Libros (imagen de archivo) |
Hay dos clases de estúpidos, los que prestan libros y los que los devuelven, procure no hallarse nunca en ninguna de las dos categorías
Un amigo llega por primera vez a su casa y se da con que tiene una biblioteca en el living. Le pregunta si son los únicos y le dice que no, que ahí tiene los que más usa, pero en otros anaqueles y en otros placares ha guardado los que, a esta altura del partido quizás ya nunca necesite. Al tipo, casi un analfabeto que a gatas sabe firmar, le sale del alma pedirle:—Prestame este.No sabe de qué se trata, no lo leerá, aunque tarde en morir tres vidas más, no le importa la lectura, no sabe que el libro que pidió es parte de una colección, una de las pocas que tiene completa y que si lo pierde habrá bajado su valor a menos de la mitad, sin contar con que también se habrá depreciado, que es otra cuestión.El tipo lo único que quiere es llegar con un libro a la casa, hacerse el importante frente a la mujer, los hijos. Quizás intente leerlo esa noche, pero después del título enfrentará la palabra “Prólogo” y, como no sabe qué es, lo dejará de lado para ver a Marcelo Tinelli en la televisión o quizás algo peor, enfrascarse hasta la madrugada en una serie de Netflix, pedorra como todo lo que pasan por ahí.
Al día siguiente, la esposa o la señora que limpia su casa hallará ese objeto desconocido y lo dejará aparte, quizás en una cómoda, para que cuando vuelva el hombre decida qué hacer. Y se olvidará. Al otro día es posible que lo ubiquen donde están los zapatos o tal vez ande rodando un tiempo por la casa hasta que algún amigo de los hijos lo lleve a su casa, feliz de haber hallado papel para limpiar la parrilla, tan útil ahora que nadie compra el diario.
Usted, que prestó el libro, tiene dos sensaciones contrapuestas, la primera es de una leve felicidad porque el amigo le aseguró que esa misma noche volvería a leer, qué maravilla, contribuyó a sacarlo del sopor de la televisión. La segunda es desazón porque podría apostar, doble contra sencillo y más también, que nunca recuperará a “Shunko”, “Las doradas manzanas del sol”, “El informe de Brodie” o el primer tomo de la enciclopedia Quillet.
Algunas noches se despertará a las tres de la mañana, preguntándose si no es demasiado pronto para hablar con el amigo y pedirle la devolución del libro. Pensará que es posible que en una semana no haya tenido tiempo de leerlo y dejará pasar otra y otra más. Un buen día, al cabo de un mes, encontrará por la calle al amigo y aprovechará para decirle, con mucho cuidado:
—Me está haciendo falta el diccionario Quichua de Domingo Bravo que te presté, ¿cuándo puedo pasar por tu casa a retirarlo?
—No lo tengo.
—Pero yo te lo he prestado el otro día cuando has estado en casa.
—No me acuerdo. ¿En serio?
Si insiste un rato, como para salir del paso el otro le preguntará si está en las librerías y cuánto cuesta. Nunca le dirá que el que tenía estaba firmado por Domingo Bravo, había sido texto de consulta de su padre, tiene notas en los márgenes, escritas por él y otras suyas también. No se lo dirá porque no entenderá, no sabe que le acaba de arrancar una porción del corazón y que nunca más crecerá algo en ese lugar.
Para no hablar de los que piden regalado, un libro del que es su autor. Amigo, una impresión más que modesta, paupérrima, de cien ejemplares, de menos de cien páginas, papel pedorro, diagramado por usted y tapa en blanco y negro sale en estos momentos una pequeña gran fortuna. Desde que encaró la vocación de escribir sabe que no saldrá de pobre con los libros, pero al menos no quiere perder —tanta— plata.
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Y el tipo le pide que se lo regale, poniendo cara de: “Sos tan rata que te vas a negar”. Y uno, después de pensarlo un instante se lo entrega. El tipo tiene una tienda de ropa, pero nunca se le ocurriría ir a pedirle que le regale ni un par de medias. ¿Ha visto?, es como que los libros son un gusto de gente rica, que los hace imprimir para regalarlos.
Si pocos leen un libro prestado, menos respeto tienen por los libros que les regalan, salvo que sea, pongalé, la Antología de Poetas Santiagueños, de Alfonso Nassif, las colecciones que entregaba la extinta Fundación Cultural, u otros similares. El libro regalado que uno no pidió, cuando llega a su casa lo revolea lejos y ese maldito saldrá a la luz siempre que uno ande revolviendo en la biblioteca para buscar un texto perdido.
Otra cosita. Mucha gente supone que tener libros en la casa es una manía, como coleccionar estampillas, archivar las boletas de la luz o coleccionar autitos “Matchbox”.
—Qué te hace si tienes uno menos— pareciera que piensan.
