Corzuela |
De alguna manera se desquita con los cazadores cuando matan más animales de los necesarios
Mi compadre Antonio sabía ser buen cazador. No erraba salida. Ocasiones andaba pobre o, como se dice, de la cuarta al pértigo, salía con un solo cartucho para su escopeta del 16. Y siempre volvía con un chancho del monte, una corzuela, charatas, un conejo, lo que sea.
De la cosecha de la uva, ese año trajo algo de plata, no mucha, pero sí la suficiente como para darle a la señora para que pague las deudas y comprar zapatillas para los hijos. También le compró una mula al tío Andrés para la zorra. Y una caja de cartuchos, completa, qué felicidad.
Una madrugada salieron de cacería con el hijo, el mayorcito, que le decían Changorión. Era entrado el invierno y, como tenían buenos perros, pillaron media docena de quirquinchos. “Ya está, tata, volvamos, con esto tenemos para comer dos o tres días”, pidió el hijo. Si usté no sabe, le cuento, si están bien enseñados, los perros siguen y traen después los quirquinchos en la boca. Mi compadre no había hecho ni un tiro hasta ese momento.
Después hallaron rastros de chanchos del monte, una tropilla cuando los perros han ladrado, se han dado cuenta de que no estaban tan lejos. Y han salido corriendo. La perrada tenía a dos, estrechados contra unos churquis. Mi compadre le apagó un balazo a uno y el otro se escapó.
Y el chango creyó que ahora sí volverían a la casa. Cuando le quiso protestar, mi compadre le dijo que nunca había que abandonar a la suerte si se presentaba. Estaban en un buen día y tenían que seguir. Dejaron los quirquinchos en una bolsa que habían llevado, cuerearon el cuchi y lo colgaron en la rama de un árbol para buscar todo a la vuelta.
Siguieron camino.
Al rato, en un estar, el padre pidió silencio, a unos 50 metros había una corzuela mirándolos curiosa. El chango se quedó quietito mientras Antonio seguía avanzando, ahora cauteloso y medio agachado. De repente el animalito tuvo como un estremecimiento, Antonio se irguió, le apuntó y tiró. Pero no salió nada. Clic. El bicho estaba lejos, remonta, y de nuevo clic. Nada che.
Changorión contaba después que entonces recordó a la Madre del Monte, que protege a los animales para que los cazadores no maten más de lo que van a comer. Antonio abrió la escopeta, sacó el cartucho, le puso otro, quiso hacer un tiro al aire, pero, clic. Dio vuelta el arma, miró por el caño y algo lo llevó a tirar del gatillo.
Murió sin darse cuenta.
Como será que lo velaron con lo que quedaba de la cara, tapada con una tela. En el velorio, convidaron a los vecinos, el chancho, asado en el horno de barro y al amanecer, los amigos, entonados por el anís, se comieron también los quirquinchos al rescoldo. Ricos estaban, gordos, doy fe.
El hijo ahora trabaja en la ciudad, en una gomería. Dicen que siempre anda callado, alquila una piecita en el barrio La Católica, no sale para ninguna parte. A los pocos amigos que hizo, les cuenta esta misma historia. Después les dice que una mañana de invierno, enojada porque ya iban cazando más de la cuenta, la Madre del Monte le robó al padre, allá lejos en un abra de un bosque sin nombre que le dicen Orilla del Saladillo.
Si me quiere creer, bien. Si no, vaya y pregunte, en la segunda gomería del barrio 8 de Abril, por la Francisco Viano, yendo de aquí. Ahí le van a decir.
©Juan Manuel Aragón
Después hallaron rastros de chanchos del monte, una tropilla cuando los perros han ladrado, se han dado cuenta de que no estaban tan lejos. Y han salido corriendo. La perrada tenía a dos, estrechados contra unos churquis. Mi compadre le apagó un balazo a uno y el otro se escapó.
Y el chango creyó que ahora sí volverían a la casa. Cuando le quiso protestar, mi compadre le dijo que nunca había que abandonar a la suerte si se presentaba. Estaban en un buen día y tenían que seguir. Dejaron los quirquinchos en una bolsa que habían llevado, cuerearon el cuchi y lo colgaron en la rama de un árbol para buscar todo a la vuelta.
Siguieron camino.
Al rato, en un estar, el padre pidió silencio, a unos 50 metros había una corzuela mirándolos curiosa. El chango se quedó quietito mientras Antonio seguía avanzando, ahora cauteloso y medio agachado. De repente el animalito tuvo como un estremecimiento, Antonio se irguió, le apuntó y tiró. Pero no salió nada. Clic. El bicho estaba lejos, remonta, y de nuevo clic. Nada che.
Changorión contaba después que entonces recordó a la Madre del Monte, que protege a los animales para que los cazadores no maten más de lo que van a comer. Antonio abrió la escopeta, sacó el cartucho, le puso otro, quiso hacer un tiro al aire, pero, clic. Dio vuelta el arma, miró por el caño y algo lo llevó a tirar del gatillo.
Murió sin darse cuenta.
Como será que lo velaron con lo que quedaba de la cara, tapada con una tela. En el velorio, convidaron a los vecinos, el chancho, asado en el horno de barro y al amanecer, los amigos, entonados por el anís, se comieron también los quirquinchos al rescoldo. Ricos estaban, gordos, doy fe.
El hijo ahora trabaja en la ciudad, en una gomería. Dicen que siempre anda callado, alquila una piecita en el barrio La Católica, no sale para ninguna parte. A los pocos amigos que hizo, les cuenta esta misma historia. Después les dice que una mañana de invierno, enojada porque ya iban cazando más de la cuenta, la Madre del Monte le robó al padre, allá lejos en un abra de un bosque sin nombre que le dicen Orilla del Saladillo.
Si me quiere creer, bien. Si no, vaya y pregunte, en la segunda gomería del barrio 8 de Abril, por la Francisco Viano, yendo de aquí. Ahí le van a decir.
©Juan Manuel Aragón
Será?
ResponderEliminarCierto o no, así debe ser, se de historias de cazadores que, más bien, eran predadores!!!
ResponderEliminarTu estilo, intacto. Bien reconocible. Y eso vale mucho: que al leer ya sepa que sos vos el que escribe. Saludo afectuoso (lunda mañana fresquita, en medio del infierno)
ResponderEliminarExcelente. Felicitaciones a Juan Manuel Aragón
ResponderEliminarMe encanto, gracias Juan
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