Melchor, Gaspar y Baltasar |
"Le preguntamos al padre cómo lo llamarían, nos dijo que le pondrían Emanuel, que significa Dios con nosotros"
Éramos tres, no cuatro ni siete ni doce ni veinte y llegamos siguiendo una misma estrella, aunque veníamos de distintas partes de los confines del mundo. Un día nos reunimos cerca de Jerusalén y decidimos preguntarle al rey Herodes, si era cierto que acababa de nacer un niño, que sería el Rey de los Judíos.Si hubiéramos sabido que era falsa su cortesía no habríamos acudido a verlo. Pero, lo que son las cosas, nos ayudó a encontrarlo. Dijo que, por lo que se sabía, estaba anunciado que debía ser en un pequeño pueblo y nos dio su nombre: Belén.
Hacia allá fuimos los tres. En un descampado instalamos nuestras tiendas y una noche, cuando dejó de nevar, se abrió una nube y volvimos a ver la estrella.Decidimos seguirla. Hacía frío y el campo estaba silencioso. Cuando íbamos llegando a Belén, nos sorprendieron unos pastores, pues sin decirnos nada nos acompañaron a una gruta. Apenas iluminada por un pequeño fuego, había una familia, un hombre mayor, una chica bellísima y el niño. A su alrededor, ovejas, burros y un buey les daban calor. Y los pastores los miraban embobados.La emoción nos nubló los ojos. Los tres habíamos salido de lejanos reinos, todos distantes entre sí, buscando el milagro de esa vida. Y ahí estaba, tan pequeñito y tan grande al mismo tiempo.
Le preguntamos al padre cómo lo llamarían, nos dijo que le pondrían Emanuel, que significa Dios con nosotros. Nos pareció apropiado. El hombre dijo llamarse José y su esposa era María, que significa estrella de la mañana o lo que es lo mismo Lucero. Todo nos pareció tan hermoso, mágico. Supongo que por eso luego nos conocieron como los Reyes Magos.
Yo le regalé unas monedas de oro, porque ¡caramba!, es lo que corresponde obsequiar a un rey. Gaspar le entregó algo de incienso y con eso dio a entender que sabía la naturaleza divina de aquel chico. Y Baltasar puso mirra en las manos de sus padres, para que tuvieran cómo embalsamarlo, pues sabíamos que moriría de forma muy violenta.
Anduvimos unos días dando vueltas por aquella pequeña aldea, nos hicimos los de mirar esto y aquello, en un vano intento de disimular el verdadero fin de nuestro viaje. Y volvimos, cada uno a nuestros lugares. Gaspar era el que había venido desde más lejos, un lugar que llamaban la China, Baltasar volvió al centro del África y unos meses después estuve de nuevo en mi patria: para que se ubique, ahora le dicen España.
Apenas salimos de vuelta, nos enteramos de que el pérfido Herodes había ordenado la matanza de todos los niños varones de menos de dos años de edad porque nadie le supo dar noticias del Rey nacido en esa pequeña villa. Pero supimos que había escapado. Mucho después me enteré de que José había recibido un aviso en sueños para escapar. Y se mandó a mudar a Egipto junto con la chica aquella, una Virgen, según nos contó y le creímos.
Le contaría qué hicimos antes y después de adorar a aquel humilde niño que era Dios. Pero no agregaría nada a nuestra historia. Los tres Reyes valemos solamente por aquella estrella que nos permitió conocer al que luego sería Rey de reyes, el Salvador de la humanidad, el que enseñó que la peor esclavitud no es la de las cadenas, sino conocerlo y no entregarse a su amor.
Bueno, eso quería contar de nosotros, porque es la pura verdad. Pero, por estos días vendrá gente, con palabras eruditas y estudios certificados a contar que en realidad no éramos magos ni reyes ni teníamos camellos o dromedarios ni caballos ni éramos tres ni regalamos oro, incienso y mirra. Oiga, si lo dicen en nombre de otra creencia, acéptelo como de quiénes viene. Pero si lo afirman en nombre del cristianismo, ¡mucho cuidado!, esos son los peores enemigos, los enviados de Lucifer a destruirnos desde adentro, niéguese a oir sus palabras, no los convide a su mesa, no preste atención a sus enseñanzas. El Diablo vive en ellos. Traidores.
©Juan Manuel Aragón
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