Pero, oiga, capaz que a los filatélicos o a los que guardan autitos los entienden, pero, ¿libros?, ¿para qué? Además, piensan que usté ya es viejo y no le alcanzará la vida para leerlos a todos, uno menos es como que se llevaran una hojita de malvón de su casa o se guardaran el escarbadientes para seguir hurgándose cuando se hayan ido.
Es como que alguna gente descubre, por el brillo de sus ojos, por el orgullo de su voz o por algo distinto, vaya uno a saber, que siente algo por tu biblioteca. Y quiere probarlo, como dicen “para que no te hagas mezquino”. Entonces en un acto de pura maldad, le pedirá que le preste el segundo tomo del diccionario de la Real Academia, sabiendo que no lo devolverá. Usará cualquier excusa de imbéciles para la solicitud, como decir:
—Es para mostrarle a mi señora el significado de la palabra “xilofón”.
—Está en internet, amigo, la Real Academia ha subido todo su contenido a la red.
—Pero yo quiero mostrársela ahí— señalará el libro, como un hambriento que te pide un pedazo de pan.
Y usted, que acaba de perder un libro, se lo entregará mansamente, sabiendo que pocos días después le negará en la perra cara habérselo llevado.
La verdad es que los libros no se piden, es de mala educación pedir cualquier cosa cuando uno está de visita. No va a la casa de otro y señalando un florero, una silla, un armario, los pide prestado. No. Pareciera que un libro es un objeto ínfimo, casi como un gustito del dueño de casa, y es lícito llevarse uno, total, para qué quiere tantos.
Uno, que sabe el valor de las bibliotecas, cuando va a la casa de un amigo y hay una, por ahí, si le dan changüí, mira los títulos en los lomos y con eso tiene una idea de la forma de pensar del dueño de casa. Pero nada más. Nunca se le ocurriría pedir uno prestado. Cree que es, más o menos como intentar levantarle la pollera a la mujer del otro.
Los palurdos maleducados del mundo actual, que apenas aprendieron a firmar y se recibieron quizás de bachilleres, contadores, ingenieros o abogados sin jamás haber abierto un libro —porque ahora sólo piden apuntes en las universidades— creen que pueden venir a la casa de uno y cometer la ofensa de pedir prestado un libro.
Esta nota iba a comenzar recordando el dicho que sostiene que hay dos clases de estúpidos, los que prestan libros y los que los devuelven. Bueno, deje de ser estúpido.
Y al próximo que le pida uno prestado, mandeló a la mierda, al carajo o a la reputa madre que lo parió.
Listo.
©Juan Manuel Aragón
A 26 de septiembre del 2023, en Vilmer, esperando el Estrella
Todo un tema, ciertamente. Antes, en una vida pasada, prestaba libros y no pocas veces los pedía por confiar en quienes no debía confiar. Aunque me costaba mucho hacerlo, también pedía prestado y me preocupaba en devolverlos.
ResponderEliminarLuego llegaron los BBS y por detrás el Web. No pasó mucho tiempo para que acceda a los libros en línea. Una maravilla
Epeeee, a una le pedí la cartera y me corrió a la mierda y era por un ratito nada más.
ResponderEliminarMe manejo por los mismos principios, Juan Manuel, y tengo el mismo criterio para juzgar a quien presta sus libros.
ResponderEliminarEs que para mi no existe el concepto de libro "ya leido" que pasa a la categoría de un objeto ocupando un lugar en un estante.
Siempre quedan frescas en mi mente ciertas ideas, pensamientos, frases y juicios en los.libros que he leído, a los que por algún artículo que decido escribir o charla en la que tengo que participar, debo regresar a ellos para tomar el concepto o ejemplificar la idea. Por lo tanto mis libros siempre están vigentes y evito caer en la estupidez de prestarlos, en el entendimiento de que si alguien tiene interés en el tema estará justificado en comprárselo.
Hermoso artículo, doloroso por dónde se mire. Perdí libros maravillosos por prestarlos a personas supuestamente de confianza y jamás los recuperé. También regalé libros como una muestra de cariño y respeto, a quien creí que lo leería. Hoy, no presto libros, solo ofrezco un sillón si quieren venir a leer en mí casa y regalo libros solo a quien, antes, tuvo la deferencia de alcanzarme uno suyo para que le dé su opinión o porque tiene un especial afecto hacia mí persona.
ResponderEliminarPor respeto a los escritores que conozco y de su valía, cuando puedo, compro sus libros durante la presentación, o los adquiero en las librerías del medio, y muchos de ellos ni siquiera saben que los tengo, además he aprendido a compartir los que son de mí agrado, llevándolos a bibliotecas o escuelas de otros países y provincias, para que puedan conocer lo valioso que tenemos dentro de quienes se dedican a escribir y pertenecen a la región NOA. Duele saber que hay quienes no valoran el esfuerzo que significa publicar...
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