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RELATO El más ladrón entre los ladrones

Las multitudes tienen razón

“Durante un tiempo todo fue aprendizaje hasta que uno de los grandotes quiso quedarse con lo que yo había hurtado en buena ley en el mercado”


Usted tiene que oir mi historia, cuando la sepa entenderá por qué, en el devenir de las cosas, si se vuelve el tiempo atrás y se mueve una brizna de pasto, todo cambia para adelante y nada vuelve a ser como antes. Debe saber también que no todo está escrito en el libro de ninguna vida, hay acontecimientos extraordinarios que lo cambian todo en un instante de furia de las gentes, siempre alevosas cuando les dan la oportunidad. Si sabe leer entre líneas, sabrá también de qué manera me introduje en la vida de la humanidad
 hasta tener el control de todo lo que hay bajo el cielo, sobre todo el alma de las mayorías. Pero, no se apure, contaré mi vida paso a paso, en un prieto resumen.
No es por justificarme, pero de chico supe a qué se dedicaba mi padre, un ladrón de gallinas, cabras, ovejas. Poca cosa, no hurtaba a los ricos sino a la gente del barrio, tan humilde como nosotros. Mi madre festejaba cada vez que caía a casa con el botín, a veces eran las sandalias de un vecino o una silla que alguien se había olvidado de entrar a la casa a la tardecita, y cuando iban a buscarla, ya no estaba. Varias veces lo pillaron y lo llevaron preso, pero al tiempo regresaba a la casa, buscaba trabajo durante un tiempo y volvía a las andadas.
Crecí mientras suponía que de eso se trataba la vida, tomar como propio lo que se presentaba ante los ojos. En mi mundo no existía lo ajeno. Lo malo es que entre lo ajeno y mi deseo de tenerlo, estaba el dueño. De chico aprendí a pelear con cuchillo y me hice hábil en su manejo. Siempre llevaba una daga entre mi ropa.
Cuando tuve 12 años mi padre ya había muerto y mi madre quién sabe dónde andaría. En ese tiempo ya vivía en las calles, dormía donde me agarraba la noche, tomaba bebidas con alcohol y era mío el ancho mundo de lo ajeno. Había algunas casas de fama no muy respetable, que me daban monedas por el producto de mis hurtos, lo que me alcanzaba para vivir sin trabajar durante algún tiempo.
Me juntaba con otros iguales. Los más grandes nos daban consejos: debíamos  perfeccionar las técnicas para que no nos descubrieran, las mil maneras de deshacerse del producto del robo, cómo caminar en la noche sin ser vistos. 
Durante un tiempo todo fue aprendizaje hasta que uno de los grandotes quiso quedarse con lo que yo había hurtado en buena ley en el mercado. Fingí hacerle caso, me acerqué llorando y cuando estuvo a corta distancia, saqué la daga rapidísimo y se clavé en la garganta. Delante de sus amigos, bebí su sangre mientras se iba muriendo entre horribles estertores. Sus amigos me temieron, desde ese día fui su jefe máximo y mi fama empezó a correr de boca en boca.
Un tiempo antes había conocido mujer. Era una prostituta que vivía en una choza de ramas, extramuros de la ciudad. Le agarré el gusto. Cuando me convertí en jefe, los amigos me aconsejaron que no fuera más por ella, las de aquí, de la ciudad, advirtieron, eran más bellas y me harían conocer otros placeres más intensos. Fue todo un descubrimiento. Pero al tiempo me aburrían y me empezó a gustar hacerles daño cuando fornicábamos. Hasta que un día el patrón del tugurio me corrió porque le había pegado muy fuerte a una de sus pupilas. A la noche volví con mis amigos, destrozamos la casa, violamos a las mujeres y quemamos todo con el patrón adentro. Bailamos alrededor del fuego.
