La primera vez |
Un cuento para pensar en las implicancias de algunos actos mientras una vocecita dice “no lo hagas”
En ese momento sólo se me ocurrieron frases de ocasión, como: “Siempre hay una primera vez”. Ella estaba nerviosa y entendía, pero qué le íbamos a hacer, así es la vida, estábamos en el lugar adecuado y el momento era ideal. Le largué una frase tras otra: “Si no lo haces ahora nunca vas a saber cómo es”, “si no te gusta, no lo hacemos más y listo”, “te prometo que después nunca más te lo pido”.Ella seguía indecisa. Por momentos se quería ir, empezaba a caminar para el otro lado hasta que le agarraba el brazo y la hacía volver. No se mandaba a mudar con muchas ganas tampoco, por eso le insistía. Si hubiera tenido un “no” bien firme, dicho con el énfasis justo, no le habría pedido más. Pero en sus ojos veía que por momentos quería decir que sí. Tenía miedo, era comprensible.Era extraña su posición, porque durante varios días me había insistido para hacerlo. Le dije: “Mirá que una vez que empiezas hay que llegar hasta el final”. Yo no quería, la hallaba muy niña para eso, blandita, una chica ingenua, criada en una casa de gente de laburo, por su papá y su mamá, no quería arruinarle la vida. Uno será un malandra, saldrá de caño algunas ocasiones y andará en malas yuntas, pero también tiene sus códigos, qué tanto. Para decirlo en pocas palabras, la quería para bien.
Para mejor la noche era perfecta, sin nubes, sin luna, estábamos solos en ese oscuro callejón. Eran las tres de la mañana y hacía más de media hora que había pasado alguien. Era casi seguro que hasta el amanecer no andaría nadie más por esos andurriales. El cielo, las estrellas, algún grillo, la solitaria tapia de una casa, serían testigos de lo que haríamos, nadie más.
—¡Dale, mi amor!, decidite de una vez, no podemos estar aquí toda la noche. Se trata de hacerlo y nada más, después yo me ocupo de todo. Tampoco me gustaría dejarte sola en esta parte de la ciudad, porque una vez que lo hagamos tenemos que salir rajando— seguía suplicándole.
Lloraba. Me dijo que había sido criada en una buena familia, sus padres la habían prevenido para que nunca eligiera tipos como yo. Su viejo era un hombre bueno, de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, laburaba en un depósito de mercadería. Su mamá era una buena ama de casa, estiraba el sueldo del padre hasta volverlo chicle, pero nunca les faltó nada.
—Debería haberles hecho caso, cuando se enteraron de que andaba con vos, mi mamá me dijo “ese tipo no me gusta”. Mi papá se quedó callado, mirándome serio. Al rato vino con el cinto en la mano y me exigió que le dijese que nunca haríamos esto.
Me di por ofendido, hice como que me iba, dando por terminada la conversación, la insistencia, la noche. Le susurré con rabia y por lo bajo que, si no quería, significaba que no era para mí. Ya hallaría otra, en otro lugar de la ciudad, para hacerme con ella.
Pero, pasaba que esta era negra y linda, justo lo que había andado buscando durante tanto tiempo por todos lados. ¿Cuándo iba a encontrar otra igual? No sé, podían pasar meses, años quizás, para toparme con algo tan justo, tan bello, como hecho a mi medida.
Entonces, cuando creía que la noche estaba perdida del todo, quizás por el amor que me tenía o no sé qué, ella musitó: “Bueno, lo hagamos”.
Cuando volvíamos a la casa, ella venía algo nerviosa todavía, sonreía sobre el caño. Me preguntó si alguien se habría dado cuenta, si podrían descubrirnos. Respondí que no, había sido fácil. Ni candado le habían puesto. Cuando llegáramos a casa la iba a pintar de azul. Me costó, pero la convencí. Era primeriza, ahora a veces sogueamos, o nos llevamos lo que los vecinos dejan en la puerta de las casas. Esa vez nos robamos una hermosa bicicleta, creo que le dije que era negra y con cambios, ¿no?
©Juan Manuel Aragón
Por eso antes las bicicletas venían con caño.
ResponderEliminarBueno el cuento...
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