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Una sombra cerca de la cabaña |
“Un crujido lo alertó antes de que llegara el intruso; miró por la ventana y vio una silueta bajo la luna, con una linterna apagada"
Un estruendo despedazó la penumbra. A Karl Müller se le cayó la silla, sus ojos clavados en la figura que irrumpió en su cabaña. El fuego lanzaba sombras inquietas contra las paredes de piedra, mientras el desconocido, dejaba una linterna sobre la mesa. Sin decir nada, deslizó una fotografía arrugada hacia Karl: un rostro que el mundo había jurado extinto en 1945, con esa mirada que atravesaba el papel como si aún respirara. Karl retrocedió, buscando apoyo en la pared, mientras el intruso lo estudiaba con ojos que parecían rasgar el velo del tiempo.—Sabemos lo que has hecho. Tempelhof. El avión. La noche que todo cambió —dijo el hombre.Karl no habló. Su mente lo llevó al aeródromo de Berlín, al caos del 29 de abril de 1945: el Junkers 52 alzándose entre el humo, el zumbido de las bombas soviéticas, el susurro entre los oficiales sobre un pasajero sin nombre. Desde ese momento fue otro, Karl Müller. Pero esa noche lo marcó: el rumor de un escape, España, un submarino, el sur. Llegó a la Argentina en 1945 con un pasaporte falso y un secreto que lo devoraba. Unos meses después estaba instalado en esa cabaña, a orillas del lago Nahuel Huapi.
El invierno de 1958 había envuelto en la soledad la cabaña que, oculta entre pinos, era su santuario. Los vecinos lo conocían como un alemán callado, de mirada esquiva, él cultivaba esa barrera invisible. Nada sabían de su pasado en Berlín, de los pasadizos que diseñó bajo el Reich, ni de la carga que llevaba en el alma.
Esa noche, el pasado lo alcanzó. Un crujido lo alertó antes de que llegara el intruso; miró por la ventana y vio una silueta bajo la luna, con una linterna apagada. Afuera había un hombre quieto, el gato mirando al ratón. Gritó una advertencia, pero el silencio que respondió le estrujó el aliento. Ahora, con el desconocido dentro, el aire se volvió espeso, cargado de un peso que lo aplastaba.
—¿Qué quieres? —logró decirle.
El hombre sonrió y agitó la foto.
—Dicen que murió. Un disparo, un cuerpo quemado. Pero sos vos. Escapaste, aunque el mundo lo niegue. La verdad no se pierde, vive en quienes la callan.
Karl negó con la cabeza, pero las imágenes lo traicionaron: el pánico en los ojos de su gente, la orden de guardar silencio, el eco de su nombre prohibido. Después, el exilio, la Argentina, Bariloche, la red de perseguidos que le dio cobijo sin preguntar. Había oído de un cazador que rastreaba fugitivos, pero creía que era un mito.
La linterna titubeó, y por un segundo, el rostro del intruso cambió: rasgos duros, ojos hundidos, el gesto, la voz inconfundible. Karl ahogó un jadeo. ¿Era el hombre que el mundo daba por muerto? La luz volvió, y solo quedó el extraño, mirándolo con una certeza que lo desnudaba.
—No soy nadie, solo un peón —balbuceó Karl.
—Los peones guardan los secretos más pesados Y yo los arrancaré, aunque tenga que quebrarte —amenazó el otro.
Pero entonces, un ruido cortó el aire: un crujido seco desde afuera. El desconocido giró la cabeza, y Karl aprovechó el instante. Sus manos encontraron el fiero junto al fuego; con un movimiento desesperado, lo lanzó contra la linterna, que estalló en un chisguetazo. La cabaña se hundió en tinieblas. Corrió hacia la puerta trasera.
El frío lo envolvió mientras corría entre los pinos, el lago a su espalda reflejando una luna indiferente. Oyó pasos detrás, pero no miró. Recordó un túnel que había descubierto años atrás, un pasaje natural bajo una piedra. Se deslizó dentro. Los pasos se detuvieron un rato buscándolo. Afuera, la mano del desconocido empuñaba una pistola Luger. Luego de un rato largo los pasos cesaron.
Apenas amaneció, emergió, temblando, pero vivo. El desconocido se había ido, llevándose su linterna, su pistola y su amenaza. La cabaña estaba intacta, la fotografía quemada entre las brasas. Pero Karl no se quedó. Se mudó al norte, cambió de nombre otra vez, y el lago guardó su secreto, un reflejo que el cazador nunca atrapó.
Los amigos de los amigos, dicen en voz baja que vieron a Karl en Santiago en el sesenta y pico, quizás se alojaba en el hotel Plaza, pero no están seguros.
Del otro se sabe poco y nada. Hay quienes calculan que escapó, otros lo dan por muerto en Berlín, mucho antes de que ocurriera lo que aquí se cuenta. Nunca se sacó los bigotitos. Dicen, pero quién sabe.
Juan Manuel Aragón
A 8 de abril del 2025, en La Armonía. Atando el sulky.
Ramírez de Velasco®
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