Mi fama se había extendido por la ciudad. Me buscaban las autoridades y varias bandas de ladrones y saqueadores. Empecé a vivir en los caminos y a extraerles sus productos. Atacaba a quienes venían a vender sus mercancías en la ciudad. Hice del asalto, el hierro, la destrucción, el alarido de terror de mis víctimas, una marca de mi poder, mi salvajismo, mi hombría. Era mi estilo personal. Violé a cuánta mujer se me puso adelante y no me importó si era joven o vieja, madre o soltera, niña o niño.
Me ensoberbecí. Me creí más poderoso de lo que era. Supuse que tenía un reino para mí solo, sin recordar que solamente era un sanguinario salteador de caminos, un hombre vulgar con un nombre que sería olvidado al día siguiente de muerto, aunque esto no se cumplió, como lo verá después. Los mercaderes llegaban custodiados por soldados a la ciudad. Dos o tres veces, con mis amigos, me animé contra ellos también. Y terminamos ganando. En esos casos aumenté la ferocidad de mis ataques. No contento con obtener sus riquezas, los torturé, los humillé y los mortifiqué hasta el suplicio antes de matarlos.
Hasta que, hartos de mis correrías y pillajes, salieron en mi búsqueda. Poco trabajo les costó hallarnos, estábamos tan cegados en nuestras andanzas y raterías de todo tipo, que no los vimos venir. No sé si por casualidad, porque así lo quisieron o porque alguien me entregó, caí solo en manos de los soldados, ningún otro compañero me acompañó a la cárcel. Fui presentado como un triunfo de las autoridades y sé que muchos sintieron alivio cuando supieron que estaba en la cárcel. Los soldados me avisaron que tenía las horas contadas, me iban a ahorcar y por primera vez en mi vida sentí miedo. No quería morir.
En esos días aprendí a mirar de otra manera el destino de los hombres. De alguna forma, no me pregunte cómo ni por qué, supe que no había llegado mi hora, eso que varios sobrevivientes de aquellas matanzas brutales pasaron por frente a mi celda para identificarme. “¡Es él!”, decían, no sin algo de temor.
Yo era y soy el terror que sienten algunos ante la vida inocente, sometiéndola a vanos escrutinios, a esporádicos espasmos buscando una justicia, justamente donde no se la hallará jamás. Soy, desde esa vez, el temor reverencial que sienten las mayorías a la Verdad, a la que rechazan de mil formas, la aborrecen, abominan de ella. Le tienen asco. Pero ya verá por qué, no me apure que estoy terminando de contarle.
Un buen día los soldados me sacaron de la celda y creí que había llegado mi fin. Con dificultad caminé por oscuros pasadizos mientras me llevaban. Me dije: “Entonces esto es lo que se siente cuando llega el final del camino y no hay nada más por delante”. Me oriné encima al saber que el horror de una muerte dolorosa podría haberme andado buscando. Esperé en un cuartucho oscuro mientras afuera una multitud aguardaba expectante. Supuse que se habían reunido a ver mi ejecución. Los soldados a mi alrededor se reían a las carcajadas mientras observaban mi rostro, seguramente aterrorizado
Entonces salí a esa gran plaza y la multitud enmudeció. El hombre que era la autoridad parecía poquita cosa: era el típico funcionario burocrático, acostumbrado a cumplir órdenes que daban otros, sin prestar mayor atención a su justicia o injusticia. Enfrente de mí pusieron a otro preso, también cargado de cadenas, a quien los soldados habían golpeado, de tal forma que tenía el rostro ensangrentado.
Entonces el funcionario preguntó al gentío:
—¿A quién queréis que os de?
Luego de un momento de duda, la muchedumbre enardecida rugió:
—¡Suéltanos a Barrabás!
Al tiempo supe el nombre del funcionario, un tal Poncio Pilatos que, después pidió una palangana y se lavó las manos. Del otro no volví a saber nunca más. Supongo que murió, nunca pregunté. 
Sólo sé que desde entonces la Verdad no es la verdad sino lo que las mayorías dicen que es.
©Juan Manuel Aragón
Santa Catalina, 15 de noviembre del 2022

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