El Bobadal, en una fotografía tomada de Google |
Un recuerdo para un primo que he querido mucho y que murió este año después de un tiempo en un sanatorio
Lo he querido mucho a mi primo Carlos Verón, hijo de María Juárez, que a su vez era hija de mi abuelo Emiliano. Tipo simpático, querible, de sonrisa franca y manos siempre abiertas para ayudar a los vecinos, vivió siempre en El Bobadal, departamento Jiménez, Santiago del Estero. Era el chofer de la ambulancia del hospital, el que traía los enfermos a Santiago o los llevaba a Tucumán. Ya he contado otra vez cómo nos conocimos. Era, de entre todos los nietos de mi abuelo, el que, en su juventud más se le parecía. Usted veía caminar a Carlos y ahí estaba mi abuelo. En eso eran igualitos. Mi abuelo nunca la reconoció a la tía María, que tenía la voz medio ronquilla de los Hernández, no sé, razones habrá tenido.
La última vez que anduve en El Bobadal fue en Año Nuevo. Fuimos con mi familia el 31 y volvimos el primero de enero. Aproveché un ratito y fui con mi hija a verlo a Carlos, estaba con un amigo, en su casa, tomando unos mates. Estuvimos un rato conversando, yo sabía que estaba mal y tuve la sensación de que era la última vez que nos veíamos. Después, una de nuestras sobrinas me avisó que lo habían internado y me iba pasando las novedades: “Está en terapia intensiva”, “lo han vuelto a una habitación común”, “está en terapia de nuevo”. Y así, hasta que un día, hace poco, me dio la triste noticia. Se había ido para siempre. Después le pedí unas fotos a la sobrina, me las mandó y después las perdí y ayer, cuando terminé la nota, no las encontraba.
Mi tía María y Carlos, mi primo |
Era un tipo cabal, dicen en el pago que jamás se llevó mal con nadie y visto desde aquí parece muy poco, pero allá significa más que lo que expresan las palabras, porque es: “Siempre estuvo a disposición, fue amable con todos, cumplió las sagradas reglas de la hospitalidad, sonrió mucho más de lo que anduvo enojado, no se le conocieron enemigos, no anduvo en malas yuntas y se hizo querido de los vecinos”, entre tantos otros significados de las palabras de mis paisanos. La verdad es que el pago querido aquel ha perdido un puntal de honestidad, de amistad y sonrisa franca, fresca y siempre alegre.
Le gustaban los gallos y llegó a tener varios y buenos, y alguna vez me invitó a las riñas. Le gustaban también las reuniones con amigos y a pesar de que heredó la diabetes de mi abuelo, como varios de mis parientes de allá, no dejó de compartir un vino de vez en cuando. De joven jugaba a la pelota para El Bobadal. Y en esos entreveros de la vida se hizo de muchísimos amigos, que lo recuerdan muy bien.
Hoy, que al fin sale esta crónica medio deshilachada, vaya un saludo para mis parientes del Bobadal, pueblo que, si tiene unos 1500 habitantes, más o menos la mitad son parientes y buena gente. Y un beso y un abrazo para mis primas, mis sobrinos y sus familias.
Juan Manuel Aragón
A 22 de abril del 2024, en La Cañada. Mirando pasar la vida.
©Ramírez de Velasco
Y de yapa, mi escrito sobre las Delias, publicado hace un tiempo largo en Feibu
Son toda una tradición, las Delias en mi familia. Mi bisabuelo Emiliano Hernández se casó con Delia Vieyra, santiagueña, de Loreto. Su hija mayor fue Mercedes Delia Josefa, mi tía Delita. Que se casó con Juan Carlos Sanguinetti, militar que llegó a general de la Nación. Tuvieron tres hijos, una era mi tía Cuca, María Delia Sanguinetti, casada con Carlos Napoleón Ramírez, también militar. Tuvieron una hija Delia, Delita Ramírez, mi prima. Que se casó con Jorge Asp y tuvieron tres hijos, una es Ingrid Delia, que viene a ser sobrina mía y cortó la tradición porque no siguió el Delia con sus hijas. Un hijo de Juan Carlos Sanguinetti, con su mismo nombre, a una de sus hijas la llamó María Delia; casada con Alberto Valentini, tuvieron dos hijas, pero ninguna con el nombre familiar, lo que le valió algún reproche del padre.
El casco de la estancia que tenían en el departamento Jiménez de Santiago, “Tinajeras”, tenía una hermosa casa llamada, justamente “Villa las Delias”.
Mi tío Arturo Hernández, hermano de mi abuelo, a una de las hijas le puso Sara Delia, Sarita Delia, pero ignoro por ese lado de la familia si alguna otra mujer tiene el nombre.
En casa, mi abuelo le puso el nombre de su madre a una de sus hijas, mi mamá, que a su vez llamó así a Delia Inés, que tiene un solo hijo. Ningún otro hermano quiso usar el nombre porque era de ella. Si hubieran sabido que sólo lo tendría a Bautista, cualquiera de los otros le ponía Delia a una de sus hijas. De hecho, Rosarito, hija de Eufemiano, se llama así por mi mamá, que era “Delia Josefina del Rosario”. Y si Juan era mujer, también se iba a llamar Delia Justina, por mi mamá y mi suegra. Mi suegro sabía de esta idea mía y dijo: “¡Jáh!, mansita te lo hai salir”.
Y aquí viene la parte jodida de la nota. Pero si voy a escribir la verdad, debo consignarla. Hay otra, es María Delia Verón, hija de María Esther Juárez, dicha hija de mi abuelo Emiliano (antes les decían “hijo natural no reconocido”). Los parentescos naturales siempre traen problemas, hay gente que, muerto el causante, digamos, sigue sin reconocerlos. No es mi caso, he estado varias veces en la casa de mi tía María, de mi prima María Delia y de mi primo Carlos Verón, su hermano. Ante la duda, prefiero ganar parientes antes que andar perdiéndolos por el camino.
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