Tilcara |
“Entre mis cositas siempre llevaba un grabador y la Olympus, por si pintaba una foto”
Lo conocí en Tilcara, hacía artesanías para vivir, era de Buenos Aires, Palermo, Barrio Norte, por ahí, por la manera de hablar se notaba que había tenido una buena educación, a pesar de que andaba con la mochila al hombro, sabía usar los cubiertos con la destreza de quienes nunca comieron nada con la mano, admiraba el paisaje y se quedaba ratos larguísimos callado, encerrado en sí mismo. Si le voy a decir la verdad, nunca me gustó esa aridez, esas piedras, esa falta de vegetación, esa ausencia de verde de Tilcara, Purmamarca. Será porque soy de Santiago y para ver pagos sin agua, pura penca, mejor me quedo en casa, que los tengo gratis y sin moverme del comedor. Tampoco me gustaba en ese tiempo al menos, la gente del lugar, la hallaba muy interesada, siempre ávida de dinero, nos veía como billeteras andantes, siempre ofreciéndonos alguito para comer, alguito para beber. Prefería los turistas, y mejor todavía, los que andaban como yo, de mochileros, en carpa, tratando de iniciar o en medio de alguna alucinación mística provocada por los yuyos raros que entonces fumábamos.Nos hicimos amigos en parte porque se llamaba Juan, como yo y siempre hablaba de encarnar, venga o no a cuento, usaba ese verbo muchas veces en una conversación, no comía, sino que encarnaba un pan, pongalé, no dormía se iba a encarnar la cama, no fumaba, encarnaba un pucho, y así. En el acampe de ese pueblo a él, que había llegado primero, le decían Juan, a mí el Otro Juan. Dejé pasar un tiempo para preguntarle lo del encarne, pero como quien averigua algo a un amigo, no a un conocido, de paso por la vida de uno.A pesar de los lugares a los que me llevó la vida, siempre me he seguido considerando periodista, nunca dejé de serlo, y en ese tiempo mandaba crónicas de viajes a algunos periódicos que tenían a bien publicarla. Digo, entre mis cositas siempre llevaba un grabador y la Olympus, por si pintaba una foto. Sabía que estaría frente a una confesión importante, así que, cuando le hice la pregunta, encendí el aparato para grabarlo.
Fue un viaje lleno de incidentes, porque en Calilegua conocí a una morocha que me hizo volar la cabeza y algo más, me quedé tres días en una fiesta de casamiento de unos gitanos en Fraile Pintado, en San Salvador me topé con el hermano de un íntimo amigo que me llevó a conocer los antros más copados de la ciudad. Le cuento, para que sepa por qué me olvidé del todo de la historia, hasta la vez pasada que, de casualidad volví a oir ese casete mientras buscaba otras cosas, y tomé la precaución de no borrarlo con otra grabación encima.
Ahí va.
“Nací y crecí en Buenos Aires, mi papá nos abandonó cuando era chico, pero mucho no me importó porque entre mi mamá y mi abuela me dieron una infancia y una adolescencia hermosa. Mi abuelo materno había sido un rico estanciero de la provincia, por Pergamino, no sé, por ahí y dejó una suculenta herencia. Después de vender todo, mi abuela y mi mamá se fueron a Buenos Aires, compraron algunas propiedades, departamentos, salones que alquilaban para comercios, así que vivíamos muy bien, sin que nos falte pilcha para estrenar ni un chofer para llevarnos a todos lados.
“Estudié en buenos colegios, después fui a la Universidad y me recibí de arquitecto. Al tiempo murió mi abuela, después mi mamá. Y quedé solo en la casa, con toda mi vida por delante y un vacío muy grande en el alma. Mis amigos me envidiaban y la frase que más oía en ese tiempo era: ´Dichoso, tenés la vida resuelta´. Pero para mí no era cierto, porque sabía que algo me faltaba, aunque no sabía qué.
“Una mañana estaba en el patio de casa y oí un estruendo tremendo en la calle, temblaron los vidrios de las ventanas, me asusté, fue como una explosión, después hubo como un gran silencio y al rato volvieron los ruidos normales de la calle. Pero no salí a ver, no era mi problema. A la tarde debía ir a alguna parte, al salir casi tropiezo con un tipo. Me dice:
—Esta mañana, cuando sentiste el bochinche, vos tendrías que haber salido.
—Por qué.
—El destino indicaba que nos teníamos que conocer, aunque sea en ese último instante.
Imaginate, quedé helado, el tipo agregó:
—Dentro de un tiempo voy a reencarnar en un amigo tuyo, cuando me dé a conocer, lo sabrás.
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Después abrió una puerta en el aire, se metió y desapareció. Desde entonces repito esa palabra para que, si alguien la reconoce, es aquel tipo que ha reencarnado y me revela eso que tiene para mostrarme.”
Estábamos en Tilcara, a la orilla de su carpa tomando mate cocido con galletitas Lincoln. Ya con el grabador apagado me contó que había mal vendido todas sus cosas, incluso la casa en que vivía y se había largado a recorrer la Argentina buscando la encarnación de esa revelación.
Bueno.
Más de diez años después fui a Buenos Aires por unos trámites. Juan estaba en la estación de trenes de Once, pidiendo limosnas, se movía para adelante y para atrás, como poseído, casi no lo reconocí. Una señora pasó cerca, lo miró y dijo algo así como “pobre loco”. Me acerqué, le dije quién era, dónde nos habíamos conocido.
No solamente no me reconoció, sino que preguntó:
—¿Una monedita para encarnar?
No le quise explicar nada, primero porque ya había pasado mucho tiempo y segundo porque quizás sería inútil a esa altura de su desvarío, avisarle que yo era el otro Juan, el que andaba buscando, pero no tenía qué decirle, sólo hallarlo para avisarle que no había tenido la culpa de aquel accidente frente a su casa, la amistad retroactiva que quise pedirle el día del accidente, fue el lamento por un amigo perdido, aunque nunca lo haya sido. Para qué comunicarle que el desapego que había experimentado en su vida, para buscar un fantasma, había tenido su fin en Tilcara, aunque entonces no se lo dije para no terminar con su sueño, buscando algo, quizás el fantasma de una aparición con la que no se toparía jamás.
El peso de lo callado, me persigue desde ese entonces. ¿Alguien encarnará esta historia?
Juan Manuel Aragón
A 8 de julio del 2024, en La Mesada. Carneando un chancho para chorizos.
Ramírez de Velasco®
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