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VALIDEZ El mundo es de los jóvenes

Nickelodeon

”Las costumbres de siempre servían para mantener engrasadas las cordiales relaciones con los demás”


Hasta hace poco, en el campo, los chicos eran chicos y los grandes, grandes. El mundo que valía era el de los adultos, no el de los chicos, a quienes no les consultaban sobre cosas de la vida, la muerte, el amor, el Fondo Monetario Internacional o las relaciones familiares. Algo sucedió en algún momento, sin que nadie supiera muy bien qué, pero de repente los niños daban las órdenes, contradecían a los padres, maltrataban a los invitados, entregaban sus opiniones, aconsejaban sobre inversiones inmobiliarias. Pasaron a ser los reyes de la Creación, en una palabra.
La  última vez que anduve, me invitaron a cenar a la casa de un amigo a quien hacía mucho que no veía. Nos habíamos dejado de frecuentar a los 25 o 30 años. Me llevó a su casa, ahora estaba casado, y conocí a la señora y sus críos. En un determinado momento de la comida, cuando mi amigo me estaba comentando algo, el hijo mayor, que cursaba primer grado, le dijo: “No papá, no mientas, no fue así”.
Quedé estupefacto. Aguardé una oportuna cachetada, un airado grito de espanto o, al menos una dura,  feroz recriminación, que le indicaran al mocoso que se levantara de la mesa, no sé, una reprimenda furibunda. Temí que mi amigo se enojara por semejante insolencia. Pero, en cambio, se puso a explicarle al chango por qué no mentía y, como el otro porfiaba, pasamos media hora de una charla, que debía haber sido agradable, mientras intentaba hacerle entender su confusión al mocoso.
Entonces me dije que el pueblo que había conocido en la niñez y la juventud, estaba enteramente davueltado. Igual que en la ciudad, se había acabado el respeto por los padres, la enseñanza de las buenas maneras, las agradables costumbres de siempre que, si bien no eran esenciales para que el mundo funcionara, al menos servían para mantener engrasadas las cordiales relaciones con los demás.
En esa misma cena ya no me llamó la atención cuando los hijos se levantaron de la mesa sin pedir permiso y sin llevar sus platos a la cocina ni tampoco el hecho de que la señora le recriminara cuestiones maritales antes de terminar la cena y con un invitado presente, che.
Toda la mugre apestosa de la modernidad psicologista, políticamente correcta y craquelé había llegado al lugar sagrado que tenía en un resguardo de la memoria y era parte de un tiempo que era posible recuperar cada vez que regresaba. Fue cuando me percaté de que se había perdido el pueblo aquel que había sido la contraseña de la juventud para seguir siendo yo mismo, Juan Aragón de Tal Lado, estuviera donde estuviera. El "Tal Lado" era mi doble apellido,  mi esencia más íntima, la  que solamente mis amigos verdaderos conocían.
Así fuera conociendo presidentes, obispos, grandes maestres de logias universales, hasta ese regreso siempre supe que aquel pueblo sería un lugar al que volver, vivía en un constante retorno al tiempo de la niñez, que es donde se aloja la patria. Ahora tenía dudas.
En la sobremesa, el amigo contó que con sus hijos tenía algunos problemas. “Al fin lo confiesa”, me dije. El drama es que no se sentaban a la mesa si no había Coca Cola. “¿Cómo?”, pregunté asombrado. “Si falta la Coca no se conforman con otra y tengo que ir al quiosco a comprarles”. No atiné a decir nada. Estaba estupefacto, lo que se dice.
Cuando reaccioné, le recordé que en nuestros tiempos tomábamos agua de la canilla en la mesa y que comíamos lo que pusieran los padres en los platos, sin protestas ni malas caras. La señora intervino en ese momento para contar que los chicos tenían toda la razón del mundo, porque las otras gaseosas no se comparan con la Coca y, quizás para hacerme burla agregó: “En la tele son de Nickelodeon, no les ponga Disneychanel porque no les gusta”.
Yo lo observaba a mi amigo que, a esa altura de la conversación tenía clavada la vista en un punto del vacío. Después, como me di cuenta de que no podría cambiar la realidad, cambié de conversación. Oiga, ese que le cuento era un pueblo hermoso, (sigue siendo), con un montón de árboles para trepar, por sus calles raras vez pasaba un auto, tenía descampados inmensos para jugar a la pelota, baldíos hermosos para investigar, una plaza repleta de plantas, pero los chicos, inspirados quizás por sus madres, sus padres, sus maestros, miraban dibujitos animados en la televisión.
Al salir de la cena, en una esquina observé a varios muchachos y chicas agachados, mirando sus telefonitos. Tentado estuve de acercarme para pedirles que miren una hermosa luna que se asomaba por entre los eucaliptos de la casa de doña Amanda. Después me dije que era inútil, no me iban a entender. En ese mundo en que viven, no existe lo que no necesita guaifai y ya se sabe, la luna es puntualmente hermosa, pero sólo para quienes la quieren mirar.
Además, doña Amanda murió hace más de 50 años, iban a creer que yo había llegado como fantasma de otro tiempo. Quizás lo era, tal vez lo sigo siendo.
Pasé tratando de no hacer ruido, mirá si me ladrillaban o algo.
©Juan Manuel Aragón

Comentarios

  1. "Algo sucedió en algún momento, sin que nadie supiera muy bien qué".
    Lo que sucedió fue que nuestra generación abandonó la responsabilidad de educar a los hijos. Salieron ambos padres a trabajar y la disciplina diaria quedó en manos de terceros, la diversión pasó de hacer deportes y andar en bici a juegos de pantalla y después a un teléfono celular con jueguitos que reemplazó al chupete desde los 2 años de edad.
    Luego alguien inventó que a los hijos había que decirles todo el tiempo que "son especiales" y que habia que premiarlos solo por competir, y que todos eran ganadores.......y ya no hubo forma de hacerles entender que debían ganarse y merecerse cualquier reconocimiento....y ya no hubo vuelta atrás.
    Y finalmente comenzó a ser más cómodo y más barato tener perros en vez de hijos, porque dan satisfacción personal sin berrinches.
    Eso es un poco de lo que pasó. No creo que nadie lo sepa.....mas bien pienso que nadie quiere saberlo.

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  2. Muy buena la nota y coincido con el comentario del señor Ibarra.

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