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Mezquita Bibi-Khanim,
Samarcanda |
Todos los días a la tardecita, las teclas de la computadora arman los retazos de recuerdos en un solo escrito que dará cuenta de un oficio falaz y mal compuesto
Voy donde vuela mi imaginación, Londres, Tokio, la Conchinchina, Puesto de Juanes, Perico del Carmen, Coahuila, la calle España al 100 de La Banda. Vuelvo en el tiempo los años que me da la gana, a la infancia, al tiempo de los indios matreros, a la época de los dinosaurios; vivo fantásticas aventuras, maravillosas peripecias, ando en medio de ocurrencias siempre infrecuentes, siempre distintas, arduamente ilusorias.Soy a la vez un príncipe, un mendigo, un gran visir, un escriba o un súbdito común y corriente que mira los acontecimientos desde la ventana de su casa, arroja piedras a los castillos o los defiende a capa y espada.Seduzco a las mujeres más hermosas de Santiago del Estero, ¡qué digo!, del mundo y de sus alrededores, casi todas me dejan plantado en la mitad de una página de pasión, enamoradas hasta el caracú de otro hombre. O, peor todavía, me abandonan por nada, como si el aire de la ausencia fuera mejor que cualquier atisbo de mi apariencia real y efectiva.
Doy la vuelta al mundo en veleros raquíticos o en grandes paquebotes, naufrago en mares infestados de tiburones que, algunas veces fallan en su intento de calmar su hambre con mi pobre humanidad, pero otras ocasiones almuerzan mi hígado y dejan para el postre mi corazón, mis epiplones ensangrentados.
Al día siguiente nomás acompaño a José de San Martín en su cruce de los Andes rumbo a Chile, arreo cabras por un sendero del bosque santiagueño, piloteo un avión de pasajeros en un vuelo de Río de Janeiro a Madrid o en un feroz bombardeo nocturno contra el Londres de la Segunda Guerra Mundial.
Lo veo a mi padre cuando niño, dando vueltas en una calesita, mientras mi abuela y mi abuelo, jóvenes todavía, miran arrobados cómo va creciendo el niño. Regreso a ninguna parte y de a caballo por viejas sendas que no existen más, perdidas en la raya de los departamentos Jiménez y Pellegrini, paseo por la calle Jean Jaurés (pronúnciese “llanlloré”), de París o Buenos Aires, camino por la Gran Muralla China o lucho contra un oso, en un circo levantado en las estepas de la antigua Samarcanda, para que termine destripándome.
Leer más: “Después, un viaje en camión rumbo al sur finalmente fui plantado en medio de esta pampa bárbara, en la esquina de un campo cualquiera, para marcar la última frontera de las vacas”
Me visto con magníficos trajes de seda o con los más pobres harapos de menesteroso, levanto la mano en las grandes subastas de arte ofreciendo un millón de euros por un Degas, pido limosna en un barrio de Estambul, me sumerjo en las aguas del Mar Rojo en busca de un barco hundido, saco a pasear un rinoceronte por las calles de Nueva Guinea, en el África, soy un policía blanco y asesino, perseguido con furia por una horda de morochos en un barrio de Los Ángeles.
Eso y más, por supuesto. Lo que es mejor, todos los días, cerca de la tardecita, mate amargo en mano, recorro esos maravillosos caminos y tantos más que he olvidado. De tal suerte que, cuando los amigos me paran por la calle para recodarme una historia, casi nunca sé de qué hablan. El próximo cuento, la próxima fábula, la ficción que mañana pergeñaré durante todo el día, masticándola como un chicle, siempre será mejor que la de hoy, la de ayer y la de anteayer.
A todos lados voy sin equipaje, no llevo un bolsito, valijas, avíos ni grandes cargamentos. Solo con mi alma me presento en todas partes, a cualquier hora, espectro de los ausentes, que mira lo que quiere y luego vuelve y recuerda todo o retazos de escenas que siempre fueron más complejas que la menesterosa desmemoria de las letras.
Viajo sin pasaporte ni contraseña a todos los mundos que lleva la imaginación, cual judío errante, gaucho sin futuro, cosaco que quedó varado en una guerra sin tiempo. Voy al galope tendido sobre pensamientos mágicos, pedestres, extraordinarios o corrientes, a caballo de las teclas de mi computadora.
Algunos dicen que eso es un escritor. Pero qué voy a creer, che.
©Juan Manuel Aragón
En el profesorado te leiamos y te sigo acá Gracias por escriescribir .
ResponderEliminar👍👍👍👏👏👏👏
ResponderEliminarCrealó, crealó, don Juanmanuel.
ResponderEliminarNo solo los escritores viajan y viven en mundos creados por su imaginación, los lectores, tenemos el doble placer, el de elegir lo que leemos y además el de disfrutar de esas aventuras sin tener el trabajo de escribirlas. Cuando comienzo un libro y ya me familiarice con los personajes , voy a la última página para ver cómo termina, si no me gusta lo dejo, es como tener el control del destino,que en la vida real no poseemos.
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