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Dibujo de Juan, mi chango |
En qué momento un cuento viejo, quizás el primero de la vida, se convirtió en una realidad tangible gracias a mi amigo Chito Cáceres
Un buen día mi amigo Chito Cáceres me dice que tiene un secreto y quiere contármelo. Alguna vez me había dicho que era sobrino nieto de Pica Cáceres, el personaje santiagueño de leyenda, al que se le atribuyen aquí todos los cuentos que en el resto de la Argentina son de Jaimito o de algún otro. Recuerdo que hace mucho, en un asado en su casa del barrio Smata, su padre, un hombre sencillo y conocedor de la ciudad, me contó que era cierto, eran parientes, pero no recordaba casi nada del hombre.Viene a cuento la historia porque una tarde le dije a Chito que casi todos los cuentos que circulan en la Argentina o en Santiago, atribuidos a su pariente o al porteño Jaimito, es posible que fueran inventados en Méjico, país cuya gente tiene fama de expansiva, divertida, amable y cordial. “Puede ser —respondió— pero algunos deben haber ido también de aquí para allá”.Es cierto, las relaciones culturales por medios subterráneos suelen ser misteriosas: quién le dice que no existía un contacto secreto entre argentinos y mejicanos antes de la aparición de la internet. Cuando se popularizó la red ya todo se explicó más fácil, de tal suerte que ahora, en muchas ocasiones algo parece suceder al mismo tiempo en muchos lugares del mundo, pues no se sabe bien en cuál comenzó.Hace dos o tres meses Chito me recordó aquella conversación y empezó a contarme una larga historia del padre, muerto hace unos cuantos largos años. Dijo que antes de morir le confió un objeto que había tenido en su casa mucho tiempo y quería que lo guardara como preciosa herencia y prueba de su amor paterno.
—Qué es—pregunté.
—Vení a casa uno de estos días si quieres que te muestre— respondió.
Y ayer me acordé. Andaba con tiempo, así que agarré la bicicleta y enfilé para la casa de Chito. Antes de seguir, le cuento, es de esos amigos que hace varios años frecuentaba mucho, casi todos los domingos estaba plantificado en su casa comiendo un asado. Después nos fuimos alejando por esas cosas de la vida, no nos vemos mucho, pero nunca mermó el cariño que nos tenemos. Y cada vez que nos topamos es como si nos hubiéramos visto ayer nomás. He visto crecer a sus hijos desde muy niños y su señora, Graciela, exactamente de mi misma edad, nacidos el mismo día, es como una hermana. Cuento esto para que se vea que estoy narrando algo cierto, esto no es un cuento, no es una mentira inventada para divertir a lectores incautos. Después, si me quiere creer, es asunto suyo, qué me importa.
El caso es que llegué a la casa de Chito, tomamos unos mates y nos pusimos al día con chismes de la gente conocida, los amigos que se han ido esas cosas. Hasta que le recordé aquello. Me llevó al dormitorio y sacó una caja grande de un placar. Había algo envuelto en diarios, como si hubieran sido copas, o algo delicado. Estaba desenvolviéndolo cuando de repente se detuvo:
—¿Te acuerdas del otro día cuando hablábamos de que hay cuentos que fueron de aquí a Méjico y no al revés?— me preguntó.
—Por supuesto— dije.
—Entonces lo que te voy a mostrar te va a gustar.
En vez de la cristalería que me imaginaba, sacó un viejo lavatorio enlozado, como los que sabía haber en la casa de los abuelos.
—¿Qué es?— le pregunté, con mucha curiosidad.
—¿No lo reconoces?
—Sé lo que es, si a eso te refieres, pero a este no lo había visto nunca, creo.
—Es el bolero del padre de Pica Cáceres, mi pariente.
En ese momento la cabeza me dio un vuelco, volví a la infancia, a la calle San Juan primera cuadra, me vi de nuevo jugando al ohíto chipaco en la canchita, con los changos de la cuadra, riéndonos del cuento, que ya por entonces era viejo. Igual, para nosotros el mundo estaba flamante, chalita, así que estas historias nos hacían gracia y los repetíamos como si estuviéramos descubriendo algo flamante. Estrenábamos en el mundo todos los días, en interminables partidos de fútbol, aprendiendo a fumar, mirando las chicas como si estuvieran recién inventadas para nosotros.
