Plena siesta |
"Soy una sombrita color aceituna verde que te quiero verde, pasando a ciento veinte kilómetros por hora entre la casa y el galpón antes del calicanto"
Soy el duende verde de la siesta, el que sale a espantar chicos en el campo, los pueblos y las ciudades del norte. Los padres me tienen en alta estima, aunque también a ellos alguna vez les metí miedo con los cuentos de mis repentinas apariciones, desapariciones, sustos, encuentros y desencuentros pasados. Soy el que hace el ruidito ensordecedor, misterio en medio de las tres de la tarde, cuando el sol reverbera en el patio, espantando hasta la sufrida acatanca, haciendo huir las hormigas coloradas y acezar el ramalazo relampagueante del vertiginoso ututu.El resto del día ando escondido en medio de los ancochis, metido en la pirhua, zambullido en la parva de pasto ruso que juntaron los hombres en el verano, para tener qué dar de comer a los animales cuando llegue la próxima primavera o en lo profundo del bosque, donde solo llega la tímida corzuela, el bravo chancho del monte, el elusivo león.En las horas muertas de la ciudad suelo quedarme quietito en los techos de algunas casas o me paseo por los baldíos, dando vueltas por todos lados con impaciencia, esperando que sea la hora para salir en la búsqueda de los chicos que no le hacen caso a la mamá, changos trompetas.Soy una sombrita color aceituna verde que te quiero verde, pasando a ciento veinte kilómetros por hora entre la casa y el galpón antes del calicanto, mientras el abuelo hace oir sus profundos ronquidos en la oscura habitación, haciendo flamear el camisón de la abuela, blanca bandera de tregua ondeando al viento. Me ubico detrás de la hora del almuerzo, antes de que las madres repartan la apacible sandía de la tarde, enfriada en la pared, entre el tinajón y los sapos cancioneros.
A los chicos que hallo corriendo a la siesta o sentados a la sombra de un algarrobo, los llevo al fondo del monte y me los almuerzo entre dos pancitos, en ocasiones con mucha mayonesa, salsa golf o queso cuartirolo, pero si no hay aderezos, los como solos nomás. De bajativo siempre tomo vino tinto tres cuartos para que no me caigan mal, porque algunos tienen un olor a patas que desmaya a tres cuadras a la redonda. Los piojosos suelen tener un gustito feo también, pero igual los consumo, peor es nada.
Después regreso a mis cubiles, a dormir un eterno sueño con cara de chico corriendo asustado, para escapar de la casa a hondear urpilas, bañarse en la represa o jugar a las bolitas mientras los viejos sestean sosegados sus pesadillas del pegajoso calor de enero, moscas fastidiosas zumbando su eterno revoloteo de la cocina al comedor.
El viento norte es mi elemento cuando corre presuroso bajo las ulúas, da vueltas en los cruces de los caminos de sulkys y choca de frente contra las paredes de las casas, haciendo arder la siesta santiagueña, sin un leve atisbo de lluvia salvadora. Entonces salgo feliz a correr mundos, aguaito a los chicos detrás de la puerta de la casa, me oculto cerca del tacho de agua, juego a las escondidas detrás del quebrachito blanco que refugia el guardapatio o me convierto en un viejo cuervo negro buscando osamentas desde lo alto del cielo.
Nunca me voy del pago, no por nada, desde siempre me mentan las madres y las abuelas, haciendo abrir los ojos de los chicos, infundiéndoles un pavor que no se irá hasta que sean adultos y en su espíritu se apague el candor de la niñez que les permite verme tal cual soy: verde y de formas variadas, no muy alto, de unos 20 centímetros más o menos, los brazos largos, la sonrisa maligna, un ojo zarco, sombrero raído, espíritu burlón y alma inquieta.
Mi consigna es existir mientras haya un solo chico que quiera escaparse a vivir las aventuras de la siesta, bajo el deslumbrante sol que a esa hora cae sobre los santiagueños mostrándoles una puntita del infierno, veloz abeja yendo a buscar agua del pozo surgente, debajo de los paraísos, en el caminito que lleva al corral de los terneros que balan su angustia sin remedio.
Si algo se mueve en la siesta, no lo dudes, soy yo.
©Juan Manuel Aragón
Saladillo del Rosario, octubre 5 del 2022.
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