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CUENTO Doña Genoveva era de Zavalía

Imagen de ilustración (Reuters)

“Iba a ser una de las elecciones cuadreras más reñidas, todos lo decían, hasta los diarios”


—Yo he sabido ser muy de la casa de los Zavalía— dijo doña Geno, y todos nos quedamos callados.
Estábamos llegando al punto, al quid de la cuestión.
—Pero, qué bueno lo que dice, don Benjamín Zavalía ha sabido ser uno de los caudillos radicales más importantes de la provincia— saltó el jefe.
—Yo era niñera, cuando joven, en su casa. Era una familia muy bien. Siempre me han tratado como si fuera de la familia, no tengo ni esto de queja con ellos.
—¿Y después?— preguntó el jefe.
—¿Después?— dudó doña Geno.
—Ahá, qué ha pasado después. 
—Bueno, después don Benja me consiguió un trabajo de ordenanza en una escuela. Pero siempre venían ellos, los Zavalía, de visita, me traían ropa que no usaban, para los chicos, cositas así.
—Qué bien, qué bien— dijo el jefe.
Por primera vez en todo el día, dudaba un poco. En realidad, teníamos que llegar a lo de doña Genoveva a las 9 de la mañana. Pero el jefe decidió que a las 9 era muy temprano, que nos esperaba a todos a las 10 y media.
—¡Eh, jefe!, ya va a ser tarde. Acuerdesé que me he comprometido a que íbamos a ir a las 9.
—Vos qué sabes. Si llegamos a las 9, es que les damos mucha importancia. Si vamos a las 10, es tarde. A las 11 o a las 11 y media ya no nos esperan. Entonces les caemos.
Voto a voto peleábamos. Iba a ser una de las elecciones cuadreras más reñidas, todos lo decían, hasta los diarios. Siempre nos había ido mal, a los peronistas, en Los Lagos, siempre, eso era de—toda—la—vida, como decían los viejos dirigentes. El problema eran los Díaz, radicales de siempre, con un inmenso prestigio en ese sector, ganado a fuerza de reproducirse. Doña Genoveva era el quid de la cuestión, como quien dice. Madre de diez hijos, todos casados y con media docena de hijos cada uno, que vivían en casas desperdigadas por ahí cerca, era la que llevaba la batuta en la familia. Al jefe le habían dado la tarea de convencerla para que se pase para nosotros. La misión era hacerla peronista a la vieja, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, eran las instrucciones.
Llegamos a eso de las once y media de la mañana en cuatro camionetas negras, vidrios polarizados. Jacinto quiso ir en la camioneta blanca, el jefe le dijo no. Vamos todos en camionetas negras, yo sé lo que te digo. Llegamos rápido. Frenamos de repente, un polvaderal tremendo en medio de las casas. Chas—chas—chas, se oía nomás cuando se cerraban las puertas de las camionetas. Una llegada impresionante. El jefe tenía puestos los anteojos oscuros. Golpeó las manos.
—¿A quién busca?— preguntó una mujer.
—A doña Genoveva Díaz— respondió el jefe sin sacarse los anteojos. Serio. De allá vino la vieja caminando, secándose las manos en un delantal hecho harapos, casi.
—¿Usted es Genoveva Díaz?
—Yo soy, señor. Qué anda buscando.
El jefe le dijo quién era, mientras se sacaba los anteojos.
Cuando me quise dar cuenta tenía puesta una sonrisa como no le había visto en la vida. Entonces la besó en las dos mejillas a la vieja, como dicen que hacen los franceses.
—No sabe cuánto deseaba conocerla, señora— le dijo.
—Ah, cómo le va— soltó ella, todavía medio asustada.
—No me habían dicho que se conservaba buenamoza— la piropeó. Y a ella le cambió la cara, la viera.
No sé si le he dicho que el jefe es un seductor, un seductor nato, si yo contara los asuntajes que tiene con las minas, pero, en fin.
—Pasen, pasen, sientensén. Pasamos todos y fuimos saludando.
—Y este es el hombre que me maneja la prensa, doña— dijo el jefe cuando me presentó, mientras un poco más bajito, y entre sonrisas, le soltó —lo he contratado porque es muy mentiroso, ¡oh!— y la vieja ya se estaba riendo.
—¿Gusta unos mates?— preguntó ella cuando estuvimos sentados, aunque no había sillas para todos, pero el jefe había elegido sentarse en un cajón de manzana que había por ahí y le cedió la suya al chofer.
—Bueno. Me han dicho que usted ceba unos mates de leche con amchi riquísimos— la toreó.
—Ahá— dijo ella y se fue para adentro. El jefe miraba para todos lados, como buscando algo. Se fijaba en cada detalle de la casa. Arriba había un encatrado de caña, como los que se usan para estacionar los quesos, pero de eso se dio cuenta el jefe y nadie más. Al rato volvió doña Genoveva.
