Sócrates |
Que recuerda el día que el sabio griego tomó la cicuta, por qué no se escapó, eso que se lo ofrecieron
Cuando dicen que el mundo no ha cambiado, que seguimos siendo los mismos hombres de la antigüedad, que arreglaban todo con un palo y a la bolsa, a uno le dan ganas de salir corriendo para el otro lado así no discute gansadas. Oiga, todo ha cambiado, nada es igual: las leyes, el amor, los sueños, que son los ingredientes con que se fabrica la vida, son tan otros, que un hombre de unos 300 años antes de Nuestro Señor Jesucristo, de la Grecia antigua, no se reconocería en ninguno de los actuales. Si lo trajeran a este siglo XXI, estofado de miserables mentiras, quizás creería que los de ahora no son de la misma especie de bípedos implumes, sino una distinta.Solamente para hablar del tercer ingrediente, amigos, las leyes, veamos lo que le pasó y lo que hizo Sócrates, maestro de Platón y protagonista de todos sus libros. Era hijo de la partera Fenareta (o Fenarete) y, como ella, ayudaba a sus discípulos a parir sus propias ideas. Muchos años después, Atahualpa Yupanqui, que casi con seguridad leyó alguna de las obras de Platón, decía: “Si el mundo está dentro de uno, afuera por qué mirar”, confirmando aquello de que todos necesitamos una partera para sacar lo mejor de nosotros, porque adentro llevamos la mochila que necesitamos para la vida.Bueno, este Sócrates, como todo buen maestro de la antigüedad, se hacía rodear de jóvenes, que absorbían sus enseñanzas en una polis en que, lo único que hacían los ciudadanos libres era pensar soluciones para sus grandes problemas y para las graves complicaciones de la posteridad. Dicen los palurdos, imberbes de siempre: “Mucha polis, mucha civilización, pero la mayoría de esos ñatos aprobaba la esclavitud”. Se les podría responder que la esclavitud fue un gran avance de la civilización, pues en vez de pasar a degüello a los pueblos vencidos, se los dejaba vivos a cambio de servir a los vencedores. Pero la necedad es insistidora y mañana volverán con el mismo argumento, pasado mañana de nuevo y así hasta el final de los tiempos, cuando Dios termine con nosotros y de paso también con ellos, al fin.Su sistema de pensamiento —el de los griegos, digo —ha trascendido su tiempo y ha fundado, junto con el cristianismo, que vino unos años después, lo que hoy se llama la civilización occidental, que no es contraria al oriente sino a cualquier clase de barbarie, venga de donde viniere. Pero, un solo caso quizás sea suficiente para recordar el acatamiento de los griegos, la sujeción que ejercían las leyes sobre todos ellos.
Mucho antes del gran conocimiento del mundo que se tuvo unos años después, decidieron: “Esto, es decir, donde vivimos nosotros, es Europa, para aquel lado queda el Asia y enfrente está el África”. Parece fácil, visto desde estos tiempos, porque uno tiene la cabeza hecha para mirar los mapas dividiendo los continentes, pero en ese entonces, antes de que se descubriera cómo era el mundo más allá de lo que llegaba la vista, cuál era el límite del aquí y el allá y su tamaño, había que ser inteligente para darse cuenta. No cualquiera.
De todas maneras, los griegos de la antigüedad sabían ya que la Tierra era redonda, mucho antes que las patrañas esas que indican que fue el español Cristóbal Colón quien lo dedujo. Es más, los griegos la midieron con cálculos hechos con la sombra de dos ciudades, medidas al mismo tiempo. Y, oiga bien, le erraron por menos del uno por ciento. ¿Sabe por qué le pifiaron? Porque creían que era redonda como una pelota de fútbol, y no sabían que está aplanada en los polos.
En esa Grecia amante del saber y el pensamiento inteligente vivía el maestro Sócrates, posiblemente analfabeto, por lo que no dejó una línea escrita para la posteridad. Los jueces de la ciudad lo juzgaron por corromper a la juventud con sus ideas raras. Y como la educación de los jóvenes era importante para el bien de la sociedad, al hallarlo culpable, lo condenaron. Platón, quizás su alumno más aventajado, escribió un delicioso libro: “Apología de Sócrates”, en que cuenta las peripecias de aquel juicio y la manera en que su maestro puso en ridículo a sus jueces.
Pero marche preso. Lo sentenciaron a muerte.
No lo ahorcaron ni le aplicaron la guillotina ni lo fusilaron. Le ordenaron que tome un veneno que se sacaba del zumo de una planta llamada cicuta. Y lo mandaron a cumplir libremente la sentencia. Entonces se fue a su casa con los amigos, uno le ofreció hacerlo escapar, pero dijo que no lo haría, arregló algunos asuntos y tranquilamente se tomó un vaso del veneno. Después crepó.
Siempre he pensado que se necesita templanza para, sin ser un suicida, matarse voluntariamente. No cualquiera dice: “¿Usted quiere que me mate?, bueno entonces lo hago”. Pero este caso deja como enseñanza, el hecho de que, para Sócrates, las leyes de la ciudad estaban por encima de todo. Incluso si él, como ciudadano tenía razón y los jueces estaban equivocados. El hombre sobre cuyas ideas se apoya en gran parte el desarrollo del mundo posterior, es condenado a muerte y acepta morirse sólo porque reconoce en la ciudad un ente superior al que no cabe desobedecer.
Funda así el modernismo más rabioso, el más furioso, lo fundamenta en la razón de Estado, sólo porque reconoce en la multitud que habita la polis, una entidad que ve a los ciudadanos como individuos de una organización que está por encima del resto.
Unos años después vendría Nuestro Señor Jesucristo a poner las cosas en otro lugar y su muerte sería mucho más admirable todavía, porque dejó que lo mataran por hacerle caso a la multitud democrática que cambió su vida por la de un tal Barrabás. Además, lo hizo por toda la humanidad, para redimirla del pecado original. Y no muere tranquilamente, charlando con los amigos sino en una cruz, cruzado de latigazos, con una corona de espinas, cansado, escupido, abandonado por casi todos sus fieles.
Pero, no nos adelantemos, tranquilos amigos. Estamos todavía en tiempos de Sócrates, es el año 399 antes de Cristo, el pensamiento se ordena a un fin en la Grecia antigua, el mundo empieza a reconocer que no solamente la fuerza da la razón, sino también la inteligencia. En estos tiempos falaces y descreídos, admiremos su entereza para entregarse a la voluntad de Atenas, obedeciendo a los jueces para que nazca la verdad, lejos de las hermosas palabras de los que hablaban mentiras, pero las presentaban con palabras bonitas. Ellos les decían sofistas, nosotros los llamamos políticos.
Pero de los sofistas deberíamos tratar otro día. Por hoy suficiente.
Juan Manuel Aragón
A 17 de mayo del 2024, en La Higuera. Maneando terneros.
©Ramírez de Velasco
"¿Para qué queremos saber de Grecia, Roma y todas esas cosas viejas?" Chaina nincu (Así dicen). O decimos. En fin...
ResponderEliminarSolo sé que no sé nada.
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