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Resumen apretado: “La señorita les pide a los alumnos que al día siguiente lleven un disco. Juancito llevará uno de tangos, Alfredito dijo que en su casa tenían uno de jazz, Pedrito dijo que en llevaría uno de folklore, y Pica Cáceres prometió llevar un bolero de su papá. Al día siguiente, cuando le piden a Pica que muestre su disco, pone un lavatorio. ¿Eso qué es?, pregunta la maestra. Pica contesta: ´Un bolero, señorita´. ¿Cómo que un bolero?, yo veo un lavatorio ´Lo que pasa, señorita, es que en este recipiente mi papá se lava las bolas´”.
Y ahí tenía, ante mis ojos, el lavatorio —la jofaina, dirían los españoles— en que el padre de Pica Cáceres se lavaba las partes, y que fuera protagonista del primer cuento hecho y derecho que oí en mi vida.
—¿Tienes pruebas de que este haya sido efectivamente el bolero de su tatarabuelo?— le pregunté a Chito.
—Ese es el problema, pruebas, lo que se dice pruebas fehacientes, no tengo. Pero me lo dijo mi papá antes de morirse, me aseguró que su pariente lo usaba también para afeitarse, lavarse la cara a la mañana, en fin. Y mi papá no tenía por qué mentirme. Además, era un hombre recto y no iba a andar contándome macanas.
Estaba extasiado, de repente tenía ante mi vista un objeto que todos los chicos habíamos imaginado alguna vez, prácticamente desde el Río Bravo, frontera de Méjico con los Estados Unidos, hasta Ushuahia. Quién sabe, tal vez el cuento había cruzado el mar y se lo narraba en España o en otros lugares del mundo, en otros idiomas, en Siberia quizás, en Japón, no sé en la Conchinchina, en el culo del mundo. Y ahí estaba, flamante, mirándome desde uno de sus descascarados bordes.
Un buen rato estuve en silencio, pensando en el significado que tendría para mí esa mañana en que después de unos mates, en una revelación maravillosa, conocí el famoso lavatorio que llevó Pica Cáceres a la escuela. Lo que me llevó a concluir que quizás los cuentos populares tienen un asidero en la realidad, tal vez no sean tan mentirosos y haya algo de verdad en ellos, una pizca de la realidad colándose en un mundo de fantasías.
Chito llevó cuidadosamente el lavatorio al comedor, donde tomábamos mate, lo tomaba por los bordes, como si estuviera llevando, no sé, el cuadro de la Gioconda, los platos de sopa franceses traídos por la abuela desde Francia.
Chito llevó cuidadosamente el lavatorio al comedor, donde tomábamos mate, lo tomaba por los bordes, como si estuviera llevando, no sé, el cuadro de la Gioconda, los platos de sopa franceses traídos por la abuela desde Francia.
Ese día estuve hasta cerca del mediodía en su casa, me invitó a comer, pero no podía quedarme. Antes de irme, me dijo:
—Agarralo para que veas que es de verdad, que no estás soñando.
Pero me daba impresión, así que le dije:
—No, dejá nomás.
Y me marché.
Cuando venía por la Lavalle, me reía sólo.
Sería felicidad, no sé.
—Agarralo para que veas que es de verdad, que no estás soñando.
Pero me daba impresión, así que le dije:
—No, dejá nomás.
Y me marché.
Cuando venía por la Lavalle, me reía sólo.
Sería felicidad, no sé.
©Juan Manuel Aragón
Árbol de Manogasta, 1 de septiembre del 2023
Árbol de Manogasta, 1 de septiembre del 2023
Incomprobable. Por supuesto que los cuentos populares tienen un asidero en la realidad.
ResponderEliminar¡Felicitaciones, Juan Manuel!
Anécdotas del Taxi 🚕
Jajajaja Jajajaja ¿se lavaba solo las bolas?
ResponderEliminarDicho popular que recitaba mi amigo , el poeta, Rubén Arguello, de Ojo de Agua: “ El boticario, don Teodoro Moya, se lavó las bo…..en una olla, y su mujer confiada por entero, con el agua de las bo …hizo el puchero”
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