—¿Hace mucho que no hace quesos?
—Ya hace varios años. Se me lo han ido muriendo las vaquitas de viejas. ¿Y adónde vamos a criar ahora si ya no hay lugar, diga?
—A mí me gusta mucho el queso, pero no el de ciudad sino el que hacen aquí en el pago. No sé, tiene otro gusto. Mi madre sabía hacer, en su tiempo...— dijo y se quedó pensando, como emocionado.
La vieja, doña Genoveva, digo, le empezó a contar cómo hacía el queso, mientras cebaba para todos, mate de leche con amchi. De ahí pasaron al queso de cabra, a los tiempos de antes, cuando vivía el marido, que hacía viajes con carbón a la ciudad, en un carro que tenía, hablaron también del tiempo, de la seca, de la radio, de las mentiras de los diarios, de la novela de la televisión, de todo un poco. Después ya se han puesto a hablar de los bailes, de la juventud de ahora, que ya no es como antes, nada que ver, nada que ver, repetía la vieja, la juventud está perdida y todos hacíamos así con la cabeza, como diciendo que sí, que la juventud está perdida, qué más íbamos a decir. 
En eso la casa se iba llenando. Cada uno que llegaba, lo presentaban a todos. Los hijos de la vieja, los nietos. Dos bisnietitos que andaban jugando, los mocos goteándoles y el pelo duro. Llegó una nieta, como de diecisiete años, masomenitos estaba, pero parece que era la estrella de la familia. Andaba por terminar quinto año. Ah, qué bien, dijo el jefe. Todo se saca diez, informó la madre. Entonces le trajeron la carpeta de la chica, para que viera. El jefe comenzó a hablar con la chica de historia argentina. Ella le quiso explicar algo de Juan Manuel de Rosas. Ah, no diga esas cosas de Rosas, mijita, dijo él. Rosas ha sido un caudillo tan grande como don Benjamín Zavalía... o como Carlos Juárez, dijo el jefe, llevando agua para su molino. Y todos lo oían asombrados. Nosotros también, quién iba a decir que el jefe supiera tanto de historia. Uno de los hijos le comentó que había puesto un gallinero, con un subsidio que daban del gobierno, pero que las gallinas estaban enfermas.
—Vamos a verlas— dijo el jefe y se levantó.
Y fuimos todos. Ni bien llegamos al gallinero, levantó una. La miraba por todos lados. Manejaba al animal como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. El hombre, el hijo de doña Geno, lo miraba arrobado.
—Delés Terramicina, tienen una infección.
—¿Está seguro? Yo lo estaba por llamar al veterinario...
—Oiga, esto es infección, ¿no ve?— y le abría el pico para mostrarle— delés Terramicina, yo sé lo que le digo, decía el jefe poniendo esa cara de hijo de puta que tan bien le conocíamos cuando estaba mintiendo en forma descarada. Estuvimos un rato más y volvimos a la casa. En eso ya habían acomodado las sillas al lado de una mesa. Al fondo, ni bien habíamos llegado, habían puesto unos cabritos a asar en la parrilla.
—Pero, no se hubieran molestado. Y pasamos a la mesa. Ya estábamos por comer, por hincar el diente, era cerca de la una de la tarde, o más también, cuando el jefe pegó el grito:
—¡Alto!
—¿Qué pasa?— preguntó uno.
—No nos hemos lavado las manos. Qué habrán andado tocando ustedes.
Y fuimos todos a una bomba de mano a asearnos, el jefe primero, que se refregaba bien, con agua y un jabón de lavar que nos dieron. Ya estábamos sentados y de nuevo pegó el grito:
—¡Alto!
—¿Y ahora qué?
—No hemos rezado.
Y usted le hubiera querido ver la cara que ponía, haciéndonos rezar a todos, él, que es más ateo que no sé qué. La piel de Judas. Barrabás en persona.
—Señor te damos gracias por los alimentos que hemos recibido de tus manos y que no falte el pan en la mesa de los pobres, amén— oró con cara compungida.
A mí me daban ganas de reírme, si el jefe no cree en nada.
—Amén— dijimos todos.
Riquísimo estaba el cabrito. Antes de que terminarámos de comer, uno de los chicos, nieto, bisnieto, qué sería, vino con una carpeta, también a mostrarle al jefe.
—Tienes que mejorar en matemáticas.
—Sí señor.
—A ver, cinco por ocho.
—¿Cinco por ocho?
—Sí, cinco por ocho, rápido.
—¡Cuarenta!
—A mí no me calienta.
Y todos se largaron a reír. 
