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1193 ALMANAQUE MUNDIAL Saladino

Saladino, ilustración

El 4 de marzo de 1193 muere Saladino, sultán de Egipto, Siria, Yemen y Palestina, fundador de la dinastía ayubí y el héroe que recuperó Jerusalén para su pueblo


El 4 de marzo de 1193 murió Saladino en Damasco. Había nacido entre el 1137 y el 1138 en Tikrīt, Mesopotamia (ahora Irak). Fue un sultán musulmán de Egipto, Siria, Yemen y Palestina, fundador de la dinastía ayubí y el más famoso de los héroes musulmanes. En las guerras contra los cruzados cristianos, logró un gran éxito con la captura de Jerusalén, el 2 de octubre de 1187, terminando con casi nueve décadas de ocupación de los francos.
Nació en una destacada familia kurda. La noche de su nacimiento, su padre, Najm al-Dīn Ayyūb, reunió a su familia y se mudó a Alepo para entrar al servicio de ʿImad al-Dīn Zangī ibn Aq Sonqur, el poderoso gobernador turco del norte de Siria. Creció en Baʿlbek y Damasco, y era aparentemente un joven mediocre, con mayor gusto por los estudios religiosos que por el entrenamiento militar.
Su carrera comenzó cuando se unió al personal de su tío Asad al-Dīn Shīrkūh, importante comandante militar bajo el mando del emir Nūr al-Dīn, que era hijo y sucesor de Zangī. Durante tres expediciones militares dirigidas por Shīrkūh a Egipto para evitar su caída en manos de los gobernantes cristianos del reino latino de Jerusalén, se desarrolló una lucha compleja a tres bandas entre Amalarico I, el rey de Jerusalén, Shāwar, que era poderoso visir del califa egipcio Fāṭimid y Shīrkūh. Después de la muerte de Shīrkūh y de haber ordenado el asesinato de Shāwar, en 1169, a la edad de 31 años, Saladino fue nombrado comandante de las tropas sirias en Egipto y visir del califa fatimí del lugar. Su rápido ascenso al poder debe atribuirse no sólo al nepotismo de clan de su familia kurda sino también a sus talentos. Como visir de Egipto, recibió el título de “rey” (malik), aunque generalmente era conocido como el sultán.
Su posición mejoró aún más cuando, en 1171, abolió el débil e impopular califato chií fatimí y proclamó el retorno al Islam sunita en Egipto. Aunque teóricamente permaneció durante un tiempo vasallo de Nūr al-Dīn, esa relación terminó con la muerte del emir sirio en 1174.
Usó sus ricas posesiones agrícolas en Egipto como base financiera y pronto se trasladó a Siria con un ejército pequeño, pero estrictamente disciplinado para reclamar la regencia en nombre del joven hijo de su antiguo soberano. Pero, pronto abandonó esta pretensión y desde 1174 hasta 1186 se contrajo a unir, bajo su propio estandarte, todos los territorios musulmanes de Siria, el norte de Mesopotamia, Palestina y Egipto.
Lo logró mediante una hábil diplomacia respaldada por el uso rápido y decidido de la fuerza militar. Poco a poco creció su reputación como gobernante generoso y virtuoso pero firme, carente de pretensiones, libertinaje y crueldad. En contraste con la amarga disensión y la intensa rivalidad que hasta entonces habían obstaculizado a los musulmanes en su resistencia a los cruzados, la unidad de propósito de Saladino los indujo a rearmarse física y espiritualmente.
Siempre estuvo inspirado por una devoción intensa e inquebrantable a la idea de la yihad o guerra santa. Era una parte esencial de su política fomentar el crecimiento y la difusión de las instituciones religiosas musulmanas.
Cortejó a los eruditos y predicadores, fundó colegios y mezquitas para su uso y les encargó que escribieran obras edificantes, especialmente sobre la yihad. A través de la regeneración moral, parte genuina de su propia vida, trató de recrear en su propio reino algo del celo y entusiasmo que habían resultado tan valiosos para las primeras generaciones de musulmanes cuando, cinco siglos antes, habían conquistado la mitad del mundo conocido.
También logró inclinar el equilibrio de poder militar a su favor, uniendo y disciplinando a un gran número de fuerzas rebeldes que empleaban técnicas militares nuevas o mejoradas. Cuando por fin, en 1187, pudo dedicar todas sus fuerzas a la lucha contra los reinos cruzados latinos, sus ejércitos eran sus iguales. El 4 de julio de 1187, ayudado por su buen sentido militar y por una fenomenal falta de él, de su enemigo, atrapó y destruyó de un solo golpe a un ejército de cruzados exhausto y enloquecido por la sed en Ḥaṭṭīn, cerca de Tiberíades, en el norte de Palestina.
Tan grandes fueron las pérdidas en las filas de los cruzados en esta batalla que los musulmanes rápidamente invadieron casi todo el reino de Jerusalén. Acre, Torón, Beirut, Sidón, Nazaret, Cesarea, Nablus, Jaffa (Yafo) y Ascalón (Ashqelon) cayeron en tres meses. Pero su mayor logro y el golpe más desastroso para todo el movimiento cruzado se produjo el 2 de octubre de 1187, cuando Jerusalén, santa para musulmanes y cristianos, se rindió a su ejército después de 88 años en manos de los francos.
Saladino planeó vengar la masacre de musulmanes en Jerusalén en 1099 matando a todos los cristianos de la ciudad, pero accedió a permitirles comprar su libertad siempre que no molestaran a los vecinos musulmanes.
Su repentino éxito, que en 1189 vio a los cruzados reducidos a la ocupación de sólo tres ciudades, se vio, sin embargo, empañado por su fracaso en capturar Tiro, una fortaleza costera casi inexpugnable a la que acudieron en masa los sobrevivientes cristianos dispersos de las recientes batallas. Sería el punto de encuentro del contraataque. Probablemente, Saladino no anticipó la reacción europea ante su captura de Jerusalén, acontecimiento que conmovió profundamente a Occidente y al que respondió con un nuevo llamado a una Cruzada.
Además de muchos grandes nobles y caballeros famosos, esta cruzada, la tercera, involucró en la lucha a los reyes de tres países. La magnitud del esfuerzo cristiano y la impresión duradera que causó en sus contemporáneos dieron al nombre de Saladino, como su valiente y caballeroso enemigo, un brillo añadido que sus victorias militares por sí solas nunca podrían conferirle.
La Cruzada en sí fue larga y agotadora, a pesar del genio militar obvio, aunque a veces impulsivo, de Ricardo I (Corazón de León). Ahí radica el mayor logro de Saladino, aunque a menudo no reconocido. Con levas feudales cansadas y poco dispuestas, comprometidas a luchar sólo una temporada limitada cada año, su voluntad indomable le permitió luchar contra los más grandes campeones de la cristiandad hasta empatar.
Los cruzados conservaron poco más que un precario punto de apoyo en la costa levantina, y cuando el rey Ricardo abandonó Oriente Medio, en octubre de 1192, la batalla había terminado. Saladino se retiró a su capital en Damasco.
Luego las largas temporadas de campaña y las interminables horas sobre la silla de montar lo alcanzaron y murió. Mientras sus familiares estaban peleando por partes del imperio, sus amigos descubrieron que el gobernante más poderoso y generoso del mundo musulmán no había dejado suficiente dinero para pagar su tumba.
Su familia continuó gobernando Egipto y las tierras vecinas como la dinastía ayubí, que sucumbió a la dinastía mameluca en 1250.
©Juan Manuel Aragón

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