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SANTIAGUEÑOS Anécdotas de la Feria del Libro

Feria del Libro de Buenos Aires

Pequeñas historias tejidas alrededor de un acontecimiento que sucede en Buenos Aires y suele tener alguna repercusión en las provincias


Mientras dura, la Feria del Libro de Buenos Aires concentra la mayor cantidad de presuntos lectores por metro cuadrado de la Argentina. También van muchísimos escritores a promover sus libros, ya sea llamados por las casas editoriales o por las suyas nomás, porque los costearon con su propio bolsillo. Algunos gobiernos envían a sus escritores más conspicuos pues de esa manera dan a conocer la cultura de su pueblo y prestigian las letras provincianas.
Hay quienes dicen que para los porteños es algo así como la Exposición Rural, pues van a ver asuntos de los que ignoran absolutamente todo. Otros sostienen que es un gran negocio para las editoriales a las que solamente les interesa vender, o sea tienen en cuenta nada más que la parte comercial del asunto. No faltan los que sostienen que es una feria de vanidades en que autores grandes, pequeños y medianos, pasean la jactancia de haber escrito uno o varios libros. Debe tener algo de las tres cosas, pero se promueve también como el gran acto cultural de la Argentina, y uno de los más importantes en el mundo de habla hispana.
A continuación, tres anécdotas de algunos santiagueños en la Feria, para mostrar la cara descontracturada y quizás risueña del acontecimiento.

La conferencia
Hace muchos años el gobierno de Santiago no mandaba a nadie. Si alguien —escritor, lector, interesado o curioso— quería asistir, se pagaba el pasaje, tomaba el colectivo de La Unión y se iba nomás, quién lo iba a atajar.
Hubo uno con veleidades de escritor que un año estuvo en Buenos Aires para la Feria del Libro. Lo pensó bien, ya que iba no era cuestión de ir en un ómnibus y volver en el siguiente sino quedarse varios días dando a conocer su producción. Es una ciudad tan hermosa e inmensa, con gente tan amable en sus calles que, verdaderamente, unos días no alcanzan para abarcarla.
El tipo se había hecho fama de recitador folklórico, pero al parecer poco le importaba lo que decían los versos que pronunciaba: se fijaba en su entonación presuntamente gauchesca, pero lo que recitaba eran bazofias a las que, para peor las cambiaba porque nunca tomaba la precaución de aprenderlos de memoria.
El caso es que estuvo un mes allá, parando en la casa de unos parientes. Trabó amistad con poetas de otras provincias que le obsequiaron sus libros con ampulosas dedicatorias que luego mostraba con orgullo y se hizo amigo también de las mujeres que atendían un puesto que vendía partituras musicales.
Toda una experiencia, vea.
A la vuelta organizó una conferencia para hablar de su experiencia como escritor santiagueño en aquel lugar. Su título, si cabía debió haber sido: “Cómo sobrevivir un mes en Buenos Aires, vendiendo chipacos en la puerta de la Feria del Libro”.

El mirón
Hubo un año en que coincidieron los más conocidos escritores en la Feria del Libro, entonces amigos; después algunos terminaron peleados por cuestiones que no vienen al caso. Como es sabido, el oficio de escritor requiere de talento y esfuerzo, pero porque uno se dedique al digno empleo de las letras, no quiere decir que sea un mojigato, un pacato. El caso es que, en este grupo, la mayoría militaba en el cuadro de los amigos de la noche, para decirlo suavemente.
Menos uno, que estaba en el equipo opuesto.
Y todos los días, misteriosamente, a las seis de la tarde, desaparecía. Era toda una incógnita por qué, a determinada hora, dejaba de ser visto en el hotel en que estaban parando. Uno o dos días antes de volver, decidieron que uno de ellos estaría atento en el lobby del hotel y en cuanto saliera, lo seguiría. A eso de las seis menos cuarto salió. El otro dejó el diario que se hacía de leer y fue tras él. Caminaron unas pocas cuadras y observó que entraba en una de esas covachas que solía haber en Buenos Aires, en que bailaban mujeres desnudas.
Era todo un santurrón que, cuando podía, se castigaba mirando esas mujeres que nunca serían suyas, al menos por las buenas, porque pagando cualquiera asuntea.

Negrita de barrio
Hace muchos años también se organiza una feria del libro en Santiago. Al principio era en la galería El Siglo, de Independencia y 9 de Julio. Era una muestra pequeña que juntaba también a los escritores con su público. Hubo uno que pidió que le cedieran una sala para presentar su libro, si bien la imprenta no se lo había entregado todavía, para el día de la presentación —aseguró— ya estaría listo. Para la ocasión habló con un periodista amigo a quien encargó hablar de la obra.
Pero llegó el día y el libro no estaba.
Como no quería perder la ocasión de ser el protagonista de la noche, largó la presentación. El periodista le pidió el libro, pero le avisó que todavía no lo tenía. “Vos inventá algo, hablá unos cinco o diez minutos y después dejame a mí”, le dijo.
Después de que el periodista hablara un rato, cedió la palabra al escritor, que luego de lamentar la informalidad de las editoriales sacó unos papeles con algunos versos que leería en ese momento.
Fue peor.
Uno de los poemas llevaba por título “Negrita de barrio”. Denigraba prolijamente a las chicas humildes de Santiago con versos melosos, a los que llamar cursis es elevarlos de categoría. Tanto, que, en un determinado momento, una mujer del público se levantó para preguntar si era cierto lo que estaban oyendo. Muy serio, respondió que sí.
Pasado el tiempo, cuando me contaron la anécdota, fui a la fuente y le pregunté al autor si era cierto lo que me habían narrado como chisme. Confirmó todo. Le pregunté entonces:
—¿Y el libro?
—Hice que me devolvieran la plata, no lo quería hacer, además, ¿para qué?, si ya lo había presentado, que es lo importante.
Una vez le conté la anécdota a mi hija, creyó que le mentía. Pero es la pura verdad.
©Juan Manuel Aragón

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