimentan la creencia de que la mujer ha sido sometida por el hombre históricamente, cuando la realidad es que antes de la revolución industrial, cuando el 90% de la población vivía en el campo dedicada a la agricultura manual para alimentar a la población de esas épocas, tanto el hombre como la.mujer vivían una vida de mutua cooperación como única manera de sobrevivir, con la necesidad de tener muchos hijos para que sobrevivieran algunos, dedicarse a ellos, llevar adelante el hogar, mientras los hombres hacían la tarea dura de siembra, cosecha y manejo de animales.
    Realidades muy diferentes de las que se pregonan hoy desde micrófonos populistas.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

AÑORALGIAS Santiago querido

La Secco Somera lista (a completar), de lo que hay todavía en la ciudad mágica habitada por los santiagueños, sus sueños y saudades Algunas cosas que antes sabía haber en Santiago y no hay más, se perdieron para siempre, consignadas en este sitio para que al menos quede su recuerdo. Esta lista la publiqué hace algunos años en Feibu y los amigos la completaron. 1 Helados “Kay”, más ricos no hay. 2 El auto Unión, (con motor de dos tiempos, como la Zanella). 3 Las heladeras Vol-Suar. 4 Las prohibidas del Renzi (¡Coca!, cuánto amor). 5 La bilz de Secco (la de ahora no es lo mismo, qué va a ser). 6 El Santa Ana, El Águila, empresa Robert, el Manso llegando desde el fondo del saladillo. 7 Cheto´s bar. 8 El peinado batido de las mujeres. 9 El jopo (ha vuelto, pero como mariconada). 10 La nueva ola y los nuevaoleros. 11 El Tuco Bono. 12 El departamento Matará. 13 Panchito Ovejero vendiendo billetes de lotería. 14 La Porota Alonso. 15 La Gorda de Anelli. 16 Tala Pozo. 17 Mi tata. 18 Panadería L

LEYENDA El remís con chofer sin cabeza

Imagen de Facebook de David Bukret Un misterioso auto circula por las calles de Santiago y La Banda: un caso que está dando que hablar en todos lados Un hombre detiene su motocicleta en el parque Aguirre, lleva una mujer atrás, son las 3 de la mañana. Se apean debajo de un eucalipto, justo cuando empiezan a besarse aparece un auto, un remís que los encandila y se queda parado, como esperando algo. Ella pega un grito: “¡Mi marido!”, suben de nuevo a la moto y se van. Antes de irse, el hombre observa que en el remís no hay nadie, parece vacío, pero ya ha acelerado, a toda velocidad y no se va a detener. Ha pasado varias veces, según cuentan los parroquianos en el café con nombre y apellido, en una historia que va pasando de mesa en mesa, repitiéndose todos los días con más detalles. Las mentas hablan de un remís que aparece de manera impensada, no solamente cuando detecta traiciones amorosas, sino que asustó a varios muchachos que andaban trabajando de noche en casas que no eran las suya

EVOCACIÓN El triste final de la Dama de Hierro

Mercedes Marina Aragonés El recuerdo para quien el autor de esta nota llama Dama de Hierro, algunas anécdotas y la apreciación sobre una personalidad controvertida Por Alfredo Peláez No fue el final que posiblemente soñó en sus años de poder y esplendor. Cuando el nombre Nina paralizaba hasta el más taimao. Se fue en silencio, casi en puntas de pie, como vivió sus últimos años. Muy pocos lloraron a Marina Mercedes Aragonés de Juárez, la dama que supo ser de hierro, en tiempos idos. Seguramente coqueteó en esos años con un funeral al estilo Evita, con su féretro en el salón principal de la Casa de Gobierno, o en el Teatro 25 de Mayo, y largas colas de santiagueños para darle el último adiós. Pero solo fueron sueños de diva. Nada de eso ocurrió. Los diarios santiagueños apenas se hicieron eco de su fallecimiento. Al fin y al cabo, más importante eran los 470 años del pago que ella intento domesticar a rienda corta y chicote. Quedarán miles de anécdotas que la tuvieron como protagonista.