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MECHERO Alto del Indio

Mechero en el campo

Cosas que pasan cuando el paisano anda lejos de la casa campeando animales perdidos después de una tormenta


Divisamos luces a la orilla de aquel salar inmenso. Nos preguntamos la casa de quién sería, Los Nolasco no era, seguro, Zanjones tampoco, la Legua del Sur, menos. Recién anochecía con estrellas vibrantes, la luz de un mechero se veía desde la distancia, calculamos que habría como kilómetro y medio, dos quizás.
Apuramos el paso de los montados, seguros de que al rato tendríamos un fuego, mate y quizás un techo para cobijarnos esa noche. Sin embargo, nos preocupaba no saber de quiénes serían esas casas adivinadas en el horizonte. Andábamos perdidos, es cierto, pero nunca un paisano se extravía tanto como para no reconocer un lugar.
“¿Y si estamos más lejos de lo que calculamos?”, pregunté. “Capaz nomás”, respondió el amigo. Potrero Largo no era, lo hubiéramos reconocido por el tanque de agua, la casa de los Melián tampoco, no vivían tan cerca del saladillo. Unos 200 metros antes de llegar nos extrañó que no salieran a torear los perros. Andábamos campeando una majada que se le había perdido a la tía Ñata después de la última tormenta. Nos había mingado que la busquemos antes de que se extravíe del todo o la coman los zorros de dos patas.
La noche anterior habíamos pasado en la casa de mi compadre Antonio, en Sauce Cáido, ahí nos dijeron que quizás para el naciente las hallaríamos porque por ahí no habían pasado. Andábamos lejos del pago. A la distancia un mechero se balanceaba, movido por cristianos quizás. Llegamos, golpeamos las manos y no salió ni un triste cajchi a ladrarnos. Desde adentro salió un silencio espeso, largo. Al rato apareció una vieja detrás de una puerta de lonas, preguntó qué andábamos buscando. Le dijimos que teníamos sed. Entró a la casa, tardó un buen rato, desde la oscuridad vino con un jarro grande y nos alcanzó el agua. Pero no nos pidió que nos bajemos, no nos convidó a pasar del guardapatio, no nos preguntó qué andábamos haciendo, como suelen hacerlo los paisanos, sobre todo cuando llegan desconocidos y se nota que vienen de lejos. Nos miró tomar agua, se metió en la casa y eso fue todo.
Nadie salió a averiguar quiénes éramos, qué queríamos, aunque sea por curiosidad. Nos miramos con el amigo y seguimos viaje por una senda de vacas pegada a la ceja del bosque. La noche estaba hermosa, pero refrescaría más adelante. Por ahí llegamos a una huella de carros y al rato de andar nos dimos con que estábamos cerca del Alto del Indio.

Leer más: Un recuerdo para Arturo García, el gringo más criollo que pisó el pago

Al rato llegamos a la casa de los Maguna. Nos recibieron como corresponde, desensillamos los caballos, un muchacho los llevó a la represa a darles de beber y los encerró en un corral con algo de maíz. Después de pedirnos que hagamos noche ahí, el dueño de casa, Demetrio Maguna, avisó que estaban asando un cordero, si esperábamos un rato, tendrían el gusto de que los acompañemos.
En la cena le narramos la extraña aparición de aquellas casas a la orilla del salar. Se miraron con la señora, preguntaron cómo habíamos llegado, qué nos dijo la mujer aquella, cómo era el lugar, qué nos dijo la señora, de qué manera hablaba, quién más estaba, desde qué distancia vimos la luz del mechero, todo querían saber.
Entonces Demetrio averiguó:
—Pero, ¿ustedes no saben?
Y nos contó.
A pesar del cansancio, esa noche dormimos tarde, pensando.
©Juan Manuel Aragón
Villa Silípica, a 2 de septiembre del 2023, mirando pasar la luna

Comentarios

  1. Bien ahí, Juan Manuel. Excelente "estructura narrativa sin final", que es como se llama este tipo de relatos. En una época en la que la gente se ha acostumbrado a que se lo den todo masticado, pensado, opinado y digerido, es refrescante disfrutar de una intriga en la que cada lector participa "armándose el resto de la película". Es lo mejor para desempolvar las neuronas.

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  2. Excelente Juan Manuel. Cada uno de tus lectores imagina el final. Sobre todo, cuande les da de beber agua en un jarro.

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