En la sobremesa, doña Geno contó que hacía unos años habían venido los radicales también a visitarla. Pero ellos no eran como nosotros, dijo, como los peronistas. Los radicales se habían quedado un ratito nomás, como visita de médico. Esa vez trajeron una silla de ruedas para uno de los hijos, porque ella no tenía plata para comprarla. Pero ellos, los radicales prácticamente no se habían bajado del auto, esos guarangos. Se la habían entregado y salido medio a las disparadas. No señor, no eran como los peronistas. El jefe entonces me codeó y me miró como diciéndome, "ya la estamos convenciendo". Yo tomé nota, la vieja, se refería a ellos, los radicales. En el fondo, en este país, todos somos peronistas y el que dice que no es, debe ser por alguna idea rara, pero todos somos peronistas desde la cuna. ¿No decía Perón que en este país los únicos privilegiados son los niños? Bueno, entonces, todos, de niños, somos peronistas, no nos queda otro remedio.
—Nosotros la venimos a visitar, doña, le hacemos gasto porque también somos humildes— le dijo el jefe —los radicales tienen su idea, que la respeto, no digo que no, pero nosotros somos otra cosa.
Y de nuevo hubo un silencio, pero era un silencio distinto. Hacía como tres horas que estábamos ahí, y ya habíamos entrado en confianza. Entonces lo llamó al chofer y le dijo que fuera a buscar eso. A esta altura ya había como cien personas en lo de doña Geno. Todos los vecinos venían a saludar. Algunos lo llamaban al jefe para hablarle aparte, entonces llamaba al secretario y le hacía anotar nombres, números de documentos, direcciones, gente que venía a manguearle laburo. Me olvidaba de contarle, antes, ni bien habíamos llegado, le sonó el celular.
—Hola, Doctor...— tapó el teléfono con la mano, mientras se paraba —es el Doctor, el candidato —nos comunicó, y todos nos paramos, por respeto al Doctor —sí, aquí estoy en la casa de doña Genovev... sss..., sí, buéh, bueno, ya se lo digo, has... hasta luego— dijo.
—Era el Doctor, me habló para mandarle saludos, doña Geno.
La vieja, imaginesé, chocha de la vida. Nunca le había pasado algo así. Que el doctor Juárez, el de Juárez sí otro no, una cosa que empieza con gé, Juaré, que los había humillado desde siempre, ganándoles todas las elecciones, le mandara saludos a ella, a doña Genoveva, era mucho, señor. Y volvió el chofer con un papel. En ese momento hablaba doña Genoveva, diciendo que estaba muy contenta con la visita. Que recién se estaba dando cuenta de lo que eran los peronistas. Que había pasado toda la vida equivocada. El jefe levantó la mano.
—Ahora, antes de que nos vayamos, quiero darle la sorpresa. Todos estábamos en silencio. Era un último golpe de efecto del jefe.
—Vengo a traerle la pensión para su hija que ha quedado viuda, doña Geno. Yo sé que usted ya tiene su jubilación como ordenanza, pero ella no. Y el Doctor se encargó de gestionarla para ella. Son ciento cincuenta pesos por mes— hablaba como si estuviera dando un discurso, con la misma entonación, casi como un cantito— ya sé que no es mucho, pero ayuda a hacer la vida un poco más digna— dijo.
Y las cien personas comenzaron a aplaudir. Viera cómo aplaudían. Doña Genoveva quería llorar, estaba emocionada. Y la hija, ni le cuento. Al rato nomás, nos vinimos. Yo lo miraba al jefe, que se había vuelto a calzar los anteojos oscuros y se subía los pantalones, con el rostro satisfecho. Antes de salir, doña Geno nos pidió los votos y las fichas de afiliación.
Ya estaban tumbados. Iban a votarlo al Doctor, estaban con nosotros a muerte. También le habían regalado un queso al jefe, de dónde lo habrían sacado, si ya no tenían vacas y no había una en 20 kilómetros a la redonda y le mandaban otro para el Doctor. Cuando volvíamos a la ciudad, en la camioneta, anunció:
—Ese cabrito me va a caer más pesado que vaca en brazos.
—Pero, estaba rico, no diga que no— le respondió uno.
—Qué va a estar rico, se ve que no sabes comer.
Se quedó mirando por la ventanilla un largo rato. A la orilla del camino pasaban humildes ranchos, iguales o peores que el que habíamos dejado atrás, chicos descalzos, polvaderal. Pobreza.
—Qué lugares de mierda— dijo el jefe. Y le dio más potencia al aire acondicionado.
©Juan Manuel Aragón
Villa Nueva Esperanza, 20 de octubre del 2022

Comentarios

  1. Casas más, casas menos..
    La Argentina tiene que reflejar como la Madre de ciudades

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