Pichis que ofrecían antes en el mercado |
Qué hace un hombre fino y distinguido cuando lo invitan a comer, cuál es su relación con los alimentos, qué invita a quienes van de visita a su casa
El hombre elegante, cuando le preguntan qué comidas le gustan, siempre responde: “La que me ponen en el plato” o alguna fórmula similar. Nada hay más desagradable para cualquiera, que un invitado a almorzar o cenar diga que no le gusta alguno de los alimentos. Para evitar esos contratiempos, siempre es bueno asegurarse de antemano, el gusto por toda clase de vegetales crudos o cocidos y animales y sus derivados.Ese hombre no pondrá a la familia que tuvo el agrado de invitarlo a comer, en el apuro de no saber qué cocinarle ante su intempestiva confesión. Si no le gusta la rúcula, el zapallito o el hígado, lo comerá tranquilamente hasta el último bocado sin hacer ningún gesto de desagrado. Firme y seguro, dirá que le gustó mucho, que tenía buen sabor, eso sí, no pedirá que le sirvan otro plato, pero no dejará dudas de que estuvo bueno lo que comió.Dirá siempre que hay comidas que le gustan más que otras, cuidándose de hacer gestos de desagrado ante la mera mención de alguna. Nunca se olvida de que, como se dijo en otra nota hace poco, hay gente a la que le gusta lo que uno desprecia.Tampoco dirá: “Se me hace agua la boca cada vez que me acuerdo del quipi”, por nombrar un alimento cualquiera, porque puede llevar a sus anfitriones, a creer que quiere que lo inviten con quipi. Y tampoco hablará mucho de comidas, sabores, dulzores, agriedades o salazones: pensar y hablar de alimentos también es pecado de gula.
Por supuesto, el hombre que comentamos tampoco entrará en esas cuestiones minuciosas que trae la gente moderna cuando expresa: “Me gusta la pizza, pero solamente si tiene queso cremoso, no te la como con muzarella”, o “para mí el asado tiene que ser bien seco, si es vaca balando me da impresión”, o “si el pollo es de granja es bueno, no aguanto el de campo o aquero, me parece asqueroso”. Para el hombre elegante esas son cuestiones que más tienen que ver con una sociedad saciada y opulenta que con la digna pobreza que frecuentó en su infancia y juventud y continúa en la actualidad, si hay que decirlo todo.
También se presta a los más osados experimentos, si alguien lo invita a su casa a comer hormigas asadas al espiedo o grillos fritos, irá gustoso, qué duda cabe, la única precaución que guardará en ese caso, será la de empezar a comer después del dueño de casa. Alguna vez en la vida se le animó al león americano, la iguana, el tiburón, las criadillas de mulo (las de un toro también, por supuesto), la rana y la anguila, el chancho del monte, el quirquincho y otras especies que no recuerda, lo mismo con el yuyerío y los dulces de los más variados vegetales y animales.
La mesa, para el hombre elegante, siempre es una fiesta, nunca un motivo de desazón o inquietud porque le dijeron que de postre habrá dulce de membrillo, que detesta en secreto, pero igual come cuando se lo sirven, ya sea con queso o sin él. Comprende que alguien se esforzó por elaborar los alimentos que le pusieron encima del plato y en honor a eso, nunca hace un comentario despectivo sobre lo que comió o comerá. Tampoco pide que le alcancen la sal, si nota que le falta a la comida, pues eso hará sentir mal al cocinero y pondrá en evidencia su olvido. Come y punto.
Asegura que, si algún día lo invitaran a la mesa de Mirtha Legrand o su nieta la Juanita, iría, por supuesto, quién es él para desperdiciar una oportunidad así, pero apenas probaría bocado, sólo para saber de qué se trata, atento a que, en cualquier momento puede ser requerido para dar su opinión, y podría haber quedado con un pedacito de perejil entre los dientes. Ya habrá tiempo, a la salida del canal, para ir a un boliche de las inmediaciones y clavarse tranquilo un sánguche de milanesa. Pero a esta altura de la activación del gluten, ya sabe que nunca será convidado a la mesa de los grandes.
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El hombre elegante lleva la cuchara a la boca y no la boca a la cuchara, así la mesa sea bajita y haya un kilómetro entre una y otra, no apoya los codos sobre la mesa, no empuja los bocados con pan ni con nada. Pero, como sabe el dicho: “Donde fueres haz lo que vieres”, si en algún lugar es de buen gusto apoyar los codos, eructar o mascar abriendo la boca, lo hará para no hacer sentir mal a quienes lo invitaron.
Habla de cosas banales durante las comidas, nada de negocios, recriminaciones, retos, admoniciones. Sostiene que más que de política, religión o fútbol, el peor tema de conversación en esos momentos es el dinero. Jamás hablará en esos momentos, de clientes, pagos, cheques, rentas, usuras, cobros, pagarés, ventas, facturas, intereses, compras, alquileres, cuentapropismos o dólares negros o azules, pues dice que es de un pésimo gusto traer esos temas a un momento íntimo o familiar.
Igual que en los templos se sacará el sombrero o los anteojos de sol, al entrar a una casa y, por supuesto, comerá con la cabeza descubierta como es norma en los países civilizados por el cristianismo.
Procurará siempre en esos momentos, tener una charla liviana e insustancial, que permita al resto también decir lo suyo. No emprenderá el largo camino de relatar completa su operación de hernia inguinal o vesícula, con lujo de detalles ni contará su viaje a la Laguna de los Porongos sin dejar que los demás hablen también de sus cosas.
Sabedor de que algunas palabras quedan flotando en las familias por mucho tiempo, siempre dejará un comentario refinado sobre el momento que acaba de pasar: “Nunca había comido unos fideos con tuco tan exquisitos como estos, doña”, “este guiso de arroz con menudos de pollo me hizo acordar a los que hacía mi madre”, “ah, esas papas fritas están en el top five de las papas fritas que comí en mi vida”, cosas así, aunque no sean ciertas, no importa, es lo de menos.
Si invita a comer a su casa y alguno le dice que es vegano, celíaco o hipertenso, solamente responderá: “Vos fijate”. Porque no cocinará vegetales sin sal y que no sean trigo, avena, cebada y centeno. Convidará unas empanadas de entrada, un rico asado con ensalada de lechuga y tomate, y de postre dulce con queso, a quienes les vayan bien esos alimentos, las comerán tranquilos, los otros se joderán o directamente no irán.
Si lo invitan a casa de un vegano no tendrá el mal gusto de pedir un bife, ese día se dispondrá a comer pobres vegetales extraídos de la huerta, servidos en la mano para no ensuciar el planeta con antiecológicos platos de vidrio o plástico y tomará agua del río sin quejarse ni emitir una palabra de crítica.
Y hay más sobre las costumbres culinarias del hombre elegante, pero estas deberían ser suficientes para que usted sepa quién es, qué hace y, sobre todo cómo se comporta. Si lo quiere imitar, bien, si no, usted se jode.
©Juan Manuel Aragón
En Chilca Juliana, a 7 de septiembre del 2023, enhebrando la aguja
Muy buena nota.
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