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EDITORIAL La prensa, destructora de la sociedad

Se pide un periodismo menos destructivo  

El idioma como lo emplea la gente es la excusa para usar palabras cada vez más groseras y proferir indecentes guarangadas


Con el tiempo los vocablos que aludían a situaciones groseras o, digamos, no aptas para ser repetidas frente a los niños, van perdiendo su sentido, se vuelven comunes y corrientes, entran en el habla cotidiana y hay que inventar otras para reemplazarlas. Cuando éramos chicos, había padres que no querían que sus hijos dijeran las que se consideraban “malas palabras”.
Está bien, una verdad de Perogrullo es que las palabras no son buenas ni malas, existen, ahí están, figuran en el diccionario que, hasta se da por enterado del uso grosero que se les da en algunos países a muchas que en otras naciones o contextos son inocentes, castas, puras. Casi todas las “malas palabras” se referían a las partes o situaciones íntimas de la gente, pero nombradas con términos prostibularios, extraídos de la cárcel, del ambiente de las drogas, de la delincuencia, de los márgenes incultos.
En la década del 60, se empezó a decir que alguien “estaba caliente”, como sinónimo de estar enojado. Hasta ese momento, el otro sentido de la frase era el de estar excitado sexualmente. Por eso, en muchas casas, los padres amonestaban a sus hijos, prohibiéndoles su uso en cualquier circunstancia, por las dudas alguien los malinterpretara, creyendo que provenían de un hogar que usaba esas expresiones en forma cotidiana. Era casi una inocentada la de estos padres, muchos de los cuales solamente habían terminado la escuela primaria, es decir, no eran graves profesores universitarios sino gente común y corriente de antes.
Pero sí había términos que, en sí mismos, eran considerados groseros, entre ellos “boludo”, “pelotudo”, “c*liao” y dos o tres más que, en cualquier contexto eran ofensivos, no solamente para sus posibles destinatarios, sino para quien los pronunciaba, pues mostraban la baja estofa y la poca catadura moral del sujeto que los profería.
Cualquiera creerá que esta es una nota de una moralina antigua y tonta. Pero el “c*liao”, como palabra de camaradería con que se llaman muchos todos los días, empezó hace menos de dos décadas, cuando un mediocre boxeador cordobés fue llevado a un programa de televisión, en ese entonces entre los más vistos de la Argentina. La palabra, dicha entre varones, alude a uno de ellos como sujeto pasivo de una relación sexual de tipo homosexual.
Cuando se popularizo el éter y cualquiera con tres pesos pudo comprar un equipo para instalar una radio emisora en frecuencia modulada, se descuajeringó ese periodismo. Hasta entonces la situación venía siendo más o menos controlada, con radios que tenían libretistas, pagaban lo que correspondía a sus trabajadores, a sus locutores profesionales y abonaba sus derechos por pasar música a los entes correspondientes.
La proliferación de emisoras amateurs dio lugar a la aparición de locutores poco preparados, que sostuvieron que se debía hablar frente a un micrófono en el mismo idioma de la gente común, de la calle. Quizás lo decían pues creían que no decir groserías era hablar en difícil, usando palabras pocos comunes y ese sentimiento de inferioridad los llevó a elaborar la curiosa teoría de que, cuanto peor, mejor.
Es cierto, un locutor de radio es un periodista, no un maestro. Ni siquiera tiene la obligación de ser buen ejemplo de algo para nadie. Es solamente un comunicador. Pero, ¡vamos!, hay ciertas normas de decoro para respetar y, aunque suene repetido, deberían tener en cuenta de que en los receptores podría haber chicos oyéndolos o viéndolos. Lo que dicen o hacen, del otro lado de la pantalla o el micrófono, es tomado con la seriedad de que provino de alguien con una autoridad, quizás más grande o importante que la de sus padres.
No es cuestión de proclamar “si no le gusta cambie de canal”, porque es sabido que ciertas palabras procaces llaman mucho la atención de los niños, atrayéndolos como ampalagua al pollito. Además, si en todas usan el mismo idioma de malos cabaret de la década del 70, no hay opciones para nadie y el español es campo orégano para las peores groserías, dichas con un micrófono en la mano, proclamadas como lo usualmente correcto.
Menudo trabajo el de los padres de hoy, si intentan contener la marea de guarangadas que se manifiestan a toda hora por casi todos los medios de comunicación, incluso los diarios de papel, pues compiten entre sí para ver cuál publica la obscenidad más impúdica, pues con esas palabras, supuestamente honran la verdad, como proclaman.
Quizás si todos apagáramos los malditos aparatos, aunque fuere un año, incluso dejando de prestar atención a los burdos ensayos como el que está leyendo en este momento, nos ayudaríamos a construir una sociedad mejor, más justa, culta y pacífica que la actual. Pero aún si después siguiéramos siendo los mismos, al menos durante ese tiempo habríamos leído varios placenteros libros y de yapa tendríamos los oídos libres de los horrorosos chillidos con los que proclaman sus ideas vacuas, sus pensamientos inicuos, su idea de muerte y destrucción.
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. Este artículo deberíaser enviado para publicación en todos los medios escritos del país

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  2. Totalmente de acuerdo.Una excelente reflexión para el día de hoy:"día del locutor"

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