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INVIERNO Tía Olinda desnuda


Mujer entrevista

En ocasiones una calle tiene recuerdos vivos de lo que fueron algunos vecinos, que regresan a ella como fantasmas de un tiempo sin edad

Cuando la tarde resplandece la agonía de la jornada, el tío Joaquín enfila rumbo a la que supo ser su casa, en la avenida Moreno, entra por una rendija de la obra en construcción, siete pisos en altura y, sin que lo vea el sereno, revuelve los baldes, las cucharas, la pintura y se esconde tras las columnas de hormigón si siente ruido de gente.
Cuando se vino del campo, fines de la década del 50 del siglo pasado, era joven y fuerte, la tía Olinda era una hermosa y sensual morocha enamorada de él, del primero al último día de su vida, y Cristina, la hija, llegaría mucho después. Hizo varios buenos amigos en la ciudad, con el tiempo algunos fueron quedando en el camino hasta que, a fines de la década del 80, él también partió para el otro barrio. La tía Olinda no demoró en seguirlo y Cristina quedó viviendo un tiempo en esa gran casa con un patio enorme, repleto de plantas de limonero.
Mientras vivía, de vez en cuando volvía al pago, llegaba a la casa de unos amigos, pedía prestado un sulky y salía a visitar parientes y conocidos. Los sobrinos más jóvenes lo tenían como una especie de gaucho renegado moderno, sobre todo porque —según contaba la abuela— un buen día se mandó a mudar con la Olinda, una chica que trabajaba en la casa, en vez de elegir a las muchas buenas chicas que había en el pueblo. Sin dar muchas precisiones contaban que "esa", como le decían, había tenido “algunas oscuras historias de las que más vale callarse”.
Al tío Joaquín no le importó nada de nada, se enamoró un día y a la semana la estaba robando, como se estilaba en esos tiempos. Primero fueron a la cosecha de caña en Tucumán y después en vez de volver al pago vinieron a Santiago.
Al principio vivieron en una choza de chapas, cerca del cementerio, pero gracias a su visión del trabajo y algunos buenos negocios que hizo, pronto tuvieron un terreno en la calle Moreno, sobre el que edificaron una hermosa casa que permaneció en pie hasta hace pocos meses.
Nunca olvidaría que aquellos primeros tiempos se convirtieron en años de una pasión desenfrenada. Recordaba una noche, con la ventana abierta, cuando ladraban los perros en la otra cuadra, por la calle pasaba quizás un coche de plaza y después del amor la observaba enormemente desnuda sobre la cama, sus pechos erguidos mirando la luna, sus curvas y contracurvas y esos vericuetos que había recorrido con un hambre de cariño sin freno, sin principio ni fin mientras ella acariciaba su cabello.
Después de renegar unos años en ese enorme caserón que le quedaba como diez números grande, Cristina, la hija, se mudó. Alquilaba las habitaciones a familias que estaban en apuros, pobres de ocasión, hasta que se casó, y el marido, los hijos, las circunstancias, la obligaron a venderla. Los inquilinos le contaban que de noche se sentían pasos, había como brisas frescas de una ventana que se abría y algo movía las ollas, los sartenes, los platos en la cocina.
Los nuevos dueños primero demolieron la casa y luego encararon la construcción de un edificio de departamentos. Los vecinos que conocieron al tío Joaquín, cuentan que algunas tardes creen reconocerlo en un viejo que pasa fugazmente frente a sus casas, cuando quieren mirarlo de nuevo, ya no está: atribuyen sus visiones a una trampa del inconsciente, que quiere ver de nuevo al viejo paseando por una vereda que alguna vez fue familiar y ahora es la Moreno, ruidosa avenida, impersonal y descreída.

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En la terraza de lo que fuera su casa, un tiempo el tío Joaquín criaba patos que vendía a las familias pudientes, junto con la receta para cocinarlo a la naranja que había sacado de una revista Leoplán, hasta que se acabó la moda y tuvieron que pasar un tiempo largo con la tía Olinda, alimentándose a pato. Ella decía que en cualquier momento iba a salir volando, como esas bandadas que pasaban a la noche por el cielo de Santiago que, por ese tiempo conservaba todavía el azul de toda la vida.
El viejo ahora pasea del segundo al tercer piso por escaleras de cemento, desacomoda un fratacho aquí, mueve una carretilla por allá, no mucho, lo suficiente como para hacerse notar al otro día con esa extrañeza de quienes dejaron las cosas puestas de determinada manera y al volver están levemente chanfleadas. Dentro de un tiempo será la sutil presencia que pasará del cuarto B al segundo A, cuando no haya nadie en los departamentos, haciendo que sus dueños sientan su presencia junto al dejo de un aroma de los horrendos y malolientes cigarrillos Particulares sin filtro que fueron en gran parte los culpables de que marchara a la tumba antes de lo esperado.
El sereno de la obra duerme pegado a la puerta de entrada, le dice al encargado que de noche la recorre para ver si quiere entrar alguno por el fondo, la verdad es que no se anima a dar dos pasos en esa oscuridad, sabe que alguien lo está espiando desde el fondo de la obstinada penumbra de la construcción.
Sospecha que algo se esconde, no sabe si la noche del sábado al domingo soñó con una morocha hermosa, como nunca había visto en su vida, pasar desnuda por la obra, sin tropezar con las escaleras, dejaba a su paso un perfume como de bosque santiagueño en flor, una tarde
 de un invierno suave, justo como el que no termina de pasar en Santiago, con ocasos que resplandecen cuando se van muriendo de recuerdos y tiempos que, si Dios quiere, no han de volver ni en tres eternidades juntas.
©Juan Manuel Aragón
A 16 de septiembre del 2023, en el barrio Bruno Volta, jugando de arquero

Comentarios

  1. A veces lo veo al Tío Joaquín, cruzando la Moreno de un lado a otro, parado en "su" esquina esperando el guiño del semáforo.

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  2. Qué hermoso relato!!!! Siempre Juan.

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