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Perro sin nombre |
De cuando quedó solo en una casa de la calle Salta y se agenció una compañía
Contaba que había tenido un solo perro en toda su vida. Nunca le puso nombre, no hacía falta si tenía unito nomás. Cuando necesitaba llamarlo le decía: “Venga perro”, con voz suavecita. Si quería que deje de molestar lo retaba: “Fuera perro” y agachaba la cabeza antes de irse. Era de una raza indefinida, con algo de pastor alemán, Kaiser Carabelle, unas gotas de Ahorra Grande—Aurora Grundig y otras veinte sangres callejeras acezándole las venas.Nunca había sentido mucho afecto por esos bichos. Si le preguntaban, solamente señalaba que ellos eran perros, tenían su lugar y nada más. El deber del animal era acompañarlo, el suyo terminaba en la obligación de darle de comer, ponerle tres o cuatro vacunas que le había indicado el veterinario, acariciarlo de vez en cuando y punto. Se lo habían dado de cachorrito y como nunca había visto a otro ser vivo, porque jamás lo visitó nadie en esa casa, a veces se figuraba que él era el perro y el perro era él. Hay perros guardianes, falderos, en fin, este solamente tenía la obligación de ser amo de compañía, mero apéndice sin extirpar de su dolorida soledad.Las siestas de invierno, cuando leía en el patio, como en ese tiempo fumaba, cada vez que terminaba un cigarrillo, trataba de acertarle de un tincazo el pucho en la oreja. Nunca lo logró más por su mala puntería que por el otro, que no se esquivaba, confiando en su supuesta amistad.
Esta historia del perro ocurrió después de aquella mujer que, en buena hora, decidió que era tiempo de salir a callejear mundos con otros hombres antes que quedarse con un minúsculo y mediocre fracasado, dejándolo sólo, triste y abandonado, desafiando las embestidas de la malquerencia.
—Ni siquiera tuve los arrestos de los grandes fracasados, me quedé quieto, como si hubiera sido el culpable de algo, hasta en eso fui un fracaso— sostenía muchos años después, cuando el recuerdo de la mujer aquella estuvo arrumbado del todo en el cajón del olvido de los despechados sin remedio.
En vez de refugiarse urgente en otros brazos, como le aconsejaban, se encerró en una casa de la calle Salta que le prestaban y vivió unos años como ermitaño de medio tiempo, porque debía salir a trabajar todos los días para solventar su comida, la del animal y algunos otros gastos imprevistos, como samaritanas de pago en tugurios lejanos, a los que acudía, en vano, para buscar los ojos de aquella que lo había abandonado.
No lanzó un quejido, nadie le oyó una palabra de rencor. Para justificar su vida de ermitaño, sostenía que estaba aprovechando la soledad para perfeccionar algunos, conocimientos sobre el origen de las palabras con la ayuda del viejísimo Diccionario General Etimológico de Roque Barcia y leyó muchas novelas policiales que halló en una habitación ruinosa y oscura y con las que se intoxicó para siempre con ese género literario.
Después de varios años viviendo en aquella casa, un buen día se la pidieron, algo que suelen hacer y con mucha razón, sus propietarios. Sin preguntar por qué le solicitaban el desalojo, porque no corresponde, le contó al dueño que se iba a una pensión, le rogó que se quedara con el perro, pues no podía llevarlo y le hizo prometer que lo cuidaría, le daría de comer, lo atendería, esas cosas. Aunque tampoco le hubiera remordido la conciencia dejarlo en la calle, librado a su suerte, lo consideraba un animal, igual que una hormiga, una jirafa, una chinche, una oruga.
Después contaba que no sintió nada cuando se marchó. El perro había tenido una vida tranquila, apacible, casi humana, gracias a la tristeza con que había arrancado las hojas del almanaque por aquellos días.
Unos meses después pasó por el lugar. La puerta estaba entreabierta. Lo llamó y el otro corrió hacia él ladrando, moviendo la cola feliz. Se fue rápido, porque cuando quiso entrar, el perro le gruñó feo, no quiso terminar mal con el único ser vivo en el mundo a quien le había contado, en largas tardes de invierno, cómo mascaba la pena del desamor su sensible corazón de bardo enamorado.
Pero acomodaba los ojos porque se le agolpaba una agüita que no lo dejaba mirar bien. cuando contaba que a su gran amigo de horas adversas ahora lo hacían trabajar de guardia de seguridad privada.
Algo de sensibilidad le quedaba, cualquiera se daba cuenta, llegado este punto, porque después de mirar lejos, cambiaba de conversación.
©Juan Manuel Aragón
Muy bueno. Me ha gustado.
ResponderEliminarMuy bueno 👌 me encantaría escribir como vos !!
ResponderEliminarArq Maria lopez ramos
Sigue siendo el mejor amigo del hombre
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