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Napoleón Bonaparte |
“El agua fresca de la pileta lo lleva a meditar, siempre le sucede igual, apenas llega hasta sus orillas y ya está pensando en la inutilidad de la vida”
Solitario, a la orilla de la pileta, piensa que hay pelotudos comunes, de todos los días, pelotudos de diario digamos. También hay de los otros, importantes, solemnes, pomposos, campanudos, que se miran al espejo queriendo hallar a otro y no a ello mismos, como todas las cacatúas que sueñan con la pinta de Carlos Gardel.Ha conocido varios, los tiene junados, como quien dice. Cada vez que les señala una huevada insigne, pierde un amigo o un conocido deja de saludarlo. No le importa. El día del amigo suele pasar encerrado en su casa, acompañado de su fiel “Tucumán”, un gato pardo que se le aquerenció en el patio.Cree que uno de estos días debería redactar una lista transcendental de pelotudos insignes, algo así como el “top ten” de las huevadas seriales más significativas que ha oído en su vida. Una sonrisa se le dibuja en el rostro cuando piensa en la que debería encabezar el ránquin: “No existe la casualidad sino la causalidad”, poniendo cara importante, como quien ha revelado una de las verdades trascendentales de la existencia.Otra sería “no estoy de acuerdo, pero respeto tu pensamiento”. También se le viene a la cabeza “sobre gustos no hay nada escrito” y cada vez que alguien la dice, le dan ganas de responderle: “Lo dices de puro analfabeto, porque hay millones de bibliotecas que hablan del gusto”. A propósito, recuerda los 18 tomos de la Historia del Arte de José Pijoan, que le birló una estudiante de Bellas Artes de la que alguna vez tuvo la malhadada idea de enamorarse.
El agua fresca de la pileta lo lleva a meditar, siempre le sucede igual, apenas llega hasta sus orillas y ya está pensando en la inutilidad de la vida, en la rutina de ir cada tanto a los mismos lugares en que alguna vez fue feliz, en lo efímero de las cosas. Hay momentos, ¿ha visto?, en que uno es más proclive a zambullirse dentro de sí mismo, buceando en sus propios pensamientos, buscándose en el reflejo al sol de unas gotas de agua lanzadas al aire.
En esos momentos piensa en los tipos que empiezan a pronunciar: “Como dijo Napoleón Bonaparte…” y él piensa “que no sea esa, Dios mío, que no sea esa”. Pero siempre la terminan completando con el “vísteme despacio que voy apurado”. Cavila en el pobre destino que la posteridad le reservó a un general ganador de mil batallas, que intentó la imposible conquista de la Gran Rusia, siendo vencido solamente por el invierno y por los pérfidos ingleses, el tipo que se puso a la cabeza de todos los reyes de Europa, para que ahora un tipo sólo sepa de él esa frase pedorra, que para peor no era suya sino del estúpido de Fernando VII, el hijo del cornudo Carlos IV.
Recuerda a los amigos cuando hablan de política y alguno ve que va a perder la discusión, siempre hay frases salvadoras a mano, casi como un último recurso para no decir simplemente “tienes razón” porque los argentinos prefieren entregan atada a la mujer, los hijos, la casa, el auto, el perro antes que dar la razón a otros. Y son, a saber: “Al final nosotros nos peleamos y ellos son amigos”. “Sabes qué, nunca nos vamos a poner de acuerdo”. “Todos son iguales”. Todas geniales y siempre salvadoras.
Entonces piensa en el otro día, cuando estuvo en el ómnibus frente a la morocha que todos los días observa con deseo. Ella le dijo: “Buenos días” y, cortado, mucho rato después, él respondió: “¡Qué humedad que hace!”. Tantas cosas para comenzar una conversación y solamente se le ocurre esa frase de tarúpido sin remedio. ¡Ah!, ¡qué pelotudo!, piensa, mientras sigue lavando los lienzos a la orilla de la pileta.
©Juan Manuel Aragón
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