Mi tía María, finada, mi primo Carlos |
Cómo agrandé la familia en un viaje de Tucumán al departamento Jiménez
La casualidad llevó a que un día que viajaba de Tucumán al departamento Jiménez de Santiago, duplicara mi familia repentinamente y me consiguiera parientes que hasta ese momento no sabía que tenía.Había un paro de ómnibus en Tucumán, Carlos Singh, el chofer, igual salió de la terminal vieja y a las pocas cuadras lo interceptaron unos gremialistas armados con piedras y palos; allá suelen ser bravos los muchachos de los sindicatos, no como en Santiago. Carlos les explicó que había gente que debía volver al pago porque no tenía dónde quedar en la ciudad. Pero cuando lo amenazaron con romperle ese coche y todos los demás, nos bajó a los pasajeros y nos deseó suerte.Viajaba ese día Domingo Llanos, no recuerdo si todavía era operador de la radio policial o ya era jefe del destacamento del Bobadal. Como iba de uniforme le dije que nos larguemos a dedo para llegar al pago. Recuerdo que caminamos todo el parque 9 de Julio y antes de llegar al puente, un auto nos acercó hasta Alderetes, desde ahí un camión nos llevó hasta el Mástil y de nuevo una camioneta se apiadó y llegamos a Piedrabuena.
En Piedrabuena, a 30 kilómetros del pago, sucedió la maravilla que le conté: casi en la raya de Santiago y Tucumán, en un abrir y cerrar de ojos agrandé mi familia para llevarla al doble o triple de los que entonces éramos.
Mire lo que sucedió, justo estaba saliendo un camión que iba al Bobadal y a Domingo, como era policía lo hicieron subir a la cabina, a mí me dejaron ir atrás con un grupo de muchachos más o menos de la misma edad. Antes de llegar a la entrada de Villa María, todavía en la provincia de Tucumán, uno de los changos dijo algo así como que yo era parecido a mi pariente.
—¿A qué pariente? —pregunté.
—Al que va al lao —respondió.
Entonces miré al sonriente muchacho que venía a mi izquierda, medio rubión y con un aire a no sé quién.
—Es tu primo —dijo otro.
Carlos Verón era el chango que le digo, hijo de María Sierra, que a su vez era dicha hija (como sabían decir antes), de mi abuelo. Algo sabía de esa historia de mi abuelo, pero nunca había tenido una confirmación. Lo miré dos o tres veces y no va a creer amigo, era la viva imagen de mi abuelo cuando joven, en unas viejas fotografías en blanco y negro que teníamos en casa. Igualito. Me alegré muchísimo, como siempre que en la vida me he topado con parientes conocidos o desconocidos.
Si usted tiene la sospecha de que la persona que tiene al frente es pariente cercano o lejano, siempre es más fácil hacerse amigo, coincidir, ya habrá tiempo, más adelante, cuando sean chanchos amigos, de descubrir que no tienen nada que ver. Cada vez que me presentan a alguien con alguno de mis apellidos, al instante se lo hago notar y siempre digo que seguramente debemos venir de la misma familia, y hurgando un poco en sus recuerdos y en los míos, a veces llegamos a la conclusión de que sí, tenemos algún tatarabuelo en común.
La cuestión es que al tiempo Carlos Verón me invitó a un asado con sus amigos y unos días después fui a su casa y me presentó a su madre, mi tía María, a su hermana María Delia, a sus sobrinas, que desde ese día también son mis sobrinas. Y, con las hermanas de María Delia, sus hijos, sus nietos, mi parentela se hizo más grande de lo que había sido hasta entonces. Además, era —y sigue siendo —gente linda, animosa, bien dispuesta y, a pesar de la distancia física, pues mi abuelo nunca reconoció esa hija, con parecidos asombrosos, no solamente en los rostros, sino también en las actitudes, los gestos, algunas maneras.
Pero ese día, cuando iba llegando a los azules eucaliptos de Sol de Mayo, tres kilómetros antes de Bobadal, y me apeé de aquel camión, sentí el alma henchida, una alegría inmensa me brotaba del corazón. Aquel amor de mi abuelo con la —para mí —desconocida Rosario Juárez, me daba de regalo y como frutos impensados, unos parientes que siempre me están esperando con la alegría de quien aguarda la llegada del hijo pródigo.
A veces me veo reflejado en ese abuelo a quien he querido con un amor de hijo más que de nieto y me acuerdo de ese pago en el que pasé todas mis vacaciones desde que tengo uso de razón, hasta muchos años después de que se murió. Pienso en sus virtudes, en el indestructible amor que tuvo por mi abuela, porque aquellas aventuras juveniles fueron anteriores a ella y en el oasis que construyó en medio de un bosque inmenso, para que los hijos y los nietos tuviéramos un lugar al que volver siempre, aunque sea con los recuerdos.
Y le doy las gracias cada vez que rezo por la salvación de su alma, porque seguramente desde el Cielo guio mis pasos aquel día, para que me topara con un primo inesperado a la orilla de un camino cualquiera, justo en la frontera entre Tucumán y Santiago.
©Juan Manuel Aragón
A 1 de febrero del 2024, en la plaza Libertad. Amagando sentarme en un banco
Uno puede pensar que ese feliz encuentro no se habría producido si no había un paro de colectiveros. Igual, no olvidemos que cualquier servicio público no es para cualquiera. No cualquiera está capacitado para ser empresario, sindicalista, chofer, presidente de algo, etc.
ResponderEliminarAclaro: Un servicio público no debería estar a cargo de cualquiera.
ResponderEliminarLos caminos de la vida no son como nadie pensaba y menos yendo al central lugar que en un camión se parece a las fiestas de antaño. Poética reflexión que alegra revivirlas
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