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HISTORIA San Francisco Solano

Estatua del misionero

Cómo fue que el santo llegó a Santiago del Estero


Por Contardo Miglioranza*

El padre Francisco Solano se puso en marcha hacia Santiago del Estero. Pero, antes, le preguntó a nuestro conocido testigo, Pedro de Vildósola, a la sazón un joven de menos de 20 años, pero ya con ganas de trotamundos, si quería acompañarlo.
El joven aceptó la invitación y, pensando en su formidable apetito, se preocupó de las provisiones. Pero el Padre desatendió sus afanes, diciendo que “no era necesario y que Dios proveería”.
Después de dos o tres buenas jornadas de camino y de 16 leguas de recorrido, llegaron al río Hondo -a poca distancia de la actual “Termas de Río Hondo”- que iba muy caudaloso, y no pudieron pasar.
“El acompañante se afligió mucho, tanto por no traer provisiones como porque el paraje estaba infestado por una insoportable plaga de mosquitos, tanto que, para que las cabalgaduras no se escaparan, hubo que manearlas”.
Por el oro lado del río había unas cuarenta carretas con sus conductores que esperaban que mermase el río. El cauce era hondo, pero no muy ancho y de una parte a ora podían transmitirse noticias y cuitas.
Ante todo, el Padre se compadeció del hambre del joven y le aseguró que “no tuviese pena, que Dios lo remediaría y les daría de comer”.
Luego el padre sacó una red y un anzuelo que traía de ordinario consigo, fue al río y “pescó gordo”, o sea, tal cantidad de peces que bastaron para los dos y para la docena de españoles y de otros tantos indios, que esperaban el vado del río.
Después el Padre dio orden de que todo el mundo se sentara, mientras él encendería el fuego y les prepararía la cena. Se arremangó los hábitos, preparó la cena y se la sirvió “atentamente”, como un gran señor.
Al final, se retiró, se puso bajo una carreta para pasar la noche y comió una mazorca, que fue su único alimento.
Vencida el hambre, quedaba aún la preocupación de los mosquitos. También intervino el Padre y durante la noche nadie sufrió molestia alguna. “La cosa causó mucha admiración”.
Quedaba todavía por resolverse el asunto más importante, el vado del río: pero también en ello pensó el padre Solano y consoló a todos, tanto de una orilla como de la otra, con estas hermosas perspectivas:
“No tengan pena. Mañana pasarán el río tan claro como un espejo”.
Y así fue, por supuesto. A las nueve del día siguiente, el río estaba bajo, claro y manso. Todos pudieron pasar de una parte a otra respectivamente.
Entre los pasajeros favorecidos había un sacerdote, Francisco Núñez, quien dio al Padre las más rendidas gracias y reverencias en nombre todos, por diversamente habría podido pasar el río hasta terminada la época de las lluvias.
Una vez que todos, tanto hombres como animales cruzaron el río, éste “volvió a ponerse muy caudaloso, sin poderse vadear y sin haber llovido”.
El episodio bíblico del paso del Mar Rojo, volvió a repetirse en pleno corazón argentino.
Continuando la marcha, nuestros viandantes llegaron a un paraje despoblado llamado “El Hospital”, donde se descargó un violento aguacero.
El padre Vildósola quedó completamente calado y hecho una sopa: en cambio al Padre parecía ni le hubiera rozado el agua. El joven le tocó el hábito y, besándoselo, le preguntó:
-Padre mío, ¿cómo yo vengo mojado y Vuestra Paternidad seco?
-Provéalo Dios –respondió el Padre. Y siguieron viaje.

“Bienaventurados los pacificadores”
Santiago del Estero, mansamente recostado junto al río Dulce, su fuente de bienestar en las bonanzas y su enemigo en las temibles crecidas, era la capital de la gobernación con más quinientas familias españolas, sin contar las numerosas poblaciones indígenas que habitaban en sus vastas llanuras. Era también la sede central de la obra franciscana.
Santiago del Estero es una ciudad privilegiada, ya que más que en cualquier otra parece palpitar la presencia santa y benéfica del Padre Solano.
Allí, en su santuario, abundan los recuerdos y las reliquias de su estadía. Allí se transmiten de padres a hijos las tradiciones y las leyendas vinculadas a su labor o a sus profecías. Allí todos lo veneran, lo sienten y lo proclaman como “el santo de la tradición”, porque ha amalgamado en simbiosis el pasado precolombino y el colorido colonial y, sobre todo, porque ha hermanado en la fraternidad de Cristo tanto a los naturales como a los conquistadores.
Allí los habitantes en cuyas venas bulle una catarata de melodías, sones y arpegios, quieren rivalizar con el santo en el uso de los instrumentos –guitarras, quejas, charangos y violines- bajo las dulces miradas de las estrellas. Allí “la Semana de Santiago”, desde el 17 de julio hasta el 24, quiere ser, sobre todo, un homenaje al santo de sus amores y de su devoción.
Al entrar en Santiago del Estero, como custodio, fray Francisco encontró una ciudad en discordias. He aquí las palabras de su primer biógrafo, fray Diego de Córdoba y Salinas:
“Halló a todos los vecinos fedatarios, alborotados de enojos y pesadumbres que entre sí tenían. El Padre los convocó, los hizo amigos y los apaciguó a todos”.
Encontró, pues, una ciudad dividida por viejos rencores y nuevas ambiciones, pero el siervo de Dios, que pudo amansar a los toros, pudo también serenar los espíritus de los habitantes y restañar sus heridas, enarbolando los suaves ideales franciscanos de paz y bien.
Una vez terminada la visita canónica, fray Francisco regresó a Ibatín, primer asiento de San Miguel de Tucumán.
*De su libro “San Francisco Solano, el apóstol de América”.
©Juan Manuel Aragón

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