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Los gustos de los santiagueños cuando están de viaje y lo que le sucedió a uno en las Pirámides de Egipto
Los santiagueños cuando están de vacaciones tienen gustos variados, los hay que se quedan en la casa, porque no aguantan los viajes ni les entusiasma el turismo, los que no lo hacen porque no tienen plata, los que se endeudan para ir a cualquier parte, los que prefieren el país, los que si no van al extranjero es como si no hubieran ido a ninguna parte. Entre los que van al extranjero, algunos prefieren países limítrofes, Chile, Brasil, Punta del Este en el Uruguay, nunca Bolivia ni el Paraguay, salvo excepciones, por supuesto. Y otros buscan destinos más lejanos, Colombia, alguna de las Antillas, Méjico y Miami, casi la meta soñada. Para los bolsillos más abultados, Europa. Quince o veinte días paseando por España, Francia, Italia, ya es suficiente como para decir que uno conoce el llamado Viejo Continente.En un estadio superior figuran los que ya viajaron a todos estos lugares y pretenden algo más, no son de los que se conforman con la excursión a Europa, como los otros, que apenas les dio el cuero para llegar en cómodas cuotas, arovechando una promoción, ellos tienen plata como para hacer el viaje varias veces y ya se aburrieron de España, Francia, Italia, Reino Unido, quieren algo más allá. Entonces deciden: China, Japón, Australia, o un poco más aquicito nomás, los países árabes de moda, Catar, Emirato Árabes Unidos, esos lugares artificiales creados para ellos.Los más especiales van a Israel, Grecia y sus islas y Turquía. Ese fue el periplo elegido por un amigo, exitoso empresario santiagueño. Hijo de una familia con un origen no muy acomodado, con seis hermanos, algunas veces habían corrido la coneja, como la mayoría. Durante su infancia había acompañado a la madre al mercado de Abasto, en la Roca, y regatear el precio de una bolsa de naranjas, tres plantas de lechuga, cuatro kilos de papa para la semana, esas cuestiones.
A último momento agregó Egipto, demasiado árabe para su gusto, pero la mujer pretendía conocer las Pirámides y ver el Nilo, un lujito que se quería dar desde la escuela secundaria, cuando estudió en Historia el Nilo, los faraones, los dioses, las inundaciones de ese país, Tutankamón. Y allá fueron.
Todo bien, ¿no? Salvo un pequeño incidente que vivieron en Egipto. El amigo era un sólido empresario que triunfaba en los negocios en Santiago. Fundó varias empresas y en todas le iba muy bien, pero porque le tenía que ir bien, no porque fuera, lo que se dice “un león vendiendo Dúrax”, usted ya sabe por qué y no le voy a dar más explicaciones, porque somos pocos y nos conocemos mucho.
Y al fin ahí estaba con la señora y un par de amigos más, también con sus respectivas esposas, gozando del soñado viaje a Egipto. Al segundo día los llevaron a ver las Pirámides en Jeep, como si fueran a una expedición de arqueólogos. Llegaron, había dos docenas de turistas de otras nacionalidades, les explicaron de qué se trataba, les contaron de las excavaciones, caminaron un rato, se tomaron fotos y a la hora ya estaban aburridos, incluso la señora, que tanto había insistido para ese periplo. Entonces ella le pidió dar una vuelta en camello y el amigo que no, que te vas a caer y ella que sí, qué me puede pasar, además si la rubia gorda dinamarquesa ha dado unas vueltas, yo también quiero, y así. Hasta que ella lo convenció.
Un árabe que era el dueño de varios de esos animales, le dijo que las dos vueltas salían quince dólares. El amigo le preguntó por señas, si una vez arriba, quién manejaba semejante bicho y el árabe le dijo que no se preocupara, porque daban vueltas solos, sin que nadie los maneje, estaban acostumbrados. El camello se echó, la mujer se trepó, bien agarrada de la montura para turistas, y al llegar arriba puso una cara de felicidad que pagaba todo el viaje y la yapa. Cuando iba por la primera vuelta mi amigo le dijo al árabe mediante un intérprete, que era caro el viaje, que le pagaría 10 dólares nomás. El árabe que le dijo que no, que ya habían acordado lo que saldría y se trenzaron en una discusión, pero sin subir mucho el tono. El santiagueño sabía que los árabes regateaban todo y, como los amigos lo estaban mirando divertidos, siguió la discusión hasta que el árabe se quedó callado y no quiso seguir discutiendo. Recordó a la madre, que todavía iba todos los días iba al supermercado y se fijaba en el precio de la lata de arvejas antes de comprarla, y miró a los amigos, como diciéndoles, ¿han visto que era cuestión de ponerse a regatear?
La mujer terminó las dos vueltas y el camello en vez de parar, siguió de largo. El amigo averiguó qué pasaba. Le dijeron que ahora le salía cien dólares detenerlo. ¿Cómo que cien dólares? Quiso buscar al dueño, pero se había esfumado. Preguntó a los otros árabes cómo hacer que el camello se pare para que la mujer se baje, pero ponían cara de tontos. La mujer iba por la cuarta vuelta, llorando a moco tendido. Y volvió el árabe.
El amigo, enojado, lo quiso solapear, pero se le vino encima como una docena. Dijo que quería bajar a la señora del camello y cuando sacó cien dólares, el árabe le dijo que ahora eran doscientos. Calladito y con mucho dolor, calculando que era más de lo cobraba su cocinera, en su casa en dos meses, peló los doscientos verdes, el camello se detuvo, y al fin, la mujer se apeó. Era un Mediterráneo de lágrimas. “Creía que me ibas a dejar para siempre en Egipto y me ibas a vender al camellero”, le dijo esa noche mientras cenaban en el hotel, enfurecida todavía.
Cuando volvieron a Santiago, los amigos del viaje se encargaron de contar la anécdota a quienes les preguntaban cómo les había ido. La cuestión es que, en una reunión en la casa de los padres, un domingo, uno de los hermanos le recordó la anécdota. Dijo entonces que la madre le había enseñado a regatear cuando iban al mercado, que la había visto hacer eso de niños y creía que sería lo mismo. La madre, ya medio viejita le dio la lección de su vida, en pocas palabras:
—Yo regateaba por hambre hijo.
—¿En serio mamá?
—Claro, yo era el árabe, la dueña del camello.
Juan Manuel Aragón
A 30 de julio del 2024, en La Fragua. Dando de comer a las gallinas.
Ramírez de Velasco®
Muy bueno.
ResponderEliminarEHH.BUENISIMO JUANCHO...relato zoquero ..más lindo todavía..internacional. !!!
ResponderEliminarEn las leyes de la negociación, se regatea "antes" de acordar el precio, que es lo que uno hace en el mercado.
ResponderEliminarUna vez que el precio está arreglado, cualquier "regateo" o quita en el pago constituye fraude, y siempre resulta en una afectación (disminución) de la calidad o alcance del servicio por parte del que ha sido defraudado.
En el caso de la anécdota, muchos turistas hubieran pagado más todavía......para que el camello no pare más.
Ojalá hubiese sido el marido el que estaba arriba del camello! 😊
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